La retirada de la Medalla de Oro de Barcelona al expresidente del Parlament Heribert Barrera ha causado indignación entre los mismos que se felicitaron de la misma medida cuando se adoptó con el rey emérito Juan Carlos I. Las dos decisiones se han tomado en menos de un mes, lo que demuestra la afición del actual Ayuntamiento de Barcelona a estas prácticas.
Que los que se indignan por la retirada a Barrera sean los mismos que se alegren del despojo de la medalla del rey emérito –se podrían poner otros ejemplos parecidos— no hace sino confirmar la injusticia y el nocivo divisionismo de estas iniciativas. Se trata siempre de decisiones partidistas, en las que unos partidos apoyan la medida y otros se oponen, como se ha visto en los casos de Barrera y del rey emérito. A Barrera se le ha retirado la medalla por sus ideas xenófobas, que las tenía, pero ese rasgo de su personalidad no anula toda su trayectoria vital y política, del mismo modo que la presunta corrupción de Juan Carlos no elimina su contribución a la democracia española, motivo por el que le concedieron el galardón.
Esta es una de las razones por las que la iconoclastia de retirar medallas o derribar estatuas es una equivocación. Nadie es perfecto y todo el mundo reúne en su vida claroscuros, por lo que ningún aspecto parcial puede borrar toda una trayectoria, la que se supone que se premió en su día. Por este mismo motivo, una buena decisión sería también no conceder tantas medallas o levantar tantas estatuas para evitar luego tener que retirarlas.
Otra razón, quizá la principal, es que no se puede juzgar el pasado desde el presente, ese presentismo que no tiene en cuenta las circunstancias del momento en que se concedieron las medallas o se levantaron las estatuas, aquí o en Estados Unidos. Se examina y valora el pasado desde los valores morales del presente, que seguramente han evolucionado en la buena dirección, pero eso no justifica que se aplique la vara de medir actual a lo que en su momento no fue considerado despreciable o censurable.
Hay aún una tercera razón para dejar las medallas donde están colgadas y las estatuas donde están colocadas. Se trata de la discriminación que todo acto de esta naturaleza conlleva. Si se retira la estatua de tal personaje, por qué se deja intocada la de otro. Si se retira la medalla a tal personalidad por qué no se hace lo mismo con otra. Nadie nunca podrá estar conforme al cien por cien con las decisiones adoptadas y siempre habrá quien piense que se olvidan de premiar o castigar a alguien.
Estos intentos de hacer tabla rasa con el pasado solo están justificados en el caso de la transición de una dictadura a una democracia. Así como el cambio de nombre de las calles de los gerifaltes franquistas era perfectamente defendible, y más en el caso de España, en que la dictadura procedía de una guerra civil, no se justifica la campaña emprendida por Ada Colau y su partido para desborbonizar las calles de Barcelona.
Incluso el cambio constante del nombre de las calles se presta a la ironía, la que ejercía a menudo Francisco Umbral cuando mencionaba en su Spleen de Madrid el paseo de la Castellana y añadía entre paréntesis: antes Generalísimo, antes Castellana. Era como una forma de denunciar ese trasiego permanente del nomenclátor.
La retirada de las medallas o el envío de las estatuas a los almacenes municipales es una consecuencia más de la nefasta corrección política que nos invade. El pasado pertenece más a los historiadores que a los políticos, que harían bien en dejarlo tranquilo.