Visiones de una España ignorada
Las voces literarias de las nuevas generaciones proyectan otra mirada sobre la realidad española donde emergen lo político, la precariedad y los conflictos sociales
30 octubre, 2021 00:10“En este poema no hay sitio para la mugre. / Ni el sudor, ni los malos olores, ni la basura tienen su sitio en este poema. / En este poema no se permite la entrada a vagabundos, / heridos, sedados, dopados, indignados/ cobradores del frac o parados”. Son versos de Pulcritud, un poema de Antonio Orihuela publicado en 2014. Nacido en 1965, el poeta describe la literatura de sus compañeros de generación, esa literatura en la que “no entran / ciudadanos protestado por los desahucios / ni obreros en huelga, ni esquiroles, / ni verdugos, ni terroristas/, ni niños esclavos en los textiles de Bangladesh”. Esto es: la literatura predominante de la España democrática que desertó de cualquier interés social y político.
Probablemente esta deserción venía de antes, como escribió en 1992 Manuel Vázquez Montalbán en su ensayo La literatura y la construcción de la sociedad democrática. Para el escritor barcelonés, lo verdaderamente determinante a la hora de comprender la cultura y sus temas fue el boom de los años sesenta, donde se consolidaron inercias y actitudes que continuaron y se agravaron, como apunta Ignacio Echevarría, con la Transición: “A raíz primero de los pactos por la democracia y luego de la llegada al poder del Partido Socialista, hubo oportunidad de ver cómo los ideales de cambio, de liberalización, de cosmopolitismo asumidos por el Estado en el plano de la acción política fueron también asumidos por buena parte de los creadores e intelectuales”, señala el crítico en CT o la Cultura de la Transición, un ensayo colectivo coordinado por Guillem Martínez.
Se dejó de hablar de dinero porque no interesaba decir quiénes éramos, porque era más fácil hablar del ideal de un país que nunca fue que del país que realmente era. En definitiva, porque era más cómodo y beneficioso asumir la prosa del Estado que refutarla. Tal y como señala Martínez, la relación cultura-Estado se basaba en una no intromisión: la cultura no se metía “en política –salvo para darle la razón– “y el Estado no se metía “en cultura –salvo para subvencionarla, premiarla o rendirle honores”–. Esta relación basada en un pacto de no agresión desactivó la cultura, la alejó de lo político y de lo social. Sin embargo, esta situación comienza a cambiar: las huelgas, los desahucios o la precariedad regresaron a la literatura y palabras como mercado, compraventa, beneficio, hipoteca, capitalismo que habían sido desterradas, regresaron a la página escrita. ¿Cuál ha sido el detonante?
En su último ensayo, Después del acontecimiento (Bellaterra) el profesor David Becerra Mayor señala que puede hablarse del 15M como de un momento de inflexión, en cuanto el “consenso neo-liberal” que había definido las novelas “de la no-ideología” del régimen del 78 se rompió radicalmente con la crisis de 2008 y con el movimiento del 15M; junto a él también se rompió la idea de representatividad. La supuesta generación mejor preparada iba a vivir peor que sus padres; la precariedad se ha convertido en la norma y el exilio económico en casi la única posibilidad para abrirse un camino y obtener un salario digno. La desigualdad económica no hacía más que crecer y a la precariedad de los más jóvenes se unía la de unos mayores con pensiones con las que tenían que mantener a sus hijos y a nietos condenados al paro. España no era el país que nos dijeron que era. El sistema que debía ser sinónimo de prosperidad se reveló caníbal y la democracia mostró sus sombras. Dado este contexto social el retorno a lo político por parte de la literatura era casi inevitable.
La literatura como disidencia. Los precedentes
“Empezamos a escribir porque no podía ser que una tarde fuese solamente una tarde, azul o lluviosa, porque nos creíamos capaces de encontrar la clave para hacer aparecer los recuerdos, los muertos, lo vivo, lo posible”. Es un fragmento de ¿Para olvidar qué olvido?, el artículo con el que Belén Gopegui participa en CT o la Cultura de la Transición. Gopegui, como Orihuela, Rafael Chirbes o Marta Sanz, es la excepción que confirma la regla: una escritora que, a pesar de la tendencia dominante, concibió desde el inicio la literatura en términos políticos, considerándola como un espacio en el que trasladar los conflictos sociales y abordarlos en términos políticos. El conflicto no se circunscribía al individuo como ser autónomo, sino que tenía que ver con el nosotros, con el sistema y el país en el que este nosotros se inscribía.
El carácter disidente de la narrativa de Gopegui, así como de los otros escritores, obliga a replantearse la etiqueta de novela de la crisis. Se trata de una designación que tiene que ver más con lo comercial que con lo literario y que, además, como sucede con la de novela del 15M, resulta problemática en cuanto circunscribe este tipo de narrativa a unos hechos en concreto, borrando los precedentes y estableciendo un férreo nexo entre tales hechos y la producción literaria que vino después. Es cierto que la crisis de 2008 fue determinante: no solo apareció la precariedad en la narrativa, sino que esta narrativa se produce desde la precariedad dado que para los escritores nacidos en la segunda mitad de los setenta en adelante vivir de la literatura no es una posibilidad.
Las obras de autores como Gopegui, Chirbes o Sanz subrayan los conflictos de la España democrática, que desde el principio dejó a muchos atrás, concentró la riqueza y condenó a la pobreza, a la inestabilidad y a los abusos laborales a muchos sectores sociales. El problema –señala Chirbes en En la orilla, una novela descarnada sobre la crisis y sus consecuencias– no es individual, sino colectivo. La muerte de Esteban, su personaje, tiene como responsable a un país en cuya orilla se acumulan los deshechos, todos aquellos que son expulsados por el sistema.
La historia de En la orilla no propone alternativa alguna. La de Chirbes es una mirada desesperanzada. No hay nostalgia: sería naif pensar que hubo un pasado mejor, aunque tampoco se puede hablar de ilusión por un futuro distinto. Quizás ilusión no sea la palabra, pero sí se puede decir que, como relata en Gopegui en Existiríamos, el mar, permanece la convicción de que es posible vivir de otra manera. En la obra de esta escritora madrileña, la disidencia se articula a través de la construcción de otros modos de convivencia y en la definición de un país distinto. No hay que conformarse, nos recuerda Gopegui a través de los personajes de sus novelas, pues, como dice Mateo en Quédate este día y esta noche conmigo, “la resignación empeora, como mínimo, los actos políticos”. Sus palabras podrían suscribirlas las protagonistas de El comité de la noche, donde se describe un país en el que una ciudadanía contestaria se hace presente en la escena pública, tal y como vemos en otra obra, Acceso no autorizado.
“Imagino la novela como un balance y una apuesta por lo que podríamos hacer”. reflexionaba Gopegui, cuyas palabras resumen el carácter no solo disidente, sino también propositivo de su narrativa. ¿Hasta qué punto la narrativa actual sigue confiando en la posibilidad de una alternativa política? “Estas páginas aspiran a operar como herramientas afiladas. Un trépano o un berbiquí”, avisa Marta Sanz al inicio de Clavícula, resumiendo así su nación de literatura. ¿Es posible otra forma de organización social? ¿Cabe imaginar otro país?
Quedarse, exiliarse o regresar: del fracaso a la nostalgia
La escritora y poeta María Sánchez ha escrito: “En este ajuar no hay anhelo de un ayer mejor, ni envidia por la vida de una abuela que fue dos días a la escuela de analfabetos, ni recelo de la de mi madre, que con doce años tuvo que dejar el colegio para coger aceitunas. En este ajuar hay polillas, pero no tocan la memoria ni olvidan las renuncias, el machismo, la desigualdad, el pasado”. Sánchez alerta de la idealización del pasado y hace de su escritura –pensemos en Tierra de mujeres– un altavoz para para narrar la realidad de las mujeres del campo, lejos de los tópicos que se reiteran en la narrativa urbana. Relata, por ejemplo, cómo celebran las campesinas el día de la mujer o describe iniciativas asociativas de ganaderas o agricultoras. Al relato de su presente une una narración memorialística sobre las mujeres de su familia en la que recupera palabras, tradiciones, creencias y saberes vinculados a la tierra.
“Me da envidia la vida que mis padres tenían a mi edad”, escribe Ana Iris Simón. La primera línea de su libro Feria resume la nostalgia que caracteriza su narración, donde se critica un país que ha condenado a las nuevas generaciones a la precariedad, les impide formar familia, comprar una casa y tener expectativas, lo que las lleva a mirar al pasado –sus padres tenían hijos y casa con menos de treinta años– en busca de respuestas. Su regreso al pueblo es la forma de recuperación de estos ideales, aunque no contemple la transformación del medio rural ni las sombras de ese pretérito. Esto es lo que encontramos en Canto yo y la montaña baila, una novela ambientada en los Pirineos, entre Camprodon y Prats de Molló, donde Irene Solà evoca, entre leyendas y relatos, el recuerdo de episodios de violencia, guerras fratricidas, persecuciones y huidas. El regreso a lo rural tiene aquí que ver una vez más con una recuperación de una memoria en la que no caben los olvidos interesados.
En Llévame a casa, Jesús Carrasco cuenta el regreso a casa de un hombre que, tras haberse marchado a Inglaterra siendo joven, debe volver al pueblo para cuidar de su madre, enferma de Alzhéimer. En esta novela, por un lado, se hace una reflexión sobre aquello que queremos dejar atrás y sobre lo que queremos recordar; por el otro, se aborda la idealización del extranjero frente a la realidad del pueblo y a la decepción sufrida por muchos que, igual que su protagonista, creyeron encontrar fuera de España un futuro más próspero, pero terminaron encontrando la misma precariedad que les aguardaba en su país.
El regreso a casa del protagonista de Carrasco tiene algo de derrota, como lo tiene el viaje al extranjero de María, protagonista de Cabezas cortadas de Pablo Gutiérrez. El exilio de María es el de muchos, el mismo que vive el protagonista de El año en que me enamoré de todas, novela en la que Use Lahoz refleja la experiencia de “una generación preparada que no encuentra su sitio y que trabaja por sueldos muy bajos”. Ese el universo en que vivió la escritora Raquel Taranilla, que tuvo que abandonar España para conseguir una plaza universitaria. Y de esta misma experiencia nace Noche y Océano, la novela con la que ganó el Premio Biblioteca Breve, donde relata la situación de jóvenes profesores en las universidades españolas, en las que imparten docencia por sueldos irrisorios.
Todos estos personajes, a excepción del de Carrasco, representan a esa generación que, como describe la poeta Rocío Acebal Doval en su poema Nota biográfica nacieron “en tiempo de internet y construcciones. / En la televisión contaban el milagro; / un nuevo mundo unido por la red / una Europa inclusiva y una paz / –neoliberal– perpetua”, pero que tenía los días contados. Todos ellos estaban abocados / a ver desde la cuna el hundimiento”, convirtiéndose en náufragos del progreso. Asistimos en estos libros al fracaso de los hijos de la clase media, una experiencia que también narran autores como Leonardo Cano en La edad media, Javier López Menacho en su crónica en primera persona Yo, precario, Elena Medel en Las maravillas, Isaac Rosa en La habitación oscura, Llucia Ramis en Las posesiones o Elvira Navarro con La trabajadora, novela que marcó un hito dentro de este regreso a lo político de la nueva narrativa española.
El nosotros como alternativa
Pablo Gutiérrez cuenta cómo, desde su exilio, María vive un proceso de desclasamiento y se refugia en un “barrio oscuro”. No parece haber salida para ella, como tampoco parece haberla para Elisa, la protagonista de La trabajadora de Elvira Navarro. Elisa es incapaz de seguir el ritmo de producción a la que obliga la empresa que la subcontrata; se agobia por no cumplir las expectativas, se siente fracasada por vivir en una precariedad que parece no tener fin. Se aísla, igual que María, debido a la desaparición del nosotros. No se sienten parte de ningún colectivo.
No es necesario marcharse para sentir el desarraigo. Este es un sentimiento que también comparten los que se quedan, los que permanecen en un país que no sienten como propio. “El capitalismo ha destruido el nosotros”, dice Becerra Mayor. Y con él ha desparecido el significado de la pertenencia, pero también la posibilidad del cambio. ¿Cómo construir una realidad alternativa sin un nosotros? Esta es la conclusión a la que llegan autores que siguen la estela de Gopegui. María Sánchez se refugia en las iniciativas colectivistas del mundo rural. Cristina Morales, desde planteamientos estéticos y políticos distintos, defiende la acción colectiva como una manera de plantear una verdadera transformación. Lo vemos en sus libros Terroristas modernos y en Lectura Fácil, donde denuncia los mecanismos biopolíticos de control.
Esta reivindicación de lo colectivo aparece también en FactBook. El libro de los hechos, narración postapocalíptica en la Diego Sánchez Aguilar describe las consecuencias de la muerte de toda forma de disidencia y protesta. También está en Insurrección. José Ovejero, su autor, presenta sin idealización a un grupo de jóvenes reunidos en un centro social okupado de Madrid.
Cuando no existe el nosotros
Esta misma pregunta es la que también se plantea aquellos que vienem de fuera y, a pesar de los años transcurridos, sigue siendo considerado un extranjero. Individuos que ya no pertenecen a su país de origen ni al de acogida, en este caso España. Un conflicto que aparece en la obra de la escritora de origen ucraniano Margaryta Yakovenko. En Desencajada, título que evoca los conflictos que implica pertenecer a dos culturas, dos historias y dos países. A diferencia de lo que ocurre en la literatura francesa o anglosajona, en las letras españolas contemporáneas encontramos escasos ejemplos de narrativa inmigrante. Junto a Yakovenko, podemos citar a Munir Hachemi y a la escritora catalana Najat El Hachmi, de origen marroquí, ganadora del Premio Nadal con El lunes nos querrán.
A través de dos adolescentes, una catalana y otra marroquí, la escritora reflexiona de qué manera hacerse adulto significa abrirse a un mundo en el que no es fácil encajar. Por un lado, es necesario romper con los determinantes familiares; por el otro, es importante no caer en los estereotipos que la sociedad proyecta sobre cada uno de nosotros. El Hachmi cuenta en su libro que la experiencia de la joven marroquí no es muy distinta al de su compañera; los determinantes religiosos y culturales son otros, pero ambas deben hacer frente a una sociedad que las encasilla –por ser mujer, por ser inmigrante– y que dificulta el anhelo pertenencia, en especial en el caso de las mujeres que viven la fractura entre su cultura de origen y la nueva, entre un país del que tuvieron que salir y España, que, en cierto sentido, también las expulsa, al condenarlas a ser parte de esa anomalía llamada la otredad. Un nosotros tachado, incluso como hipótesis futura.