Viaje por la España de la violencia política
Eduardo González Calleja recorre en su último ensayo, publicado por Akal, los episodios de violencia política que han marcado la historia reciente de España
20 junio, 2021 00:10Setenta y tres, si no he hecho mal las cuentas, son los episodios de violencia militar que Eduardo González Calleja recoge para la España que va de 1814 a 1898. Los especifica en la cronología final que, a modo de anexo, cierra el volumen Política y violencia en la España contemporánea I. No es un número escaso. Además, algunos de esos episodios tienen poco de momentos dado que no se trata de acontecimientos puntuales, sino que se prolongan durante años. El autor renuncia a incluir en esa línea de tiempo las múltiples modalidades de violencia registradas en el tramo final del Antiguo Régimen y durante la Guerra de Independencia. Estas últimas han sido analizadas en el cuerpo del libro, pero resultan, por su abundancia, imposibles de listar.
En un segundo anexo el autor sistematiza la información sobre los estados de excepción (de guerra, de sitio, de alarma, leyes marciales…) así como las suspensiones de garantías constitucionales que se adoptaron entre 1821 y nuestros días. Estaríamos, se supone, ante coyunturas supuestamente excepcionales. Lo cierto es que, por su sistematicidad, ya sea en el ámbito local, el provincial o el nacional, tanto uso y abuso de las suspensiones de garantías dan cuenta de la normalidad con la que en la España liberal la gestión de la seguridad y del orden público escapaba del estrecho marco de derechos y libertades que quedaban establecidos en los sucesivos textos constitucionales de matriz más o menos liberal.
Lo que resulta ya imposible de enumerar, y por lo tanto el lector deberá sumergirse para informarse de ellas en más de ochocientas densas páginas del volumen, son las recurrentes explosiones de violencia con las que, desde abajo y desde la periferia, tanto como desde dentro del Estado y por arriba, acaecen a lo largo de toda la centuria en relación con contenciosos de orden político, ideológico, económico, social y moral.
El libro aborda la historia de España en el siglo XIX. Tiene vocación de obra analítica sustentada sobre un acopio sistemático de las aportaciones científicas, las más recientes y las más alejadas en el tiempo. En otras palabras, es una obra que relee a los clásicos de este oficio y atiende a la renovación de la historia política en las últimas décadas. En los últimos tiempos, a cuenta de las bullangas y de las guerras civiles entre liberales y carlistas, de los episodios de bandidismo y de las represiones contra los movimientos sociales en el campo o en la ciudad, se ha producido tanto, pero de manera tan dispersa, que la noción última del peso de lo violento en nuestro pasado común quizás no quede del todo claro. No ya para la comunidad de académicos, sino para los compatriotas que se reclaman de este país, en estos tiempos más pacíficos de lo que han venido siendo en el ayer reciente.
El ensayo aporta orden, rigor, método y, junto a ello, claridad narrativa y voluntad de incidir en la esfera pública. González Calleja, historiador maduro y autor de estudios de referencia tanto para la comprensión de la España contemporánea como para el entendimiento de cuestiones teóricas de singular relevancia en las ciencias sociales –las modalidades de acción colectiva, el poder, la violencia, la memoria y la historia–, ha recuperado lo que, como advierte él mismo, fue un proyecto en origen compartido con uno de esos historiadores, ya fallecido, que contribuyó en su momento de manera poderosa a la renovación de los estudios acerca del pasado en nuestro país: Julio Aróstegui. Y lo ha recuperado porque ha querido poner orden en nuestros saberes sobre la cuestión y, al mismo tiempo, aspira a que el lector tenga noticia sistemática del origen y las responsabilidades de tan curiosa querencia.
La violencia, tanto o más que la interpelación encaminada a la negociación se constituye en un rasgo de larga duración, en un elemento de continuidad en la vida política del XIX español. No hay geografías que escapen a la violencia –ya se podrán imaginar que Cataluña es un territorio aventajado en tanto que escenario de esta y que sus habitantes no se quedan cortos en el uso de las más rebuscadas y crueles variantes del frenesí agresivo. Los ciclos, empezando por los que enlazan con las tradicionales crisis de subsistencias y llegan hasta la propaganda por la acción de los anarquistas de finales de siglo, no saben de límites comarcales, provinciales o de los rasgos particulares de los antiguos reinos que han sucumbido al esfuerzo articulador del Estado-nación.
Con todo, y no es una paradoja menor, se registra, desde los primeros momentos, una extraordinaria conexión de lo violento con lo local: desde los altercados populares, contra el hambre, la fiscalidad o la conscripción, a las milicias de voluntarios que cuajan en el municipio a cuenta de su defensa surgen de la interferencia del Estado en la vida de la patria chica. Unos y otras, desde el territorio más inmediato, obran en rigor como vectores de democratización.
He ahí otra singularidad. El vecindario toma en sus manos el destino propio y el conflicto con los poderes del Estado y las lógicas de las élites políticas no tardan en manifestarse con una cierta querencia cíclica. Por no hablar de aquellas otras dinámicas en las que la violencia aparece como fruto de las necesidades operativas de toda suerte de conspiraciones e intrigas, de conjuras de palacio y de complots de cuartel o de ateneo. Resistirse al poder, tanto como llegar a él, ejercerlo, mantenerse en él, requiere, en no pocos momentos, del uso de la fuerza.
La centralidad de la violencia, y las expresiones más bárbaras de la misma, desde los linchamientos populares a las torturas policiales, desde las represalias generalizadas sobre familiares, deudos y amistades hasta las ejecuciones públicas, cuentan con no poco de asentimiento social y, lo que resulta más lacerante para el lector de hoy en día, con expresiones de júbilo y arrebato entusiasta que tienen lugar cuando acaece el desbordamiento de las élites locales o la práctica de la iconoclastia.
González Calleja abre la ruta un Dos de Mayo –en rigor, lo hace antes– en que el pueblo se alza contra el ocupante, en nombre de la religión y del rey, por la patria, y la cierra con los Primeros de Mayo en los que los actores se reclaman de la clase obrera tanto como del pueblo. El trayecto, pues, es largo y lleno de vericuetos. El autor pone cada cosa en su sitio, lo relaciona con la evolución de los contextos políticos, lo imbrica con páginas dedicadas a la reflexión teórico-metodológica que facilitan otras ciencias sociales y humanas, y, lo que dado la tendencia a la auto conmiseración no es un esfuerzo menor, deja claro al lector que lo narrado es singular, pero para nada privativo de la historia de España. El pasado de las sociedades occidentales, las de nuestro entorno, también fue ese.
El volumen, en definitiva, trata de la compleja trama de engarces de todo tipo que se registran entre política y violencia a lo largo del siglo XIX, desde la Guerra de la Independencia a la entrada en el nuevo siglo tras la coronación de Alfonso XIII como monarca. El primer volumen que aparece el título compromete a editor y autor a la pronta aparición de un segundo tomo que complete para el siglo XX esta obra magna acerca de la violencia política. Una obra en la que, advirtámoslo tras tan duro diagnóstico, la aproximación era dolorosa pero necesaria. Mírese por donde se mire, y aunque quizás el énfasis en la problemática de la violencia política amenace con ocultar otro tipo de lógicas interpretativas del pasado español –las oleadas democratizadoras, las resistencias a las mismas, la singularidad del conflicto social en el campo y en las urbes industrializadas, la trascendencia de los choques entre cosmogonías contrapuestas e incompatibles–, no hay una historia posible de la España de los dos últimos siglos sin atender a la centralidad explicativa de la violencia política.