La 'cogobernanza' hunde a España
La espiral de desgracias que padece España --muertes infinitas, enfermedad, incompetencia política, insolidaridad y ruina-- no tiene antecedentes desde los tiempos aciagos de la Guerra Civil. Entonces el país de nuestros abuelos quedó atrapado --y destrozado-- por el sangriento pulso entre el fascismo y el comunismo, los dos totalitarismos con rostro bifronte del pasado siglo XX. Los tiempos cambian, pero las calamidades permanecen. Nuestra tragedia presente no es ideológica, sino moral: la muerte (ajena) parece haber dejado de importarle a una clase política ensimismada y autista, obstinada en la oscura mentalidad de aldea. En caso contrario, no se entiende el dislate en el que vivimos. Para nuestros gobernantes los difuntos, las víctimas, sólo parecen ser las imágenes virtuales de un videojuego.
Mientras algunos intentan --con prosa de lavabo-- convertir a Pablo Casado, el presidente del PP, en un estadista, los ultramontanos de Vox entonaban esta semana pasada ante las cámaras una apología reaccionaria en favor de la autarquía y el Gobierno se reía del espectáculo, al tiempo que los contagios se disparaban y lo conseguido durante el primer confinamiento se malgastaba. Nos encaminamos a toda velocidad a la segunda fase del Apocalipsis: el nuevo estado de alarma, decretado de forma tardía e ineficaz, nos lo podíamos haber ahorrado perfectamente si Moncloa no se hubiera lavado las manos tras el acuerdo con Bruselas --que también va desdibujándose a medida que la situación empeora-- y las autonomías, creyéndose estados asociados sin amparo legal, no hubieran convertido el interés general en una quimera.
No es de extrañar que la comunidad internacional --sobre todo la científica-- esté alarmada ante la ineficacia española. Somos un peligro para nosotros y para los demás. El debate sobre la viabilidad jurídica de las medidas para restringir la movilidad y los intercambios sociales es un debate bizantino que evidencia hasta qué punto de locura hemos llegado con la estúpida identidad regional. El poder legal para confinar únicamente lo tiene la Moncloa --con el correspondiente control parlamentario--, pero en lugar de ejercerlo se lo endosó a unos gobiernos regionales que primero no quisieron adoptar decisiones para no asumir el correspondiente desgaste político y más tarde, una vez que la segunda ola de la pandemia supera a su antecesora, lo reclaman en masa pero en base a los caprichos (políticos) de cada uno de los presidentes autonómicos.
La famosa cogobernanza, inexistente en la Constitución, nos devuelve al pozo del que intentábamos salir, al tiempo que nos condena a un cesarismo que, en vez de asumir sus responsabilidades, trata de aparecer como benéfico, sin aceptar riesgo político alguno. El gran problema de España es que entre su clase dirigente no tenemos estadistas y no cabe esperar que aparezca ninguno. Cada vez que nos dicen que “vienen meses muy duros” crece el tamaño de la inconsciencia con la que unos y otros --no hay diferencias-- han manejado una situación que hipoteca vidas y el futuro del país durante dos décadas, y que puede terminar de facto con el frágil Estado del Bienestar. Antes, eso es seguro, tumbará nuestra economía, destrozada por el cambio de paradigma social y la incapacidad de todos para adoptar medidas preventivas.
Tan irresponsables son quienes han ignorado el peligro del virus como los políticos que, desde el fin del confinamiento, animaron a la movilidad turística asegurando que la situación era segura. Mentiras. Ningún sector empresarial puede recuperarse si decide creer una ficción en lugar de aceptar la realidad: sin salud no hay negocio. A más restricciones, más quiebras, despidos y postración. Ignorar las evidencias no va a salvar al turismo; por el contrario, lo sentencia a un largo periodo sin demanda e ingresos. Los turistas extranjeros van a tardar mucho en volver, si es que vuelven a una España que ha hundido su reputación externa.
Decir que otros países europeos también sufren esta pavorosa segunda ola no es un consuelo: su estructura económica no es tan dependiente de un monocultivo estacional. También cuentan con sistemas sanitarios más robustos que no están atomizados, como sucede en España. En una semana probablemente veremos otro colapso sanitario que podríamos haber evitado si no lleváramos meses jugando a los falansterios y defendiendo un absoluto delirio cantonal. En ese instante volveremos (todos) a la casilla de salida. Seremos menos y más pobres. Que la diosa Minerva se apiade de nosotros.