Una de las últimas tendencias en los medios de comunicación consiste en intentar compensar la habitual sucesión de noticias aciagas --cuyo origen es el coronavirus en su doble condición de pandemia y pavorosa crisis económica-- con alguna historia positiva o inspiradora, como se dice ahora. Vano intento. No existe nada que nos haga pensar tanto, y tan velozmente, como un desastre o la inminencia de una catástrofe. Es una ley natural: el cerebro y el corazón se aceleran ante la posibilidad de la muerte o la certeza de la ruina. Si alguna enseñanza debemos sacar de la nueva normalidad --que ni es nueva ni tampoco ordinaria--, es que la existencia es una lucha constante por la supervivencia, no un espectáculo rosáceo y amable. El mundo piruleta no existe. Quien tenga cierta edad, lo sabe.
Todas las estadísticas económicas y sociales de la última semana son de color negro: incremento de los rebrotes --muy por encima de las cifras que arrojan países de nuestro entorno, como Portugal e Italia--, destrucción masiva de empleos, subida meteórica del paro, enquistamiento de la crisis política, deterioro de las instituciones --empezando por la Corona-- y una tormenta constante de victimismo que comienza por las autonomías y termina con las empresas. Todo el mundo enseña sus heridas --autolesiones, en muchos casos-- y desea, en mayor o menor medida, ser rescatado por el Estado. Especialmente, los intitulados liberales.
Cae por su propio peso que no contamos con recursos suficientes para afrontar este vendaval, pero tal evidencia no parece animar al Gobierno a contarnos, siquiera por error, la verdad. Si España antes de la pandemia ya era un país altamente dependiente, en buena medida por su incapacidad para gastar en lo que es necesario y ahorrar en todo aquello que es superfluo, el verano nos planta frente a la realidad: hundimiento del turismo, cierre de nuestros principales mercados de visitantes --Reino Unido y Alemania--, reducción de los beneficios de la banca --que sigue ganando dinero, pero menos-- y unas necesidades sociales que pueden llegar a ser apocalípticas. Buscar noticias positivas en semejante contexto es una hazaña. También una pérdida de tiempo.
El cuadro es de espanto, aunque Moncloa siga celebrándose a sí misma con un coro de palmeros --obviamente a sueldo-- y haya transferido la gestión de la pandemia --que es un problema nacional, en primer término, y global, en el segundo-- a las autonomías, lavándose las manos ante lo que ocurre y dando cuerda a la patraña de que las ayudas europeas (finalistas y condicionadas) van salvarnos de esta tempestad. Ya quisiéramos. Basta ver las conclusiones (hueras) de la cumbre de presidentes autonómicos con el Ejecutivo de esta semana para darse cuenta de que ninguno ha entendido absolutamente nada de lo que nos sucede. Básicamente porque no lo quieren entender. Implicaría asumir responsabilidades.
El hundimiento económico se acerca al 20% y los contagios no cesan. Cuesta ser optimista. El futuro inmediato, probablemente lo veremos tras este verano tan extraño, traerá subidas de impuestos. En un país pobre desde hace 10 años, tras los falsos espejismos de esplendor de las décadas previas, cualquier incremento de la presión fiscal es sinónimo de una oleada de nuevas desgracias. Las consecuencias directas serán un mayor deterioro de la actividad empresarial, paro, un recorte del sistema de pensiones --una de la obsesiones de Bruselas-- y otra nueva vuelta de tuerca a la reforma laboral. Prepárense: los despidos van a ser todavía más baratos. Al final del Calvario nos espera el Gólgota de otra devaluación interna. Sangre, sudor y lágrimas, pero sin una pizca de épica.
Quien crea que el discurso, supuestamente progresista, del Gobierno va a atenuar el coste de este desastre puede peregrinar (de rodillas) a la ermita de los ingenuos. Nunca hubo nadie más feroz a la hora de hacer méritos que los conversos. Y en Moncloa, sobran. Son los que ocultan el número de muertos, mienten sobre los inexistentes comités de expertos y, en un ejercicio de cinismo categórico, se aplauden a sí mismos por nada. Sin motivo, sin razón, sin el más mínimo recato.