Novela y moral
Iris Murdoch, cuyo centenario se celebra en 2019, reivindicó el poder de las novelas, esas coreografías al borde del abismo, como instrumentos de transformación moral
14 junio, 2018 00:00“No es que se expresen ideas en la novela o el relato, es que se deja que resuenen. Entonces: ¿por qué no elegir mejor el ensayo? Justamente porque esas ideas no son algo puramente intelectual, sino algo intelectual entreverado con lo emocional. Porque puede ser más poderosa la encarnación que la expresión de esas ideas.” Este apunte de Robert Musil, escrito en 1910, nos enfrenta a uno de los problemas que presenta nuestra sociedad. El desarrollo tecnológico está propiciando que la opinión sea ya casi el único ámbito de representación –de encarnación– moral, una subjetividad cada vez más pueril y atrofiada que está afectando a la literatura.
Como vemos todos los días, las corrientes mayoritarias fluyen por la red configurándose como grumos dogmáticos frente a los cuales es muy difícil disentir, a riesgo de ser desterrado del espacio público con el sambenito de alguna infamia ideológica. Los debates televisivos, una mayoría de columnas periodísticas, buena parte de los programas electorales e incluso algunas políticas educativas se dejan influir por esa nueva forma de dominio. Se trata de un fenómeno que nos obliga a interrogarnos acerca de la libertad de juicio en las democracias liberales hipertecnificadas y sobre cómo se pueden combatir esos nuevos dogmas.
Cuando una sociedad llega a un extremo como el nuestro, en el que se produce posverdad sin apenas disimulo y donde resulta evidente la puerilidad de una parte importante de la ciudadanía, la literatura vuelve a descubrir sus posibilidades como espacio de libertad y crítica. Hoy en día hay asuntos que ya sólo se pueden abordar en serio a través de la ficción, en un orden de representación imaginativa libre de ataduras y urgencias comerciales. La actual simplificación de la relación entre sexos, por ejemplo, es algo que sólo el mejor de los novelistas puede abordar con crudeza y verdad.
La editorial Siruela acaba de publicar La salvación por las palabras, una selección de ensayos de Iris Murdoch (1919-1999), adelantándose a la celebración de su centenario, que el año que viene nos traerá reediciones de sus obras más importantes, como varias de sus novelas en Lumen y La soberanía del bien, su ensayo filosófico más importante, en Taurus. Murdoch es una de las escritoras que más esfuerzo dedicó en el siglo XX a revitalizar y reivindicar el poder de la novela como instrumento de transformación moral.
Aunque terminó por dedicarse a la literatura, Murdoch estudió en Oxford Mods and Greats –lenguas clásicas y filosofía e historia antigua– y después de la guerra hizo un posgrado en Cambridge, donde coincidió con Wittgenstein y su círculo. El olvido de las grandes preguntas éticas y morales en las corrientes analíticas y existencialistas del momento la obligó poco a poco a abandonar la filosofía y a dedicarse preferentemente a la novela, sin dejar de escribir ensayos filosóficos y de dar vueltas, sobre todo, a Platón, Kant, Wittgenstein y Heidegger. Su mayor preocupación filosófica estribaba en cómo podía el hombre dotarse de un sistema moral después de la Shoah y en un mundo brutalmente secularizado y postcristiano, lo que suponía volver a interrogarse acerca del concepto del bien y sobre la naturaleza del amor.
Iris Murdoch.
Su tránsito de la filosofía a la novela es muy parecido al de Hannah Arendt, que también se desengañó de la filosofía –de la metafísica en la que se había educado y que, a su juicio, era incapaz de atender a la gente– para acabar, en su caso, dedicada a la teoría política. Las dos mujeres vivieron además fascinadas y atormentadas por figuras masculinas magnéticas y demoníacas. Arendt nunca se recuperó de su juvenil enamoramiento de Heidegger y Murdoch estuvo toda su vida obsesionada por Elias Canetti, de quien fue amante y que es el modelo de varios de sus protagonistas hechizantes y despóticos. Iris Murdoch era una escritora a la que le interesaban los hombres y que sabía hablar de la condición femenina sin prejuicios.
No hay duda de que Murdoch hubiera suscrito la idea de Hannah Arendt según la cual “la pluralidad es la ley de la Tierra”. En sus novelas –por ejemplo en las maravillosas El sueño de Bruno (1969), El príncipe negro (1973) o en la colosal El mar, el mar (1978)–, Murdoch logró superar el gesto conclusivo con que la novela de la primera mitad del siglo XX había querido sellar una tradición, esquivando lo que ella llamaba la “convención” –el conjunto de reglas y limitaciones que conforman lo que habitualmente se entiende por realismo– y la “neurosis”, es decir, la atrofia de una subjetividad ensimismada. A ello le opuso un modelo de novela que se basa en el interés por los demás y en la invisibilidad del autor, inspirándose, por una parte, en novelistas del XIX como George Eliot o Tolstoi y, por otra, en Shakespeare, sobre todo en sus comedias y en los romances tardíos, especialmente atenta a esa mutación que se produce, en Cuento de invierno o en La tempestad, entre la vieja magia oculta de la superstición y la simple magia humana, obra de la atención.
Como Mozart en Le nozze di Figaro o Cosí fan tutte –otro de sus modelos–, Murdoch es capaz de coreografiar y armonizar en sus comedias –pues en el fondo son eso sus novelas, comedias al filo del abismo– a cientos de personajes de toda laya, santos y payasos, artistas y pelagatos, enamorados y suicidas, todos retratados en el desastre de sus vidas con el objeto de dramatizar problemas morales complejos y proponer hondas cuestiones espirituales. En la selección de Siruela (en la que por cierto se echa en falta un prólogo que justifique la antología y sitúe a la autora, lo mismo que un aparato de notas más extenso y profesional), se resumen todos los presupuestos estéticos que puso en práctica en sus novelas: “Nos hicimos criaturas espirituales desde el momento en el que pasamos a ser criaturas verbales. Las distinciones fundamentales solo se pueden hacer con palabras. Las palabras son el espíritu”.
O bien: “Yo creo que una literatura libre lo que hace es ayudar en gran medida a la sociedad al contar las muchas verdades y puntos de interés que, de lo contrario, pasarían desapercibidos”. Y también: “Nos hemos quedado huérfanos de conceptos en moral y en política. La literatura, a la vez que se cura sus propios males, nos puede dar un nuevo vocabulario de la experiencia y una imagen más fidedigna de la libertad. De suerte que, con un sentido renovado de la distancia, no olvidemos que el arte también habita esa región en la que todo empeño humano es un fracaso”. Y todavía: “Porque el resto de la gente es, después de todo, lo más interesante que tenemos en el mundo y, en cierto sentido, lo más ajeno a nosotros, lo más acuciante, lo más misterioso”.
Ficha de Hannah Arendt en el museo de la Resistencia / AMY WIDDOWSON
Aunque su caso es el más radical y original, Iris Murdoch no estuvo sola en su empeño por reformular el estatuto de la novela tras la Segunda Guerra Mundial y reivindicar el género como escenario privilegiado de indagación moral. Los mejores novelistas de la segunda mitad del siglo XX operan en esa órbita, desde Saul Bellow hasta Cynthia Ozick, Philip Roth o Colm Tóibín. En España podríamos citar a Álvaro Pombo o a Gonzalo Torné, el más dotado e inteligente entre los más jóvenes. Y es el caso también de J. M Coetzee, de quien se acaban de publicar en castellano sus Siete cuentos morales (El hilo de Ariadna-Literatura Random House), protagonizados por Elizabeth Costello, alter ego del autor, la anciana escritora australiana que va por el mundo dando lecciones de literatura y sobre los derechos de los animales.
El uso que Coetzee ha dado a Costello en sus libros es acaso el ejemplo más cabal de dramatización del pensamiento en nuestros días. En cada uno de estos cuentos se expone un problema –el miedo a la propia animalidad, el envejecimiento, la infidelidad, la vanidad, por supuesto la relación del hombre con los animales– con una fría transparencia que, como una hoja al trasluz, ilumina nervaduras de nuestra vida moral. Para decirlo con las palabras de Musil que citábamos al principio, hay momentos en que las ideas resuenan con la misma gravedad y vibración que en tantos diálogos de Iris Murdoch: “Sé lo que es optar; no tienes por qué explicármelo. Sé cómo se siente una cuando decide actuar y sé aún mejor cómo se siente una cuando decide no actuar. Sé exactamente cómo se siente una durante ese proceso de deliberación y decisión; conozco su sabor, su leve peso. La otra manera de vivir no es cuestión de opciones. Es un asentimiento. Un ceder. Un sí que no tiene un no”.