Como prescribe la Ley de Murphy –“todo lo que puede salir mal, saldrá peor”– el Año Nuevo, que a estas alturas comienza a dejar de serlo para transformarse en la rutina de los calendarios, presenta una decidida voluntad de parecerse su antecesor, momento inaugural de la nueva era de las pandemias. En cierto sentido, es natural: sólo quienes creen que el ritual del cambio de fecha supone automáticamente un giro de la suerte –el tiempo, convendría no olvidarlo, es una convención humana–, confía a estas alturas en que la simple mudanza de un dígito vaya a salvarnos de nosotros mismos. La gente sencillamente no cambia; las sociedades, aún menos. La primera afirmación conduce irremediablemente a la segunda.
De momento, la tercera ola del coronavirus ha superado con holgura los índices de alarma social de los dos primeros naufragios sanitarios y económicos provocados por la nueva enfermedad global que, además de matar a dos millones de personas en todo el mundo, aquí nos ha dejado un saldo de mortalidad de 80.000 individuos, según los últimos datos del INE. Sin duda, se trata de un registro trágico, pero todo el mundo parece aceptarlo como si fuera un mal irremediable o una plaga azarosa. El Gobierno, que dejó de contar muertos hace mucho tiempo –la rabia se elimina prescindiendo del perro, dice el refrán–, ha hecho muy bien el trabajo de atenuación social, aunque en este caso las muertes no han detenido la pandemia.
Los fallecidos de primavera, a muchos, les parecen los difuntos del siglo pasado; los del verano han sido olvidados con rapidez; y los del otoño y el invierno alimentan estadísticas oficiales que casi nadie se cree. Básicamente porque son mentira. La cosa es asombrosa: con 40.000 contagios al día, el ministro Illa, candidato por el PSC a unas elecciones catalanas que acaban de retrasarse hasta mayo, sostiene en público la patraña de que “hemos vencido a la segunda ola del virus”, probablemente porque la realidad puede acabar arruinando su nominación y convirtiendo el efecto en un defecto. Ya se sabe: ahora todo dura apenas un suspiro. Incluidas las muertes y las novedades.
La España oficial vive desde hace casi un año en una permanente ensoñación frustrada por los hechos. Nos dijeron que había que “salvar el turismo”, pero el verano fue un desastre. Se decidió abrir la mano en Navidad y la cuesta de enero es ya un Everest de contagios que, por tercera vez, tensionan un sistema sanitario dividido en 17 taifas. Se prometió la milagrosa salvación de las vacunas y, salvo excepciones, en muchas autonomías se ha preferido guardar las fiestas de los funcionarios en vez de administrar las dosis disponibles. Apelar a que vivimos una situación de alarma, por supuesto, es de cobardes.
¿Puede ir algo peor? Sin duda. No hemos tocado fondo. Hasta ahora la ecuación con la que trabajaba Moncloa consistía en trasladar el desgaste político de la pandemia, una tempestad que todavía no ha mostrado su verdadera faz, a las autonomías y rentabilizar en su favor el reparto de los fondos europeos. Sucede, sin embargo, que las subvenciones de la UE todavía no se han desembolsado y, en cambio, la agenda de quebrantos sociales ha comenzado a emerger.
Subida general de impuestos, incremento del IVA en los refrescos, encarecimiento súbito del recibo de la luz, endurecimiento de las primas de seguros, recorte en las pensiones y una inminente nueva ley de quiebras que tendrá efectos –aún desconocidos– en el ámbito laboral, donde la negociación para prorrogar los ERTES encalla y el colapso de los servicios públicos de asistencia se prolonga desde hace meses. La nueva reforma laboral, exigida por Europa, se da por descontada. Éste es el menú.
En puertas de un probable confinamiento no declarado como tal (pero instigado por las autonomías ante la resistencia de la Moncloa) miles de hipotéticos despidos, por desgracia, van a convertirse en ciertos. El plan de recortes sociales está en marcha, aunque se mantiene en secreto, porque, dada la envergadura de la deuda pública, que hipotecará al país durante las próximas dos décadas, Europa no liberará los fondos si no constata la voluntad de hacer reformas.
Nuestra credibilidad ante nuestros acreedores no es demasiado alta. Y el ánimo social, tras tantos meses de jugar al escondite con la pandemia, está por los suelos. Nadie dice la verdad del drama: incluso un hipotético adelanto de las subvenciones europeas (limitado al 13% de su cuantía) –la ministra de Economía se somete hoy al examen del Eurogrupo– será un absoluto espejismo. Cada euro que recibamos implica un sacrificio social en un país devastado por el virus y la irresponsabilidad de sus gobernantes. España está en un callejón que parece estrecho. Pronto descubriremos que no tiene salida.