La voz empezó a correr ayer, cuando el político Joaquim Nadal notificó en Twitter el fallecimiento de su tío, el historiador Jordi Nadal. Pocas horas más tarde, Jordi Maluquer desplegó un sentido obituario en el que nos recordaba la figura del profesor, pero sobre todo la del ciudadano crítico exigente con la rectitud moral y combativo frente a la indolencia y la incompetencia. Maluquer recuerda que un día, Nadal detuvo a un autobús para reprender a los incívicos que lo estaban apedreando. Nadal destacó en la producción analítica, en su compromiso social y en el rechazo frontal de la exposición vedetista.
A Nadal, esto es de motu proprio, no le encajaban la insubordinación y la racanería. Se lo oí decir en clase, mientras sumergía mi boina negra tras la hebilla del cinturón: “La ocupación de cátedras en el Mayo francés nos ha llevado a la dispersión de la ciencia por falta de autoridad; los estudiantes no pueden mandar”. Lo dijo en la Autónoma de Bellaterra, donde Jordi Nadal desarrolló uno de los mejores tramos de su esplendor en la Facultad de Económicas, rodeado de una plétora de profesores singulares, como Santiago Roldán (Estructura Económica), Pasqual Maragall o el ricardiano Josep Maria Vegara, experto matemático y divulgador de los modelos de crecimiento de Piero Sraffa, en la London.
La Escuela de los Annales
Los setentas y los ochentas definieron una alborada de académicos surgidos del mismo germen, como Ricardo García Cárcel, bajo la batuta de Joan Reglà, convertido en el dueño de la ciencia y sus matices. García Cárcel ha divulgado con la misma atracción que lo hizo Jordi Nadal, aunque, a diferencia del primero, el discurso del recién fallecido estuvo siempre precedido del cálculo de los grandes agregados, siguiendo el materialismo histórico, pero sin perder de vista la plenitud de herramientas mostrada por otras escuelas menos deterministas, como la Escuela francesa de los Annales. Esta última, fundada por Lucien Febvre y Marc Bloch en 1929, dominó la historiografía occidental, y sí, en pocos sitios, como en nuestro país, han influido tanto los investigadores de los Annales, gracias en parte al ejemplo de Pierre Vilar (autor de Cataluña en la España moderna) y otros.
El autor de El fracaso de la revolución industrial en España, 1814-1913 fue investido doctor Honoris Causa por la Universidad de Girona y por la Pompeu Fabra. Pero, como indica Maluquer, no se entiende que a Nadal no le nombraran honoris causa en la Autónoma, "pese a que lo pedimos insistentemente”. Sea como sea, todos comparten el magisterio de Nadal y repiten que el del finado es un rol compartido: No se pueden entender las investigaciones de Josep Fontana (fallecido en 2018) en la historia del siglo XIX ni las de Jordi Nadal en el campo de la economía y la industrialización sin el impulso tutelar de Jaume Vicens Vives. El gran maestro desaparecido prematuramente no pudo acabar la magna obra que había empezado estudiando la Corona de Aragón y el papel de los Trastámara en la creación del Reino de España. De comprender aquel jeroglífico del viejo Rey Juan de Aragón, las cosas hoy no hubiesen llegado tan lejos. Vicens limpió sin herir la historiografía romántica --con el ejemplo descollante de Ferran Soldevila y el menos edificante de Pedro Voltes Bou, sumido en la noche oscura del decano, Mario Pifarrer --y las generaciones que, todavía bajo el franquismo, procuraron instalar las bases de un nuevo enfoque desmitificador.
Todas las contradicciones del poder
En el último tercio del siglo XX y las primeras décadas del XXI, la historiografía catalana ha ido avanzando por dos vías paralelas. La primera de estas vías se concentra en la investigación de la época moderna (los siglos XVIII y XIX), con los trabajos de Ernest Lluch, Joaquim Albareda, Agustí Alcoberro, Eva Serra y especialmente por el urbanista Albert García Espuche, cuya contribución a la guerra dinástica de 1714 es una referencia imprescindible. La segunda gran vía de investigación abarca el XIX y el XX con el interés por la historia de las ideas políticas, los movimientos sociales y las vanguardias, en un sentido amplio. Ahí destacan Josep Maria Fradera, Borja de Riquer, Enric Ucelay da Cal, Pere Anguera, Joan B. Culla, Àngel Duarte, Joan-Lluís Marfany, Josep Termes, Albert Balcells o el mismo Nadal. En ambos lados del conocimiento se han ido añadiendo análisis sobre soportes más visibles, como reportajes o documentales publicados en medios de divulgación. Ahí descansa el trabajo de Carme Molinero, Pere Ysàs, Ricard Vives, Vilanova o Solé Sabaté, entre otros.
Nadal revolvió de arriba abajo la Revolución del Vapor como nudo de la Cataluña moderna e industrializada. Él había empezado este esfuerzo con un libro de referencia, como Sant Martí de Provençals, pulmón industrial de Cataluña, sobre la huella de la siderurgia, el metal y la química, sectores cuya eclosión les permitió tomar el mando de la economía del país, como alternativa a la lenta extinción de las grandes Colonias textiles, en las cuencas fluviales del Llobregat, el Ter o el Cardoner. Su último destello versó sobre el cambio de modelo económico, nacido en Cataluña, exportado a España y anulado al fin. Tomó de pretexto metafórico de su análisis a la Hispano Suiza de los Mateu, la cadena del diseñador Wifredo Ricard --el de los maravillosos deportivos Pegaso-- y su extinción nihilista a cargo del INI del almirante Suanzes. “¿Qué hacía un hombre sin empresa mandando en la máquina industrial del Estado? Ahí tienen la respuesta”.
A despecho de la maldita memoria, tengo a mano otro ejemplo del mismo Nadal: la Corona de España nombró alto mando del Almirantazgo “al Duque de Medina Sidonia, un hombre de grandes latifundios que nunca había navegado. Y así llegó el desastre de la Invencible, a los pies de Nelson”. Sus clases son inolvidables; como lo fueron las de Valverde en el campo literario o las de Fabián Estapé, en el de las Doctrinas Económicas.