'Homenot' Javier Pradera / FARRUQO

'Homenot' Javier Pradera / FARRUQO

Democracias

Javier Pradera, ni vencedores ni vencidos

El editor e intelectual de referencia de la izquierda durante la Transición, dotado de un humor cervantino, fue un poliedro apasionado en el compromiso y en la palabra

13 agosto, 2020 00:10

Al acercarnos a la vida de Javier Pradera temíamos que la completísima recopilación  de su biógrafo, Jordi Gracia, pudiera demoler las conjeturas levantadas a lo largo de años. La primera conjetura es la coexistencia, en una misma personalidad, de un editor cosmopolita y del alma taciturna de alguien que ha descendido a la cueva de Montesinos para fortalecer su ética, antes del gran viaje de la vida, como lo hizo el propio Alonso Quijano. La trayectoria del intelectual conspicuo no admitía dudas. Pero ahora, después de la lectura de El poder de la izquierda (Anagrama), resulta agradable imaginarse también a Pradera en ámbitos distendidos, en abrevaderos crepusculares –como el mítico pub Santa Bárbara– convertidos en altares de la palabra o en las capeas de Domingo Dominguín, antes del suicidio de este último en Guayaquil, en octubre de 1975, a un mes del 20-N. 

Tras perder al amigo, Pradera, triste y “desfondado”, recibe a Jorge Semprún en Madrid, que esta vez asistirá en directo a la auténtica muerte del general Franco. Por aquellos días, a instancias del entonces príncipe Juan Carlos, José Mario Armero y Santiago Carrillo se entrevistan en Cannes, en casa de Teodolfo Legunero –empresario y protector del secretario general del PC– y, poco después, en el Hotel Bristol de París. Los enunciados de aquellas primeras aproximaciones entre el poder y los comunistas se consagran cuando Juan Carlos I, ya como rey, le encarga a Prado y Colón de Carvajal que se entreviste con Ceaucescu para que el dictador rumano le haga llegar a Carrillo –la amistad entre ambos era bien conocida– que la democracia en España es irreversible.

Javier PraderaEl editor e intelectual Javier Pradera

El editor e intelectual Javier Pradera

Pasan los meses y Carrillo no ha conseguido todavía el pasaporte español; finge una entrevista celebrada en París, cuando en realidad está ya instalado en su piso de El Viso de Madrid, junto a Carmen Menéndez y su hija; el líder del PCE ve cerca la legalización del partido; se ha entrevistado con Pujol, Miquel Roca, Tierno Galván y especialmente con el ingeniero Pere Duran Farell. El país entero vive con incertidumbre los ulteriores aplazamientos de la Ley de Reforma Política, aunque de momento, el presidente acepta los enjuagues psicológicos de los jerarcas falangistas y aplica el principio de sumisión como virtud de supervivencia. Adolfo Suárez marca los tiempos de la historia de España, como nadie lo había hecho antes. 

Un año más tarde, el 18 de noviembre de 1976, las Cortes, presididas por Torcuato (Tato) Fernández-Miranda aprueban su harakiri: el proyecto de Ley para la Reforma Política. El salto al vacío se produce en paralelo a la detención de Simón Sánchez Montero y de Jaime Ballesteros; pero la privación de libertad para ambos dirigentes comunistas durará solo diez días. Acaba el 28 del mismo mes, el día en que Felipe González viaja de Caracas a Madrid con el presidente venezolano, Carlos Andrés Pérez. Suárez los recibe en Barajas, mientras ordena las excarcelaciones y la jornada se cierra en una cena en casa de José María de Areilza, en la que Felipe González no puede faltar, y a la que asisten también Carrillo y Antonio de Senillosa, culto, anarquizante liberal y monárquico fiel a Don Juan, conde de Barcelona. Se cumplía el guión de Tato –“toma, pero que sepas que este papel no tiene padre”, fueron sus palabras dirigidas a Suárez– con las claves para poner en marcha no la Ley de Reforma Política, sino La Ley para la Reforma Política. Aquel dictatum no era una orden, sino el punto de partida.

Javier Pradera, itinerario de un editorDe momento, la izquierda denuncia la ley como una concesión al Antiguo Régimen y se apunta a la abstención, mientras la calle es un reguero de recalcitrantes del pasado, que atacan librerías y distribuidoras. Pero, con el paso de las semanas, el matonismo cede y la inquietud se serena, como solía ocurrir entonces, mezclados con datos que salen a la luz sobre los encuentros discretos entre José María Armero y don Juan Carlos, en los que el monarca revela su agradable sorpresa ante la capacidad política demostrada por Adolfo Suárez. La facilidad con la que la información, aparentemente secreta, llega a la población resulta asombrosa. La Transición demuestra que en España la consigna se filtra bien a partir de la sombra de la diplomacia (el estilo francés) o de la frontera (el caso alemán). En Julio del 76, las dudas se disipan con la Ley de Amnistía; la democracia es imparable. Los escritos de Pradera señalan a la Corona, cuyo propósito consiste en olvidar la guerra civil y sus peligrosas derivaciones. Es pronto todavía, pero los hechos demuestran que ya no hay vencedores ni vencidos

De momento, la izquierda denuncia la ley como una concesión al Antiguo Régimen y se apunta a la

Las escenas descritas siguen el hilo de la caja negra de la Transición, un momento de la historia de España que rechaza mitologías y paisajes délficos. Las escenas contienen los detalles nemorosos del cambio democrático, alrededor de la biografía de Javier Pradera, el intelectual orgánico del PCE, que puso su reloj en marcha en la mítica Alianza Editorial y que acabó repartiendo afectos y capones en los editoriales de El País, el diario fundado por su amigo, Jesús de Polanco. Aparentemente, el marxista por antonomasia –con permiso de Ramón Tamames, Jorge Semprún, Fernando Claudín o Jordi Sole-Tura– juega un rol similar al de Louis Aragón en el caso de Georges Marchais, con la diferencia de que el PC francés llegaría al poder de la mano del socialista François Mitterrand y, en cambio, Carrillo se limitaría a contemplar con desdén un éxito inalcanzable. Es justo recordarlo ahora, cuando Pablo Iglesias, un líder de la extrema izquierda, desempeña una vicepresidencia en el Gobierno del socialista Pedro Sánchez. La alianza frentepopulista nunca fue una solución, pero ha llegado ahora por el desgaste de la razón dialéctica

Jordi Gracia / LENA PRIETOJordi Gracia / LENA PRIETO

Jordi Gracia / LENA PRIETO

Jordi Gracia, el escritor que ha compilado los secretos de Pradera, habla del gran conspirador desaparecido como de un tótem enigmático, que fue sobre todo un hombre de pensamiento y acción “sin la novelería de Malraux y sin la codicia de Fouché”. Pradera es la carta persuasiva; manda a base de insinuaciones, entre la intransigencia y la caricia. Su estilo personalísimo es el de los eruditos, herederos de una figura tutelar, como la de Ortega, que se opusieron a la modernidad desde el ideal liberador de la izquierda.

Pradera, militante comunista desde 1955, abandonó el PCE nueve años más tarde, tras la expulsión de Fernando Claudín y Jorge Semprún. Su actividad política le llevó en tres ocasiones a la cárcel durante el franquismo, pero en todos los casos, sus causas ante el siniestro Tribunal de Orden Público se acabaron sobreseyendo. Su primera detención se produjo en febrero de 1956, como consecuencia de los sucesos registrados en la universidad por el cese de Ruiz Giménez, el demócrata cristiano que fue ministro de Franco. Desde 1962 hasta 1966, Pradera fue director de la sucursal para España de la editorial Fondo de Cultura Económica y desde 1967 fue director de Alianza Editorial.

Camarada Javier PraderaA lo largo de su recuento, Jordi Gracia explica: “Pradera más allá del Pradera, secretista y algo enigmático”. Habla del autor de libros deslumbrantes que no existieron en público pero estaban escritos y reescritos en sus cajas y carpetas amontonadas. Se refiere a títulos como Camarada Javier Pradera (Galaxia), en manos de Santos Juliá, archivo infinito de la clandestinidad; Corrupción y política. Los costes de la democracia (Galaxia), editado por Fernando Vallespín, donde revive el Pradera más combativo, capaz de hacer saltar por los aires los blindajes políticos que protegen a los más altos dignatarios de las últimas décadas. Y, antes de caer en la desesperanza, dice muy claro que no deberíamos estar abocados a volver a una imaginaria casilla de salida sin haber aprendido nada de la experiencia democrática de 40 años: “Ni es condenable toda ella con un cerrojazo altivo ni vale embalsamarla como una momia”. 

A lo largo de su recuento, Jordi Gracia explica: “Pradera más allá del Pradera, secretista y algo enigmático”. Habla del autor de

Finalmente, entre los papeles aparentemente apócrifos de Pradera, sobresale el formidable estudio La mitología falangista (1933- 1936) (CEPC), terminado y abandonado en los primeros años sesentas. Este libro desnuda las mentiras que el falangismo fabricó para legitimar su posición política entre 1933 y 1936. Y va mucho más lejos: “Identifica en Ortega las raíces de la fanfarria falangista, acota el terreno y deplora que el verdadero Estado multinacional fuese sepultado entonces por una España metafísica unida por los Reyes Católicos”. Un dardo matador.

El poder de la izquierda, Jordi GraciaLa presencia de Pradera, como editorialista en El País, se mantuvo a lo largo de los años. Muchos le recuerdan como el autor del célebre editorial del periódico que salió a la calle en pleno golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. En 1986 abandonó su puesto como jefe de opinión tras firmar, junto a otros intelectuales, un documento en el que pedía el en el referéndum sobre la integración de España en la OTAN. Nacido en San Sebastián el 28 de abril de 1934, Javier era nieto de Víctor Pradera, fundador junto a Calvo Sotelo, del Bloque Nacional. Pasó por el Cuerpo Jurídico del Ejército del Aire y ejerció, como profesor de Derecho Político.

La presencia de Pradera, como editorialista en

Ya entrados los años sesenta, España opera un cambio económico fundamental; es el fin de la autarquía y el inicio de la presencia de emprendedores españoles en los mercados internacionales. Paradójicamente, durante aquella década de progreso la revolución dejó de ser una quimera (Castro había llegado al poder en La Habana en 1959) para convertirse en una posibilidad real, pero alejada de la URSS. Rusia ya no era la patria del proletariado; los tanques del Pacto de Varsovia marcharon por las calles de Budapest en 1963 y laminaron la respuesta de Alexander Dubcek (1968), en Praga. Asestaron golpes contrainsurgentes indirectos en Argelia, el Congo y Angola –más allá de la ayuda cubana– disimulados por el KGB. 

En aquellos años, Moscú también enseñó sus garras imperialistas en la descolonización de Guinea Bissau y Cabo verde, conducidas ambas por Amilcar Cabral, y precipitadas, después de la Revolución de los Claveles, en Portugal, la antigua metrópoli. En el Kremlin, la historia está escrita pero no transcurre. La URSS, el gigante inmóvil de la Guerra Fría, apenas supo poner en marcha el ataque frontal el ataque frontal de su gerontocracia contra las desviaciones maoísta y trostkista, que había ido colonizando a la izquierda de la Europa occidental. 

La mitología falangistaEl tardofranquismo confirmó que Madrid estaba cada día más lejos de Moscú. En los momentos clave, posteriores al Mayo del 68 en París, el PCE robusteció finalmente el llamado Pacto por la Libertad, aunque no se libró de disensiones internas. Sus dirigentes, algo más que apolillados, se olvidaron de reconocer las nuevas aportaciones de la ofensiva que mantenía en vilo a las universidades ya masificadas; también se pusieron de perfil ante los socialdemócratas como el SPD de Willy Brant, en Alemania, la formación que, al cabo de unos años, jugaría un papel decisivo en el ascenso del PSOE. Pero, en poco tiempo, lo que parecía una diferencia insalvable entre comunistas y socialistas se convirtió en una convergencia fructífera basada en el anhelo de libertad. Santiago Carrillo, un líder de resonancias guerracivilistas, se instaló en la línea eurocomunista del italiano Enrico Berlinguer. Las tradicionales guerras intestinas de la izquierda dieron paso al progreso político y a la concordia.

El tardofranquismo confirmó que Madrid estaba cada día más lejos de Moscú. En los momentos clave, posteriores al Mayo del 68 en París, el PCE robusteció finalmente el llamado

Aguirre, el magnífico, Manuel VicentEl Pradera escritor perteneció por igual a la generación de posguerra que a la del medio siglo. A él le debemos el privilegio de escoger postmortem a su grupo natural de amigos, más que simples camaradas. La vinculación del editorialista a una singular troupe de genios dotados de excesos oratorios –junto a Hortelano, Tierno o Juan Benet, entre otros– se revela en el libro de Manuel Vicent, Aguirre el magnífico, la biografía de Jesús Aguirre, cura progre, filósofo de la Escuela de Frankfurt y XVIII Duque de Alba. Aquel consorte, que vivía entre lienzos de Tiziano y Rembrandt, falleció solo (en 2001, umbral del siglo) en el Palacio de Liria, mientras su esposa, Cayetana Fitz-James Stuart, entregaba en Sevilla un premio al gran matador, Curro Romero. 

El Pradera

Dotado del humor cervantino, que compartió con Semprún, Javier Pradera fue un poliedro apasionado, tanto en el compromiso como en la palabra. Nunca cedió ante el rigor criptocomunista que busca la verdad exhumando los textos canónicos de la utopía. Pradera supo anteponer lo bello; su anhelo de libertad dejó atrás a Lenin para beber en las fuentes indivisibles de Karl Popper y de Erich Fromm.