La tragedia de las identidades. 'Don't I know it' or 'Identity is an illusion...' / BILLIE GRACE WARD

La tragedia de las identidades. 'Don't I know it' or 'Identity is an illusion...' / BILLIE GRACE WARD

Democracias

La tragedia de las identidades

Las disputas que cuestionan el cosmopolitismo cultural, con el 'Movimiento Woke' a la cabeza, impiden la existencia de un verdadero 'nosotros' que haga viable la democracia

21 noviembre, 2021 00:10

Las identidades matan. O lo complican todo mucho más. Amin Maalouf publicó en un ya lejano 1998 Identités meurtrières, un libro con un formato modesto, a modo de ensayo, en el que defendía que se ampliara con una óptica humanista el concepto de identidad. Pero el que sería Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2010 no podía imaginar que esas identidades podían, de forma real, erosionar la democracia hasta un punto en el que no se reconoce un nosotros, un cuerpo común que permita llegar a acuerdos transversales, que sitúe la tolerancia en un primer plano y que supere una división que, aunque resulta estéril y cómica, se ha instalado en los principales países occidentales.

El debate, muy rico e interesante en el ámbito académico, ha derivado en situaciones reales cada vez más peligrosas. Todo parte de una vieja consideración: hay individuos, sí, pero, ¿hasta qué punto toman decisiones en función de su capacidad, de forma libre y sin la influencia de los colectivos? Hay individuos, sí, pero todos nosotros formamos parte de sociedades que nos modelan. El anhelo del cosmopolitismo es noble, pero, ¿quién puede levantar con autoridad esa bandera? ¿Hay cosmopolitas, o todos ellos tienen una raíz nacional, cultural o religiosa muy concreta de la que creen haber escapado?

Amin Maalouf

Desde la publicación del libro de John Rawls, Teoría de la Justicia en 1971, mejorado por él mismo, un esfuerzo plasmado en Liberalismo Político, se ha abierto una conversación pública inacabada entre el liberalismo y el comunitarismo. Seguimos ahí, con algunas voces que buscan un difícil consenso, como ha intentado Michael Walzer o Michael Sandel, desde la réplica a Rawls por parte de Charles Taylor.

El debate político es ya un debate cultural, con una pluralidad de colectivos que se sienten ofendidos y que piden un mayor reconocimiento. Las razones materiales existen, pero los marxistas que quieran dirigirse a la pizarra para proclamar sus verdades ya no lo podrán hacer sin admitir los hechos: la división es cultural. Si nos dividimos en clases sociales, se podrá mejorar social y económicamente a una determinada clase, a individuos con unas características sociales concretas. Pero, ¿cómo se contenta a alguien que pide un reconocimiento que se considera innegociable?

Solo con colectivos afines

La necesidad de abordar con claridad esa dura realidad, que las democracias liberales no saben como solventar, como ocurre en Estados Unidos con el llamado Movimiento Woke, es el tema principal del trabajo de Fernando Vallespín, La sociedad de la intolerancia (Galaxia Gutenberg). Vallespín coge la mano de Albert Hirschman para evidenciar esa imposibilidad de contentar a los ofendidos. Hirschamn diferencia entre los conflictos indivisibles y divisibles. Los segundos hacen referencia a la distribución de algún bien, como se apuntaba antes en relación a la lucha de clases. Pero los indivisibles “por el contrario, como es el caso de los identitarios, no afectan a recursos concretos, sino a la identidad o el ser de alguien, inciden sobre una cosa u otra, o esto o lo otro, --o se es catalán o se es español-- combinarlo se ve como problemático”, apunta Vallespín.

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La identidad es más concreta y compleja a la vez. Se es hombre, de raza blanca, heterosexual, católico, urbano o rural, amante de la caza, carnívoro o vegano, de procedencia italiana, o sueca, de un estado que fue esclavista o antiesclavista. Combinen ahora todas esas características y hagamos lo propio con las mujeres, o con los individuos que no se catalogan bajo esas diferencias de género. A todo ello podemos añadir las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías: se puede vivir como un determinado colectivo, viendo determinadas series, escuchando una música concreta, con relaciones solo con colectivos afines. ¿Puede la democracia sobrevivir a esa diferenciación? ¿Qué podemos tener en común?

Vallespín reflexiona sobre el horizonte final de esas reivindicaciones de reconocimiento. En España la más evidente es la que han planteado algunas minorías nacionales, que se consideran naciones, sin considerar que pudiera haber otra nación que las pudiera agrupar o acomodar, como es la española. Pero plantea otras experiencias: “El reconocimiento de derechos de autogobierno de minorías nacionales, por ejemplo, se aprovecha después para poner en marcha otras reivindicaciones, como la propia independencia --y de esto ya sabemos algo en España--; o la concesión de un estatus especial a la mujer, a través de cuotas, mejorando sus condiciones de maternidad o cualesquiera otras, salta luego a nuevas exigencias como la necesidad de enmendar el lenguaje presuntamente sexista. No es que esto deba de producirse así necesariamente, pero la experiencia es que en estas disputas nunca se consigue alcanzar el equilibrio”.

El régimen iliberal, más cercano

Y, claro, en otro lado, aparecen otras reclamaciones, los que apelan a su propia autenticidad, los que creen en una “determinada concepción de la familia, la religión o la patria”, señala el autor de La sociedad de la intolerancia, que añade que “nadie puede ser obligado a transmutarse en progresista, menos aún, cuando se reivindica la necesidad de proteger el modo de vida de grupos minoritarios --de inmigrantes islámicos, por ejemplo-- a los que se blinda frente a contaminaciones valorativas de la sociedad mayoritaria”.

Identidad / PIXBAY

En Estados Unidos el debate está presente en todos los ámbitos. En la publicación Commentary.org, Bari Weiss ha constatado que hay que tener el coraje para “decir no a la revolución Woke, que se ha instalado en los ámbitos académicos. Se trata de un movimiento que, partiendo de supuestos postulados progresistas, deja sin libertad a todo aquel que ponga en cuestión las posiciones de las minorías. Una palabra inoportuna, un gesto, una mirada, puede ser tachada de racista, propia de un supremacista blanco, lo que provoca una reacción contraria por parte de esos supuestos supremacistas. Todos son ofensas, todos se sienten ofendidos.

La sociedad de la intolerancia

La política se moraliza, y eso complica la gestión de una diversidad que el liberalismo creía que podía conseguir. Eso es lo que ahora está en crisis, y con el liberalismo el propio modelo democrático que ha imperado en los países occidentales. Sin un cuerpo común, sin valores que se compartan y que pudieran estar por encima de la identidad de cada uno, --el liberalismo llegó a considerar que podían ser universales-- los llamados regímenes iliberales están a la vuelta de la esquina.

Vallespín considera que se ha producido un “agotamiento o cansancio civilizatorio”. La fuerza del liberalismo se ha debilitado, en alguna medida producto de su soberbia. Pese a sus errores, el liberalismo pretendió que los individuos no se vieran condicionados por sus grupos de origen, por sus anclajes culturales. No para que desaparecieran, sino para que no condicionaran por completo nuestras vidas. Encontrar un nuevo equilibro es la tarea urgente que determinados autores piden a gritos, para que exista realmente “un nosotros”, no una multitud de ‘yos’ que se sientan ante el televisor para ver su serie favorita en Netflix.