Lecturas y analogías de la Revolución
El historiador Jeremy D. Popkin analiza los efectos políticos de la revuelta francesa de 1789 como precursora de causas como el feminismo, la igualdad y la democracia
6 marzo, 2022 00:10Acostumbra a olvidarse, pero las nobles ideas de la Ilustración condujeron a la Europa del siglo XVIII a una dictadura cuartelera, del mismo modo que la revolución obrera de los soviets instaló en el Kremlin en 1917 a una élite totalitaria –los comunistas– cuya cultura absolutista, antagónica y al tiempo heredera del zarismo, acaba de resucitar, apenas tres décadas después de la caída del Muro de Berlín, los fantasmas de una guerra atómica sobre los campos yermos y los cielos nublados de Ucrania. La combinación entre las buenas intenciones, la vanidad enfermiza y el anhelo de seguridad es fatídica. Y, a menudo, conduce al desastre.
La Revolución Francesa comenzó santificando la libertad, la igualdad y la fraternidad entre los hombres, creó un nuevo calendario, fundó la idea de ciudadanía y entronizó a la Razón como su única diosa, pero tras decapitar a Luis XVI y derramar la sangre de sus propios líderes –igualados en la guillotina con sus víctimas–, terminó con la (auto)coronación de Napoleón en el altar de Notre Dame, poco antes de volver a instaurar la esclavitud en el imperio. Todos los bucles revolucionarios comienzan y terminan en el mismo sitio: el sometimiento de la voluntad general, ese arcano, al capricho personal. No deja de ser irónico: los libertadores universales, nada más conquistada la cima de la pirámide, suelen convertirse en los carceleros y los asesinos más obstinados que existen.
La libertad guiando al pueblo / DELACROIX
De las grandes revoluciones recordamos siempre los insignes ideales que las impulsaron, pero rara vez se recuerda el fango, las vísceras y el espanto que también supusieron, como si la moneda de la historia no tuviera dos caras divergentes unidas sobre una misma superficie y la épica no fuera una idealización (artificial) de la vulgaridad. En cierto sentido, la política occidental no ha salido aún del marco cultural que instauró la célebre revuelta de la Bastilla. El derrocamiento del Antiguo Régimen, espejismos aparte, no alumbró una sociedad más libre, sino una república frágil y lo suficientemente atemorizada como para abrazar, incluso con entusiasmo, la falsa promesa de seguridad que prometen todos los caudillos.
A pesar de las evidentes variantes de tiempo y espacio, no existen diferencias extraordinarias en relación a nuestros días. Los populismos del presente son réplicas posmodernas de la Revolución Francesa, igual que en su momento lo fueron los movimientos nacionalistas y los marxistas. Todos prometían conducir al hombre a un paraíso terrenal, devolverlo a la Arcadia ancestral, sin advertir a los pasajeros –forzosos– antes de comenzar semejante viaje que el itinerario incluía una larguísima escala (que en muchos sitios fue permanente) en el Infierno. Sin conocer la epopeya y el drama de la primera revuelta moderna de la historia es imposible comprender nuestro tiempo y entender que las culturales son, junto a los intereses económicos y a las frustraciones psicológicas, el inequívoco sustrato de las guerras reales. También de las de nuestro tiempo.
La toma de la Bastilla (1789) / JEAN BAPTISTE LALLEMAND
Lo muestran libros como El nacimiento de un mundo nuevo, un magnífico estudio del historiador norteamericano Jeremy D. Popkin, catedrático de la Universidad de Kentucky, publicado en español por Galaxia Gutenberg con traducción de Ana Bustelo Tortella. Un ensayo que permite descubrir las conexiones –subterráneas pero trascendentes, igual que los temblores que preceden a los terremotos– entre sucesos políticos que parecen alejados y, sin embargo, están estrechamente vinculados. Popkin ha escrito una monumental crónica de la Revolución Francesa –720 páginas, fruto de medio siglo de investigación– que hace honor a la merecida fama de excelencia de la escuela anglosajona de historiadores.
El libro destaca por su ambición descriptiva. Muestra una técnica narrativa (que no es lo mismo que novelesca) solvente y cuenta con el sustento fáctico de una erudición admirable. Todo acompaña. El académico norteamericano pone su talento al servicio de la historia que quiere contar y, siguiendo el molde historiográfico de los clásicos, profundiza en los efectos sociales que tuvo el violento cambio de régimen en la Francia de 1789. Su enfoque amplía el relato existente hacia aspectos considerados secundarios por parte de la historiografía que le antecede. Asuntos que permiten ampliar el paisaje con una vista cenital, más completa y real de cómo esta gran utopía comunal acabó convertida en su némesis.
Ejecución de Luis XVI (1793) / GEORG HEINRICH SIEVEKING
Popkin elige para guiar su narración a personajes reales, concretos –en el capítulo de arranque esboza una suerte de vidas paralelas entre Luis XVI y el sans-culotte Ménétra, un vidriero del Tercer Estado–, y aporta, dentro del friso general, datos sobre el papel de las mujeres, las contradicciones entre los principios y los hechos –visibles en el caso de las colonias de ultramar, donde los principios revolucionarios de igualdad y fraternidad colisionaron pronto con cuestiones como la raza y la esclavitud– y la mentalidad de la plebe, motor y víctima de su liberación. Lejos de caer en las exigencias de las minorías, el autor argumenta con solidez la necesidad de poner luz sobre estas tramas secundarias de la crónica revolucionaria. Sus razones no son buenistas, sino científicas.
Las colonias, por ejemplo, tenían en la Francia crespuscular de la monarquía una importancia económica mayúscula: suponían el 40% de las importaciones comerciales y el 22% de las exportaciones, además de controlar la mitad del suministro mundial de productos como el azúcar o el café. Otros hechos ignorados en favor del relato triunfalista enfrían el habitual entusiasmo revolucionario. Al mismo tiempo que el directorio imponía la igualdad y la fraternidad entre quienes no eran iguales y no se tenían el menor afecto, sus barcos llevaban más esclavos que nunca a sus plazas americanas y asiáticas. Un ejemplo de cómo la realpolitik desmiente la demagogia de los salvadores de los demás. La estampa, seguramente, no les resultará lejana. Sucede todos los días.
La muerte de Marat (1793) / JACQUES LOUIS DAVID
Por supuesto, existen más analogías, algunas asombrosas. La utilización del término nación como sujeto de derecho, un concepto políticamente explosivo, surge en este París del abate Sieyès, un clérigo. También palpitan en nuestros días violentas controversias que se ensayaron por vez primera entre las banderías de los Estados Generales, como el papel de la religión en relación al Estado o la resistencia del poder confesional, administrador del monopolio divino, a perder su protagonismo y los privilegios en favor de la secularización social, uno de los procesos que salvaron a Europa de quedarse estancada en un permanente Medievo.
El mundo revolucionario, lejos de estar plenamente definido, se presenta en este libro como una compleja sucesión de ambigüedades, como ocurre siempre que la historia rodea a quienes la están viviendo desde dentro. “Los participantes en la Revolución Francesa” –escribe Popkin– “igual que la gente de hoy, notaban que estaban viviendo una transformación de los medios de comunicación: la proliferación de periódicos y panfletos, por ejemplo, hizo que pareciera que el tiempo se había acelerado, y las dificultades para distinguir entre la verdad política y los falsos rumores eran una constante”. Nada nuevo bajo el sol.
La solidez del triunfo de los revolucionarios es también una amplificación a posteriori. Mientras se sucedían las proclamas, las sentencias de muerte y se fundaba la solidaridad universal, las incertidumbres eran más intensas que las certidumbres. Todo iba muy rápido. De hecho, desde el final del Terror al dominio napoleónico, heredero de lo que comenzó siendo una revuelta de liberación popular, apenas transcurrieron cinco años. Un suspiro en términos históricos. Igual que la defunción del absolutismo, que terminó con una estirpe regia que se había prolongado siglos en los escasos segundos que tardó en caer la guillotina. Nada estaba entonces claro. Entre otras razones porque la ruptura con el pasado y la voluntad de fundar un nuevo tiempo nunca es un proceso limpio. Y mucho menos, inocente.
Napoleón en Egipto (1867) / JEAN LEON GEROME
La Revolución Francesa de Popkin tiene además la virtud de buscar una cierta ecuanimidad a la hora de valorar los hechos y a los bandos. El historiador norteamericano evita caer en la narración maniquea –buenos y malos; blancos y negros, aristócratas y pueblo– y se esmera en desentrañar la complejidad del fenómeno revolucionario, un torbellino en el que unos y otros creían estar cumpliendo con su deber a pesar de que este objetivo les condujera a segar la vida ajena y despreciar el dolor humano. Su ensayo es meticuloso a la hora de explicar cuál fue la placenta ideológica de la confrontación y cómo los personajes de los dos universos enfrentados sólo podían actuar como actuaron, según la mentalidad de su época.
La política contemporánea adquiere un significado nuevo cuando se la coteja en el espejo de este pretérito revolucionario. No tanto porque la historia rime, como decía Mark Twain, sino porque las pulsiones humanas no son muy distintas a las de entonces. Ni el absolutismo de la monarquía era una dictadura perfecta ni el pueblo, concepto idealizado por las izquierdas que proceden del jacobinismo, fue una suma de santos varones. A juicio de Popkin, es la idea de que la libertad individual es una demanda natural justa –algo ausente en la revuelta rusa de 1917– la que precipitó la revolución popular de 1789, y no al contrario.
Más que un concepto, se trataba de una experiencia: los burgueses, comerciantes, artesanos y campesinos agrupados en gremios, condenados a costear los privilegios de la aristocracia, los clérigos y una corona en bancarrota, ya habían vivido en primera persona el alumbramiento del individualismo moderno que conduce a la autoconciencia política. Los plebeyos de la Francia absolutista y crepuscular descubrieron así que, si actuaban colectivamente, podían ejercer el poder. Igual que ahora, sentían una desconfianza mayúscula por las élites que los gobernaban. Ambos factores facilitaron que el descontento pasara de las calles a los palacios.
Si sustituyéramos a la corte de Versalles por las democracias liberales, en crisis por su incapacidad para atender los problemas del presente, no tendríamos un diagnóstico errado de nuestro tiempo. La gran enseñanza del ensayo de Popkin se presta a una necesaria lectura del presente. Parte de una frase de Saint-Just: “La fuerza de los acontecimientos nos ha llevado, quizás, a hacer cosas que no habíamos previsto”. ¿Una piadosa excusa para justificar los desmanes causados por el Terror? Sin duda. Pero también algo más: la certeza de que los actos, las elecciones políticas, tienen consecuencias. Por lo general, serias e imprevisibles. La política requiere prudencia y controles. Un sistema de contrapesos. Conviene no olvidarlo ahora que los gobernantes no dejan de hablarnos de sus intenciones pero huyen como del diablo de la responsabilidad de sus decisiones.