El hastío social, sumado al largo cordel de muertes, cuyo verdadero número sigue siendo una incógnita, ha hecho que una parte de la población y de nuestra ejemplar clase política, a la que todo este baile del sufrimiento le da igual siempre y cuando no se traduzca en un coste electoral, vea las inminentes vacunas contra el coronavirus como la proyección misma de la desesperación. No decimos esperanza e ilusión porque de ambas cosas hemos agotado las existencias, que nunca fueron muchas. Los presuntos antídotos contra la pandemia actúan así como una metáfora: creemos que, sin duda, nos sacarán del desastre.
Probablemente detendrán o acaso dilatarán los contagios masivos y, quizás dentro de un año, podamos prescindir de las mascarillas, pero es bastante más dudoso que nos salven de nosotros mismos. Una de las cosas que ha evidenciado esta epidemia, además del cruel holocausto de los ancianos, acontecido no por ningún mal cósmico, sino por la perversidad intrínseca de los sistemas de atención a nuestros viejos –mercantilizados sin remedio– y la negligencia de todas las administraciones públicas, es que España –o lo que queda de ella después que se haya instituido una cogobernanza que no figura en la Constitución– no funciona. Ni en condiciones normales ni tampoco en un contexto de emergencia nacional.
El Gobierno vendió a la gente un ingreso mínimo vital que no ha llegado a sus destinatarios, ha financiado con el dinero de todos despidos temporales –eso son los ERTES– que en buena medida pueden convertirse en definitivos, el SEPES sigue colapsado nueve meses después, ha seguido cobrando impuestos (al contrario de lo que hacen otros gobiernos europeos) a los sectores más castigados por la ruina súbita y, de postre, ha crucificado a los autónomos subiéndoles las cotizaciones. Queda por saber qué diablos van a hacer con unas pensiones que, en un país con nueve millones de jubilados, son la única renta de muchísimas familias porque, con los índices de desempleo españoles, especialmente entre los más jóvenes, de una jubilación dependen varias generaciones.
Ninguna de estas cuestiones, por supuesto, van a solucionarlas las vacunas. Tampoco sacarán del arroyo a los comerciantes hundidos, a los trabajadores sin empleo, a las empresas en quiebra y a aquellos que serán desahuciados por no pagar la hipoteca o el alquiler. Que tengamos un presupuesto apoyado por los socios parlamentarios de la Moncloa, que en lugar de paliar el desastre español se han dedicado a consolidar sus proyectos rupturistas, sólo es un triunfo temporal para Sánchez e Iglesias, que alargan su ciclo mientras mantienen cerradas unas urnas que no volverán a abrirse hasta dentro de tres años.
Para el resto de la sociedad, esta cuestión es un incidente: van a tener que pagar las deudas vigentes durante muchas décadas. Demasiadas. Nadie sabe muy bien cómo. Hay optimistas que creen que, cuando alejemos el espanto que nos rodea, será el momento para reflexionar sobre lo que nos ha pasado y, presuntamente, ponerle remedio. Nos parece dudoso: si algo ha demostrado el coronavirus es que no aprendemos de nuestros errores e irresponsabilidades, lo que nos aleja –cada día más– de Europa, por mucho que parezca lo contrario.
La ciencia ha sido capaz de fabricar un presunto remedio contra el virus. Pero la política no se ha hecho –ni se va a hacer– estas grandes preguntas porque las posibles respuestas implican asumir unas responsabilidades que nadie quiere enunciar. Por eso corremos el riesgo de que, salvándonos (gracias a la medicina), nos condenemos (enterrando bajo la alfombra todas las miserias de este tiempo). La vacuna no va a suponer el fin de nada. Más bien debería ser el principio de todo. Una oportunidad, después de tanto dolor, para conjurar nuestros demonios.