Valentí Puig: 'News of Nowadays'
El escritor mallorquín reivindica en un extraordinario ensayo la vigencia de la cultura occidental y advierte sobre los riesgos que implica la desmemoria contemporánea
14 noviembre, 2019 00:00Nadie lo diría. Y, sin embargo, lo creemos con convicción: lo más punk que puede hacer hoy en día un escritor es componer un verso ortodoxo, de sílabas contadas, acentos regulares y dicción ancestral. En contra de lo que se piensa, lo radical no es el presente –inevitable– sino ese bendito pretérito que llamamos tradición cultural, una milagrosa forma de pasado que nos ayuda a entender (todos los días) el sentido de nuestra existencia. En 2004, cuando a Rafael Sánchez Ferlosio, gigante de la inteligencia, le dieron el Premio Cervantes pronunció estas palabras: “La sin par naturaleza de don Quijote estaba en ser un personaje de carácter cuyo carácter consistía en querer ser un personaje de destino”.
Ser libres consiste justamente en esto: en convertirnos en hijos de nuestra voluntad. Pero para hacerlo debemos tener presente cómo lo hicieron, antes de nosotros, aquellos que nos precedieron. Por eso debemos conocer la Historia. En palabras de Ferlosio: “la sucesión argumental de designios propuestos, perseguidos, contenidos en campos de batalla y alcanzados o frustrados”. Sobre esta materia del carácter y el destino ha escrito su último ensayo el escritor y periodista mallorquín Valentí Puig, uno de nuestros más admirados hombres de orden.
Siguiendo la estela del maestro Montaigne, padre del ensayo moderno, Puig firma en Destino –dentro de la colección Referentes– un extraordinario libro de ideas –Memoria o caos– en cuyas páginas, condensadas de sabiduría, humor británico y sentido común, reivindica la pervivencia de la traducción cultural occidental y alerta sobre los riesgos de la desmemoria contemporánea. Hacía tiempo que no leíamos un tratado tan brillante sobre nuestro propio tiempo: un mundo relativista y emocional donde el arte de argumentar parece haber dejado definitivamente de importar en favor de las pulsiones inmediatas y los caprichos del instinto, la sentimentalidad desbocada y la dictadura de los victimarios. Un universo en el que con poco más de cuarenta años largos casi no nos reconocemos.
El diagnóstico de Puig sobre este tiempo extraño es, sin dejar de ser pesimista, de un grato realismo: el nuevo siglo ha consolidado “costumbres formas y convenciones engendradas en el vientre de alquiler de la desmemoria”. Lo que sucedió se ha convertido de repente en un fardo. La sabiduría se ha vuelto un estorbo. Creemos que el mundo comienza y termina únicamente con nosotros. Todas las sensaciones realimentan a este yo asolutista: desde la patología del autoselfie al victimismo interesado. Todo es efímero y pasajero. Nada parece ser real. Frente a este fragmentario paradigma cultural, consecuencia del relativismo y el desprecio ante el intelecto en favor de una vulgaridad elegida, Puig se levanta para reivindicar las formas básicas de educación –que invalidan el tuteo entre quienes no se conocen–, el uso de la corbata, los derechos (con sus correspondientes deberes), el aprendizaje con esfuerzo (nunca a la carta), el prestigio de la lectura y la excelencia de espíritu. La memoria de todo lo que somos, en definitiva.
Valentí Puig, en Barcelona / LENA PRIETO.
Las jerarquías (intelectuales) existen. Y son superiores a las económicas. La horizontalidad de la relaciones sociales –uno de los dogmas de nuestros días– no las ha eliminado. Simplemente las camufla. La perspectiva del excelente ensayo de Puig no es melancólica, sino serenamente combativa: postula la conservación de la memoria como única manera para no andar por la vida sin rumbo, zarandeado por las tendencias, gobernado por las modas y aplastado por los dogmas y los argumentarios de quienes piensan que “la civilización es un clínex de usar y tirar” o creen que el arte es igual que una pintura de Bansky, “concebida para autodestruirse”.
¿Cómo expresar la desazón de este mundo sin memoria, sin cultura? El escritor mallorquín recurre a un símil narrativo: “Los peones de la nueva barbarie han entrado en casa y destruyen a martillazos el disco duro de la memoria individual –moral, estética– y colectiva”. El Apocalipsis (sin Solentiname): la constante manipulación de las masas, que sin saber realmente quiénes son (al desconocer su pasado) nunca llegarán a ser lo que cualquier ser inteligente ambiciona: convertirse, frente al destino, en dueños de su presente. Occidente acumula experiencias culturales desde hace tres milenios. Una inmensidad comparada con la memoria digital, que depende de bytes, antivirus y migraciones de datos. ¿Cómo se ha producido este tránsito? ¿Cuándo dejamos de valorar la herencia intelectual del pasado para abrazar la amnesia y las moralinas de los nuevos ismos? Probablemente –explica Puig– la cosa comenzara a finales de los sesenta, de forma banal, acaso cuando desaparecieron “aquellos rótulos que, en el frontispicio de los ascensores, daban un consejo elemental: Antes de entrar dejen salir”. Una fórmula de urbanidad que evitaba los malentendidos y prevenía las estampidas entre los vecinos de un mismo edificio.
La civilización, en efecto, consiste en el autocontrol y la eficacia. Es el agua caliente que sale del grifo, la costumbre de ceder el paso en la acera, dar los buenos días, guardar silencio, saber expresar respeto por nuestros semejantes y mostrarse, igual que un caballero inglés, impertérrito ante la ordinariez y el nihilismo espiritual. El relativismo es uno de los grandes males de nuestra vida pública: “Si todo es relativo” –escribe Puig– “entonces no somos libres ni podemos creer (en nada) porque todo vale”. Nuestra historia, el patrimonio de quienes pensaron en nosotros antes de nosotros, está llena de metarrelatos, enseñanzas, talento y sabiduría. El problema es que nadie parece ya interesado en aprovecharlos, de la misma forma que los lectores –pronto seremos animales mitológicos en trance de extinción– dimiten o desertan; igual que el hombre que deja de creer en sí mismo para confiar su voluntad en un Estado providencial y benefactor (que siempre pagan los demás).
La
Vivimos un cambio de época cuyo signo más evidente es que no sabemos interpretar bien lo que ocurre, aunque a diario recibamos estímulos que nos dicen que las costumbres sociales han cambiado, no siempre a mejor. El individualismo ha dejado de asociarse a conceptos nobles, como la autonomía o la responsabilidad, para convertirse en una mera gratificación instantánea. La reflexión se diluye en favor de las consignas. El diálogo se confunde con el cacareo de las redes sociales. Las identidades se inventan, las clases medias desaparecen, las sociedades se polarizan. Todo este caudal de fenómenos cotidianos saltan ante nuestros ojos al salir a la calle. La gran virtud de Valentí Puig ha sido sistematizar las abundantes señales de cambio cultural y contraponerlas con la herencia de nuestros ancestros, a los que pagamos con ingratitud, olvido o desprecio, sin reparar en que no puede existir una idea del bien común si la política se convierte en una suma de egoísmos sucesivos.
Este ensayo se formula una pregunta: ¿Es posible que la era digital nos haga más estúpidos? Todas las señales indican que sí. La vida fashion –uno de los hallazgos conceptuales del ensayo– nos obligará dentro de poco “a ir al tanatorio y no llorar por nuestros muertos según la costumbre vulgar”. O a aplaudir como líder político a cualquier deportista cuya ideología sea la de Spiderman, “encaramado en la tribuna de invitados del Congreso de los Diputados para defender al pueblo siempre que no haga falta”. Memoria o caos es un libro escrito por un hombre libre que se atreve a razonar solo, que se enfrenta (sin miedo) a las idioteces de lo políticamente correcto –esa forma de perversión colectiva– y que cuenta su verdad, una verdad incómoda, con solidez, ironía y honestidad. Háganse un favor a sí mismos: no se lo pierdan.