Felipe González ante el espejo: más allá de los monstruos
Sergio del Molino, desde la idealización de un mundo que fue contradictorio e Ignacio Varela, desde la realidad histórica, retratan al político que ha marcado a España
17 diciembre, 2022 20:00Es un rostro impenetrable, el de Felipe González. De esa cara surgen múltiples interpretaciones y todas obedecerán a una realidad, la pluralidad existente en España. Los ángulos que se toman para intentar escudriñar al personaje han sido y son distintos. Y la cuestión es que esa figura sigue siendo omnipresente, por su legado, y por sus pronunciamientos, no menos importantes los que emite justo ahora. Ese rostro se expresa cuando es invitado a todo tipo de acontecimientos, sea en una entrevista televisiva o en el 40 aniversario de la victoria del PSOE en 1982. Pero, ¿cómo contar, precisamente, lo que ha significado, no tanto él mismo como su generación? Aquí también hay diferencias, porque lo que se pretende conseguir obedece a intenciones bien distintas. Es el caso de dos trabajos que se han publicado a lo largo de este otoño: Un tal González (Alfaguara), de Sergio del Molino y Por el cambio, de Ignacio Varela (Deusto). Es interesante la lectura en paralelo de los dos libros. Los hechos, claro, son coindidentes, pero los resultados los comprobará cada lector, a partir de lo que desee encontrar.
Un amigo me refiere una primera constatación, a partir del rigor académico y de la clasificación que esos dos trabajos merecen. En una época en la que prima la autoficción, esos libros que venden y venden, sagas familiares de enorme éxito –los que no gustan para nada a la escritora Carmen Posadas, como manifestó en Letra Global, es necesario diferenciar entre el llamado pacto autobiográfico y el pacto ficcional, tal y como lo estableció Lejeune (1975). El elemento crucial en el caso del pacto autobiográfico es el compromiso de veracidad en lo narrado. En cuanto al llamado pacto ficcional, lo narrado es propuesto para ser considerado o imaginado. La académica María José Alcaraz León señala que lo que caracteriza a la representación ficcional “no es tanto la verdad o falsedad de lo narrado como la intención o el compromiso con el que se presenta”. Y añade: “Aunque lo narrado en una ficción fuera cierto lo que determina su carácter ficcional es que se propone para ser imaginado y no para ser creído”.
Eso es fundamental para abordar la obra de Sergio del Molino, un escritor dotado de un enorme talento para que el texto fluya y fluya ante los ojos del lector, que queda prendado y se emociona junto al autor. Del Molino prepara a ese lector al señalar que el texto que tiene entre sus manos es como una novela histórica, salvo que, en este caso, el protagonista se llama Felipe González, tiene 80 años y sigue siendo un actor del presente. Pero, ¿es como lo recepciona el lector, es la idea que interioriza cuando acaba sus 373 páginas? El regusto que queda es que puede ser un legado literario sobre la figura del expresidente del Gobierno para las próximas generaciones, las que difícilmente podrán apreciar los detalles de un acto concreto de González en la transición, los que tendrán la percepción de que con él España logró ser un país moderno, sin muchas más apreciaciones o complicaciones.
Del Molino quiere presentar al Felipe que es para los más jóvenes una especie de monstruo, porque ha quedado, a juicio del escritor, su parte más oscura, el momento final en el que todo fue corrupción y condenas morales y reales por el caso de los GAL. Pero entregado a su figura, --lo dice, lo subraya, tras asistir a una varias reuniones en las que participa el expresidente—Del Molino presenta un fresco de España desde la transición que es importate y resulta necesario. González hizo lo que tenía que hacer, viene a decir Del Molino, para engarzar España con los países más avanzados de la actual Unión Europea, a pesar de sus “amigos”. Y puso en pie el sistema educativo y la sanidad pública, una red de servicios sociales y reconvirtió una industria obsoleta, en gran medida porque supo distinguir qué era lo importante de lo accesorio o lo ideológico.
El papel en el bolsillo de Guerra
En el libro Del Molino se insite en que Felipe González y Alfonso Guerra fueron amigos, aunque se fueran distanciando por la praxis política. En cambio, Ignacio Varela incide en que esa amistad era muy profesional, con lazos extraños que él mismo no ha sabido desentrañar. Y vale aquí una anédocta que tiene mucha enjundia: Felipe González escribió una breve carta a Alfonso Guerra –era una moda, o una manía, pero los políticos se intercambiaban escritos constantemente aunque se vieran físicamente cada día—tras las elecciones de 1977 que son un verdadero éxito para el PSOE. Le dice que él ya ha cometido su trabajo, el de llevar al PSOE a ser un partido legalizado y competitivo, desde los oscuros días en los que el PSOE dormitaba en Toulouse con Rodolfo Llopis. Que se impuso en el congreso de Suresnes, que ha trabajado mucho y que lo quiere dejar ya. Y esa misma carta estaba en el bolsillo de Guerra el día en el que González deja la secretaría general del partido en el congreso del PSOE de … 1997, tras las elecciones de 1996, en las que consigue la victoria José María Aznar. Varela cita a Felipe: “¡En el 97 llevaba en el bolsillo el papel del 77! Y es que Alfonso siempre pensó que yo hacía esos gestos para ganar poder”.
En ese papel decía Felipe: “La amistad que subyace –a veces imperceptible—en nuestra relación política me obliga a que seas tú el receptor de la decisión. No te engañe la brevedad de la nota. Lo pensé seriamente y he querido dejar constancia escrita y en ti de esa decisión. No sé en qué momento lo comunicaré a los demás responsables del partido. Hasta ahora nadie sabe nada”.
Eso expone esa relación particular con Guerra, que tanto Del Molino como Varela destacan. Pero los trabajos pretenden cosas distintas. Del Molino insiste en que en un determinado momento, o en varios, porque es algo progresivo, desde los inicios en los que Felipe vive con Miguel Boyer un Madrid que desconocía, los caminos se bifurcan y González se concentra en modernizar España, con traiciones, sin amigos. Destaca una y otra vez la puesta en marcha de un sistema educativo que posibilitó un programa generoso de becas que permitió, precisamente, a Del Molino estudiar en la universidad. Pero surge una primera duda, que va más allá del libro: A lo largo de los años ochenta, con todo por hacer, con una presión social clara, ¿otro presidente hubiera podido hacer cosas diamentralmente opuestas?
Del Molino se concentra al final en el monstruo, en lo que ha causado más males de cabeza para el expresidente, constatando, sin embargo, que los que le censuraron habían avalado esas mismas práctivas años antes. Son las acciones de los GAL las que surgían, de forma periódica, como una forma de erosionar al líder socialista. Con un claro protagonista que actúa despechado: el juez Garzón. Del Molino relata, explica, anota –de forma fidedigna—diálogos, como la entrevista de Iñaki Gabilondo a González, en la que éste niega cualquier relación del Ejecutivo. Pero, ¿cuál será la lectura de aquí a unos años de ese libro? Garzón queda retratado. ¿De qué iba el juez estrella que fracasa con la operación Nécora, --un escándalo sobre narcotráfico en Galicia—que acaba sin los grandes capos entre rejas?
Un triángulo que se desmorona
¿Todo el legado de González, toda esa operación de modernización de España, contra viento y marea, contra los propios ‘amigos’ del dirigente socialista –Redondo y Guerra y muchos otros—debe quedar manchado por el caso de los GAL resucitado por el juez que se ve menospreciado al no obtener un ministerio tras haber sido el número dos del PSOE por Madrid, detrás del mismo González? Esa pregunta retórica la deja caer Del Molino, para que las futuras generaciones, cuando les hablen del ‘monstruo’ del poder sepan responder.
Varela busca otra cosa, pero no menos importante. El analista, que estuvo en la máquina de operaciones del PSOE, --en la estrategia y en el trabajo sociológico y demoscópico— contrasta la capacidad de Felipe González para poner en pie el propio instrumento, lo más necesario, para poder alcanzar el poder. Se concentra solo en la etapa que transcurre entre 1972 y 1982. Y es prodigiosa, tanto que el libro de Varela sirve para dilucidar tantas discusiones sobre la transición, que las nuevas generaciones, las que se aferran a los discursos de Podemos, han despreciado.
Y aquí sí surge el estratega, el hombre singular que pudo lograr algo impensable a principios de los setenta. Sin embargo, todo tiene siempre un punto azaroso, extraño, que Varela desea aflorar. Con todo a favor, es Nicolás Redondo, el hombre fuerte de la UGT, el que renuncia a ser secretario general del PSOE y el que impulsa en los años previos al congreso de Suresnes a Felipe González. En ese momento, los militantes sevillanos socialistas, con González y Guerra, piensan en un plan B. Pero no sabremos nunca que hubiera sucedido con el PSOE con Redondo en su cúspide.
Esa relación es básica. Es un triángulo que Varela destaca entre Redondo, González y Guerra que se desintegra con el tiempo. La ruptura con Redondo, bronca, destemplada, llega en 1988, con la huelga general del 14D, que fue muy dura para González y que se pudo, perfectamente, evitar. Con Guerra, a principios de los noventa la relación se hizo insostenible. “Los amigos de Felipe”, como señalaba Guerra a todos los que iba conociendo el dirigente socialista, desde el primer y gran apoyo que le ofreció el empresario Enrique Sarasola, --y siempre con Boyer, que iba y venía—acabaron siendo los importantes, porque Felipe anteponía lo que él entendía que debía hacer, por encima de todos.
La "cosa" del PSOE
Ese elemento es común en los dos trabajos, de Del Molino y Varela. Pero en el caso de Varela le sirve para contrastar con el tiempo presente, e insiste en las discusiones de las ejecutivas del PSOE con Felipe, en los hombres valiosos que se incorporaron al partido desde la Convergencia Socialista que se había hecho fuerte en Madrid, con ilustres nombres como Alfredo Pérez Rubalcaba. Había diálogo y constraste de ideas, señala Varela, no como ahora en esa “cosa” donde “manda uno y 41 más le acompañan”, en referencia al PSOE= “cosa” y a Pedro Sánchez y su ejecutiva.
Varela zanja esos debates estériles que las nuevas generaciones se han empeñado en protagonizar, la nueva izquierda presuntamente ‘nueva y transformadora’ y el independentismo. Hubo ruptura, clara, sin paliativos, con dos protagonistas que se dividieron los papeles: Adolfo Súarez y Felipe González. Éste último dejaba a Suárez que tomara sus tiempos, siempre que se cumpliera el objetivo: legalización de todos los partidos, y elecciones libres sin tutelas, las que llegaron en 1977, con el PSOE como gran partido de la izquierda, líder de la oposición y dispuesto a ocupar el poder.
El rostro, en todo caso, sigue generando interpretaciones. ¿Es una máscara, un profesional del poder, preparado ya desde muy joven a hacer ‘lo que se tenía que hacer?
Los dos libros retratan la España reciente y, aunque con objetivos distintos, y con la idea de que se ha podido idealizar en un caso, y reclamar el contraste con lo que sucede ahora, en el otro libro, lo cierto es que se aconseja la lectura en paralelo. Siempre que hayamos aprendido de Lejeune, y de esa distición entre el pacto autobiográfico y el pacto ficcional.