Liberales contra la voracidad democrática
‘Modernos’ como Benjamin Constant nos recuerdan que la política, cuya esfera es el espacio público, debe proteger también el ámbito privado frente al poder
21 junio, 2020 00:10Siempre Francia. Aunque con unas dosis, no menores, de salsa anglosajona. Los modernos siempre salen al rescate cuando surgen los problemas y esta vez es grave, porque resurge una voz autoritaria, desde lo más profundo, que confunde a los ciudadanos y les suministra la apariencia de una legitimidad que no es tal. Ocurre en Estados Unidos y otras latitudes, como en España, sin necesidad de mirar a otros lares. Porque, ¿cómo se debe interpretar la aseveración de Pablo Iglesias, vicepresidente del Gobierno español? Asegura Iglesias que en el Gobierno se toman decisiones, pero que “no es estar en el poder” porque hay gente “con más poder que los ministros”. Hay que dar un paso atrás y escuchar la voz de Benjamin Constant, un moderno del siglo XVIII, nacido en Lausana, que forma parte de la gran familia de pensadores franceses.
La frase tiene retranca. ¿Qué es el poder? Afortunadamente, el poder está repartido, y una sociedad democrática desea que no se concentre en unas pocas manos y que el mando político sea equilibrado por las fuerzas de la sociedad civil. Pero los conceptos, que han variado a lo largo del tiempo, hay que tenerlos claros, y debemos pensar, junto a Constant, que primero fue el liberalismo y luego la democracia, como un avance y un perfeccionamiento del primero, pero que, sin embargo, la voracidad democrática –y ahí aparece el político Iglesias—puede vulnerar lo más sagrado: la libertad. Y que los padres liberales, desde John Stuart Mill o Adam Smith, y, desde Francia, en las décadas previas y posteriores a la Revoluciòn francesa, con Lafayette o el propio Constant, apreciarían la necesidad de lograr una mayor justicia social, pero siempre que se respetaran las esferas de la individualidad.
Las sociedades contemporáneas tienden a confundir esos matices, nimiedades de académicos, vanidades de viejos profesores. Pero cuando el peligro acecha, cuando no es una cuestión libresca, aparecen los miedos. No hay más que presenciar y tratar de escuchar, con mucha voluntad, los discursos de Bolsonaro o del propio Trump, y de entrever lo que señala Pablo Iglesias, como si se tratara de una cuestión menor.
Henri-Benjamin Constant de Rebecque (1847) retratado por Lina Vallier
Benjamin Constant vivió el Terror revolucionario, en el París de Robespierre, y comprobó también el despotismo de Napoleón. Sus reflexiones las plasmaría en una conferencia en el Ateneo Real de París. Si bien había apoyado la revolución, la experiencia le llevó pronto a considerar que la República no podía otorgarse ningún triunfo moral. Constant defendió la monarquía constitucional como un instrumento de protección de la libertad. Y abandonó su fe en la República por una razón muy sencilla que se deja de lado a menudo: aquella República se había mostrado despótica y antes que cualquier otra cosa, él era un…liberal.
Alianza Editorial ha editado de nuevo aquella conferencia, con el título de La libertad de los modernos, aunque Constant la bautizó con una oposición: De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos. Se trata de cuarenta páginas, con prólogo de Ángel Rivero, que deberímos llevar en el bolsillo de la americana. Porque la lección es diáfana: frente a la libertad de los antiguos, hay que exigir la libertad de los modernos, de los que no desean que el poder político se introduzca en las vidas privadas de los ciudadanos, de los que quieren protegerse de esa voracidad democrática que habla en nombre del pueblo y que es capaz de arrebatar lo más preciado a partir de supuestas mejoras para los ciudadanos: la capacidad individual de decisión.
Cuando hablen de pueblo, hay que recordar a Constant, que se enamoró, por cierto –y quién no—de Madame de Staël, iniciando una relación complicada, pero fructífera, con una enorme complicidad intelectual. Los expertos señalan que, en muchos de los escritos de ambos, se duda acerca de las autorías: eran un equipo perfecto.
Señala Constant en su conferencia: “La totalidad de los ciudadanos es el soberano en el sentido de que ningún individuo, ninguna facción, ninguna asociación parcial se puede arrogar la soberanía si no le ha sido delegada. Pero de aquí no se sigue que la totalidad de los ciudadanos, o que aquellos investidos por ésta de la soberanía, puedan disponer soberanamente de la existencia de los individuos. Hay, por el contrario, una parte de la existencia humana que, por necesidad, permanece individual e independiente y que por derecho está más allá de toda competencia social. La soberanía sólo existe de una manera limitada y relativa. En el punto en que comienza la independencia y la existencia individual se termina la jurisdicción de dicha soberanía”.
Sin embargo, en las sociedades contemporáneas occidentales, por alguna extraña razón, y no se trata de una reacción ante flagrantes injusticias sociales –que existen en muchas otras latitudes—se recurre de forma permanente a ese pueblo que tiene todo el poder –el que añora Iglesias—para defender posiciones que liberarán de cualquier atadura a los ciudadanos. Es el mundo al revés.
Lo explica de forma magistral la profesora Helena Rosenblatt en su obra La historia olvidada del liberalismo (Crítica), al señalar que el liberalismo siempre ha defendido criterios morales, que están relacionados con la libertad de pensamiento y de religión, y que, curiosamente, buena parte de sus pensadores son franceses, y no sólo anglosajones. La culpa del mal nombre de ese liberalismo –que no nos engañemos, no era democrático como ahora se entiende cualquier sistema democrático—es el posterior dominio de una corriente ideológica que tomó las riendas del mundo en los años ochenta del pasado siglo. Ese –mal llamado– neoliberalismo o liberalismo conservador ha condenado al olvido al liberalismo de pioneros como Constant.
“En el fondo, la mayoría de los liberales eran moralistas. Su liberalismo no tenía nada que ver con el individualismo atomista del que oímos hablar hoy. Nunca hablaban de los derechos sin hacer hincapié en los deberes. La mayoría de los liberales creía que las personas tenían derechos porque tenían deberes, y la mayoría de ellos estaban profundamente interesados en las cuestiones relacionadas con la justicia social. Rechazaban siempre la idea de que se podía construir una comunidad viable únicamente a partir del interés personal. Advertían hasta el infinito de los peligros del egoísmo. Los liberales defendían sin cesar la generosidad, la rectitud moral y los valores cívicos”, constata Ronseblatt, que, claro, recoge con generosidad y maestría las lecciones de Constant, siempre al lado de Madame de Stäel.
Ahora, ya con nuestras cuarenta páginas bien conservadas, en la mesilla de noche, vamos a intentar escuchar esa necesidad de hacer cumplir nuestros deberes. Silencio. Nadie responde. Sólo retumba la voz del pueblo, y la petición de nuestros derechos.
Jose María Lassalle, en el prólogo del libro de Rosenblatt insiste en ser fiel a los orígenes: “El liberalismo nació como un proyecto político de colaboración humanitaria y búsqueda del bienestar de los otros a través del propio perfeccionamiento moral. Algo que en el siglo XIX bifurcó con la aparición del capitalismo de la Escuela de Manchester y el librecambismo, que introdujeron una cuña economicista y utilitaria que ensalzó el egoísmo individual y el laisser faire como elementos constitutivos del liberalismo tras la revolución industrial”. Esa brecha sería cada vez mayor y creó, de hecho, dos corrientes que llegaron a ser contradictorias, una más receptiva a la intervención social y otra realmente comprometida con el laisser faire.
Pero todo eso está ahí y no se puede olvidar. Así que, ¿Por qué no recuperamos a los modernos?