Existe una tendencia social, digamos que piadosa, que presume de no desearle el mal a nadie, aunque a diario tan constructivo sentimiento sea objeto de una impugnación íntima constante. Los santos, ya se sabe, no existen. Según esta tesis, cuando una desgracia acontece, quien la sufre siempre es una víctima (inocente) y merece ser objeto de una solidaridad infinita. Igual que las medallas y los galardones, que se otorgan sobre todo a los amigos del jurado --como decía burlescamente don Nicanor (Parra)--, e incluso ad maiorem gloriam del sanedrín correspondiente, tal creencia tiene más que ver con la necesidad de quedar bien que con las circunstancias objetivas de esa virtud --tan cristiana-- que se llama compasión.
En el caso del indulto a los presos del procés, que probablemente son los reclusos de España con más licencias y capacidad de movilidad del mundo, se cumple fielmente esta puesta en escena: quienes los exigen en favor de una supuesta concordia --Pedro I, el Insomne y la correspondiente cofradía de heraldos-- pretenden hacernos creer hasta en dos santidades consecutivas: la de los reos y la suya propia. Su planteamiento no es que sea binario, es que resulta infantil: si no estás de acuerdo en anular la pena impuesta por el Supremo, como mínimo, eres una mala persona o alguien con un perverso afán de venganza.
Después están los enterados: dícese de aquellos que, en un supuesto alarde de inteligencia, te revelan --léase esto con tono confidencial-- que el perdón del Consejo de Ministros a quienes violaron la Constitución --con plena conciencia y un sinfín de advertencias previas-- o huyeron al extranjero, demostrando tener la misma valentía que el Cid Campeador, contribuirá al reencuentro y a relajar la tensión política en Cataluña, además de atraer a ERC a la senda del diálogo. Ante ambos argumentos dan ganas de bostezar. Non è vero, non è ben trovato.
Los indultos a los condenados --no por independentistas, sino por violar la Carta Magna que garantiza los derechos de todos-- ni son un tema menor, ni un suceso pasajero, ni tampoco serán pasto del olvido. Por supuesto, nada tienen que ver con la concordia y la reconciliación. En primer lugar --lo marca la ley-- no deben ser arbitrarios. Esto es: ajenos a la razón, la lógica y la leyes. En este caso, no se cumple tal supuesto: sus beneficiarios no han hecho acto de contrición, ni han dado muestras de arrepentimiento. Mucho menos han intentado reparar el daño causado a Cataluña. Todos consideran que obraron acertadamente, se creen merecedores de una amnistía y nos recuerdan, cada vez que tienen ocasión, que volverán a saltarse los derechos ajenos para imponer a todos el estatuto ficticio de una república que no existe.
Están en su perfecto derecho de reiterarse en sus actos. Precisamente por eso deberían continuar en la cárcel. Una medida política de esta trascendencia --el indulto es una decisión más propia de las monarquías del Antiguo Régimen que de un Estado democrático-- debería obtener, a cambio, alguna contraprestación por parte de los beneficiados, acaso el compromiso formal de regresar a la senda constitucional. Tampoco: su Govern ha declarado, nada más existir, que su objetivo es que la independencia sea “irreversible”.
Las razones para decir no --que es lo que Sánchez decía cuando su partido le exigía que apoyara a Rajoy-- son infinitas, pero basta una: si los condenados incumplieron la ley --esto es cosa demostrada-- y es la ley quien los ha conducido a prisión no cabe pensar que dejando de aplicarla --que es lo que sucederá cuando Moncloa se inmole ante todos-- se les ocurrirá respetarla de ahora en adelante. En su opinión sólo existe la legalidad catalana, que es la que ellos mismos dictan en su favor (y en contra de la mitad de los catalanes).
Los últimos 40 años de democracia enseñan --a todo aquel que no esté ciego, juegue con las cartas marcadas o se preocupe quedar bien antes que pensar por sí mismo-- que cada acto político de generosidad en favor del nacionalismo, lejos de atenuar su delirio, lo incrementa, de la misma manera que un adolescente cree haber conquistado el Parnaso por haber escrito un verso --defectuoso-- en la soledad de su cuarto. Los indepes no van a salir voluntariamente de su bucle. Tendrían que contarles a sus devotos la verdad y, acto seguido, exiliarse, pero no porque les persiga el “Estado opresor”, sino porque decepcionar a los fanáticos (sobre todo a los propios) es un ejercicio de alto riesgo.
El gran problema lo tiene encima de la mesa el PSOE, que se juega su supervivencia como proyecto político. No se trata de una cuestión partidaria, sino cultural: nadie puede entender que conceda un trato diferencial --burlando de paso a la Justicia, que es y debe ser igual para todos-- a quienes, con todos los resortes del poder en la mano, malversaron el dinero público y conculcaron los derechos que garantiza la Constitución. En Andalucía, donde es probable que se adelanten las elecciones, el PP ha empezado a presentar mociones en los ayuntamientos para forzar a los alcaldes socialistas a pronunciarse sobre el perdón (con botafumeiro) que prepara la Moncloa. La Junta, gobernada por PP y Cs, se ha mostrado en contra de la medida. Y los candidatos a las primarias socialistas, Juan Espadas, Susana Díaz y Luis Ángel Hierro, huyen de la cuestión como almas que lleva el diablo. Entre sus huestes existe una clara mayoría que no ve con buenos ojos la decisión de Moncloa.
¿Entonces es que nadie cree ya en la concordia? ¿No piensan que los indultos facilitarán una solución dialogada? Ni una cosa, ni la otra. Todos saben perfectamente, empezando por los patriarcas de Suresnes, que la concesión de los indultos puede ser la tumba del PSOE. El fin de su historia. G.K. Chesterton, el gran escritor inglés, católico convencido y hombre piadoso, escribía en Enormes minucias (Renacimiento): “Nuestra civilización ha decidido, y ha decidido muy justamente, que determinar la culpabilidad o la inocencia de los hombres es cosa demasiado importante para confiarla a peritos y a especialistas. Pide luz sobre este terrible asunto, busca hombres que no sepan de Derecho más que yo, pero que puedan sentir las cosas que yo he sentido en los bancos de los jurados. Cuando desea catalogar una biblioteca o descubrir el sistema solar utiliza a especialistas. Pero cuando desea que se haga algo serio reúne doce hombres reclutados entre los más sencillos y corrientes. Esto mismo lo hizo, si no recuerdo mal, el fundador del cristianismo”. ¿Otorgaría el indulto a los independentistas un jurado popular? Contéstense ustedes mismos.