De repente, en aquella situación general tan complicada, tan delicada, con una pandemia mundial que rompía las relaciones humanas, con cínicos oportunistas al frente de las naciones, con la perspectiva de una ruina general, con miedo al próximo invierno, algunos se decidieron a protestar… derribando estatuas. Fue una moda de furia, una manía.

Emparentada con ciertas operaciones de la “memoria histórica”, con la retirada de condecoraciones a próceres muertos que se han vuelto indeseables, con la anulación de condenas judiciales a quienes ya están muertos desde hace décadas a consecuencia precisamente de esas condenas, con el traslado de tumbas de tiranos desde los cementerios más distinguidos a camposantos aldeanos, y otros puñetazos furiosamente asestados al viento, la ola iconoclasta alcanzó a las dos orillas.

Sin que nos doliese lo más mínimo. En realidad, a quién le importa si pintarrajean en Palma o si derriban en San Francisco la efigie de Junípero Serra.

O si Barcelona especula con echar abajo la columna de Colón. Desde mediados los años 70, cuando el ayuntamiento, respaldado por la bona gent del momento, rechazó el proyecto del artista Christo de envolverla --mientras París empaquetaba sin problemas el Pont Neuf--, Colón y sus hazañas y su columna dejaron de interesarnos; su suerte ya solo le importa a algún vetusto cronista de la ciudad y a algún nostálgico de no se sabe qué. Por mí que la dinamiten. Que pongan en su lugar lo que quieran. Un cabezudo de Plensa. O mejor aún, que no pongan nada: el vacío, como un “monumento al aire”. La nada como un agradable momento de silencio.

¿Y qué debe de estar pensando la estatua de Francisco de Pizarro en la plaza de Trujillo? Debe de estar estremeciéndose. Arrogante pero indefensa, se preguntará: “¿Cuándo vendrán a por mí los iconoclastas? Me espera la misma suerte que al alcalde López. Si a él lo han derribado por negrero, qué no harán conmigo, que tan vilmente asesiné a Atahualpa, faltando a mi palabra, y después de robarle su oro”.

Con un poco de suerte, se librará con unos churretones de pintura…

Y esta manía estalla ahora, ahora precisamente que en las plazas desiertas, castigadas por el sol, en las ciudades del coronavirus, recobran las estatuas solitarias la presencia alucinante que habían perdido cuando a su alrededor pasaban las multitudes sin prestarles atención. Ahora que irguiéndose solas en el centro de la plaza vacía recobran la sugestión melancólica de los cuadros de De Chirico. Su sentido fantasmal.

Solían levantarse estatuas y monumentos a algún poeta nacional, con una damisela tendida a sus pies, leyendo sus versos o acaso tendiéndole una corona de laurel; a algún político con chistera y levita; a militares a caballo. Profesiones que hoy han caído en el desprestigio e incluso el oprobio.

Sin embargo, según los sondeos los vecinos de los barrios insisten en que quieren estatuas y monumentos. El ciudadano anónimo es lírico. Quiere en la plaza algo más que el utilitarismo prosaico de las tiendas y las habitaciones. Quiere dignidad, quiere estatuas.

¿Cómo conjugar esa furia iconoclasta con la querencia de la ciudadanía por las estatuas?

Acaso la solución, acorde con el signo de los tiempos que vivimos, sería una estatuaria monumental que celebrase esas profesiones humildes y útiles que además no ofenden a nadie. Hay en Madrid estatuas al barrendero y al cartero. El uno con su escoba, el otro con su carrito. Son la imagen misma de la probidad. Solo que los han plantado directamente sobre el pavimento. Hay que subirlos a altos pedestales, de mármol si es posible.

Celebrémonos a nosotros mismos con una estatuaria que realce nuestra normalidad.

De la misma manera en que elevamos la plaza de toros a la categoría de centro comercial, enviemos a tomar por saco poetastros, frailes, espadones y descubridores. Elevemos monumentos al carnicero. Y a la profesora de yoga.

Monumento al vendedor de cupones de la ONCE, que tanta esperanza reparte entre los vecinos. Estatua al estanquero. A la suramericana asistenta de ancianos, que puede ser representada con la mirada perdida y empujando una silla de ruedas. Al camarero, con una servilleta al brazo y una bandeja con una taza de café.

Monumento al periodista, tecleando espasmódicamente. Al funcionario, con un tampón en alto.

Estatua al bedel.