El mundo sigue vuelto del revés. Los británicos se han despedido de Europa con un Brexit súbito pero nos han legado Gibraltar –por supuesto, sin renunciar a su soberanía y endosándole a España la negociación sobre los privilegios fiscales de la Roca– y una nueva cepa del coronavirus más mortal y contagiosa. Como nadie tomó a tiempo medidas de control en los aeropuertos –este Gobierno fleta aviones para trasladar en secreto a los inmigrantes de Canarias, igual que hacía Rajoy–, bastó el arribo de un par de pasajes desde Inglaterra para que la nueva versión vírica de la pandemia, que según Fernando Simón iba a ser “marginal”, sumada a la devoción familiar, secular costumbre de nuestras Navidades, haya disparado el número total de contagios, muertes y desesperación hospitalaria en todas las Españas, tanto en las vacías como en las diferenciales.
En Cataluña, mientras tanto, los que decían sentir devoción por las urnas de plástico ya no quieren que se vote (el 14-F) y formulan la enésima teoría sobre la conspiración del Estado en contra el independentismo, que estrena nuevo lema: No votarem. Los analistas se dejan los sesos –la materia cerebral, a estas alturas, es escasa– tratando de desentrañar la certeza del Efecto Illa, cuyo apellido significa una cosa en catalán y otra, muy distinta, en el sermo hispalensis.
Que España no va bien lo evidencia que muchos crean que el ministro de Sanidad es un líder con carisma, alguien que se niega –sin argumento científico; más bien, en contra de todas las recomendaciones médicas– a autorizar un confinamiento inevitable para que las muertes provocadas, primero por el virus, y después por la irresponsabilidad de la Moncloa y las autonomías, no terminen inundando las morgues y destrozando un sistema sanitario que ha soportado en un año más pruebas de estrés que la banca durante la última crisis financiera. Aquella etapa de nuestra historia reciente nos va parecer poca cosa a tenor de las sombras que se ciernen sobre nuestras cabezas.
España, que a pesar de las apariencias nunca ha sido un país rico, y no digamos ya culto, se aproxima a toda velocidad hacia una situación de precariado estructural y duradero, provocado no tanto por la debilidad de nuestro tejido económico y la pandemia como por la demostradadísima inmoralidad que nuestros dirigentes. ¿Puede calificarse acaso de otra forma a la larga lista de políticos, concejales, militares y próceres que han decidido administrarse a sí mismos la vacuna mientras niegan la profilaxis a parte de los profesionales sanitarios y a la población de riesgo? Que esto suceda es mucho más alarmante que los intentos –sin duda, denodados– del Gobierno por controlar a los jueces e imponer un relato único de la realidad.
¿Qué pensarán de nosotros en Europa? Pues lo evidente: que para salvar el euro tienen que prestarle dinero a un país que no es solvente, rara vez dice la verdad sobre sus cuentas públicas, se resiste a dejar de practicar determinados vicios feudales, continúa encadenado a identidades ficcionales y cuyas élites no piensan ni en las generaciones venideras ni conocen la ejemplaridad pública. Por no hablar de la desidia ante muerte, que avanza porque no somos capaces de dejar de practicar el nepotismo sentimental, dogma único de nuestras singulares relaciones sociales.
El cuadro, desde luego, da miedo: la curva de contagios se dispara y la fractura social se ensancha. Más de seis millones de españoles viven como el coronel de la novela de García Márquez: pendientes de subsidios que no llegan –pese a la propaganda gubernamental– y que son insuficientes ante un incremento exponencial del desempleo que cristalizará a medida que avance el año y las quiebras empresariales se sucedan como las fichas del dominó. La deuda de España asciende ya el 120% del PIB. El famoso escudo social es una manta llena de agujeros: ni abriga ni evita que el viento nos castigue. Todo es naufragio.
Los funcionarios de la Seguridad Social, escondidos detrás de la administración electrónica, se han transformado en unicornios: seres ficticios que sabemos que no veremos nunca. Miles de personas se han quedado sin recursos y no tienen a nadie a quien acudir. La asistencia sanitaria primaria no se ha recuperado del colapso, el Sepes –al que seguiremos llamando Inem– está saturado y las suspensiones de pagos dejarán de ser hipótesis para convertirse en quiebras firmes, al tiempo que la tercera ola supera los registros del primer Apocalipsis.
No habrá otro confinamiento general por motivos estrictamente políticos, pero el quebranto económico derivado de la extensión del coronavirus sí puede transformarse en una enfermedad crónica. Estamos a las puertas de un nuevo crack financiero global provocado por el estrangulamiento económico y una crisis de deuda que puede conducir al país a un default que no evitarán ni todas las subidas de impuestos del mundo. España construye cada día que pasa su propia precariedad. Nos merecemos un premio.