En la segunda mitad del siglo XVIII se patentó en el Reino Unido la máquina de vapor de Watts, que supondría el inicio de la revolución industrial con una producción en masa en plantas fabriles. No había pasado aún un siglo cuando Londres tenía ya unos dos millones y medio de habitantes, muchos de ellos hacinados en pésimas condiciones. Hablemos, sin embargo, de un invento más modesto patentado también por esas fechas y por otro británico: un inodoro con cierre hidráulico, el célebre váter que, provisto de un sifón, permitía evacuar excrementos y evitar los malos olores. Asimismo, se fue extendiendo por Londres un entramado de tuberías de propiedad privada que abastecía de agua corriente a los hogares acomodados. Cañerías con innumerables defectos en su construcción, interconectadas de forma muy tortuosa. En cualquier caso, un avance inaudito; un auténtico cambio cultural. Las diferencias sociales entonces eran extremas, tanto económicas como de higiene.

En la primera mitad del siglo XIX, el inspector de cloacas Edwin Chadwick intervino con decisión para paliar las graves deficiencias de los hogares pobres; así surgió la Ley para la Eliminación de Molestias y la Prevención de Enfermedades. Las molestias se referían al hedor nauseabundo que producían los montones de excrementos que se acumulaban en los sótanos de las casas. Ante unos pozos negros y unas cloacas saturadas, la descomposición de la materia orgánica y las emanaciones fétidas de suelos y aguas impuras, el ambiente era irrespirable. Un resolutivo y benévolo Chadwick decidió aliviar aquella asfixiante carga eliminando 30.000 pozos negros y vertiendo todos los desechos al río. Al cabo de unos años, esa medida que anhelaba ser modélica resultaría letal.

Muerte por cólera (1848), una obra de Pavel Fedotov

Se entendía que el hedor infesta y que oler era creer. Creer en la teoría miasmática. Se daba por sentado que los enfermos, la materia corrupta y el agua estancada desprendían efluvios sumamente dañinos; por tanto, que los miasmas ocasionaban unos estropicios de los que había que huir como fuera. Sin embargo, miles de personas se veían obligadas a hurgar en las basuras para sobrevivir y dar paso a la reutilización de los desechos orgánicos como fertilizantes. Era el reciclaje sin afán ecológico, efectuado por miserables, cuyas rutinarias vidas inspiraron escritos de Dickens y Mayhew (mucho menos conocido que el autor de Tiempos difíciles, Henry Mayhew fue un reformista que escribió cuatro volúmenes sobre los pobres y los trabajadores londinenses, London Labour and the London Poor). Por cierto, que Karl Marx llegó a la capital británica con 31 años de edad recién cumplidos y nunca más se movió de ella. Fue en 1849. Cinco años más tarde Londres se vio sacudida por un mortífero brote de cólera.

Apenas se supo nada en Gran Bretaña de esa vieja enfermedad hasta 1831, cuando llegó mediante las redes del transporte mundial. Todo en la vida tiene su cara y su cruz. La terrible epidemia se manifestó el 28 de agosto de 1854 y ha sido extraordinariamente bien analizada por el divulgador científico estadounidense Steven Johnson, en su libro El mapa fantasma (Capitán Swing). La primera víctima fue una niña de seis meses. Su madre remojó sus pañales en un cubo de agua tibia que arrojó al pozo negro y fue directamente a las aguas del Támesis. En horas se produjo un efecto devastador y familias enteras quedaron deshidratadas de modo fulminante, contagiadas de la noche a la mañana. Se multiplicaron las deposiciones de agua de arroz, en medio de prescripciones médicas contradictorias.

El asunto era combatir la transmisión del mal y saber, por tanto, cómo se efectuaba el contagio. Pero la inmensa mayoría de médicos y de científicos creía a pies juntillas que el cólera se propagaba por la contaminación atmosférica, un aire infesto. Era la creencia categórica en la teoría miasmática. De ningún modo se podía contemplar que el cólera no fuera algo que se inhalaba, sino algo que se tragaba. No había lugar para la duda.

Esta cerrazón no estaba causada por la pasión política, se debía a un dogma aceptado por todo el mundo y que no daba margen a la discusión. Ciertamente, se partía con acierto del conocimiento de que la acción conjunta de millones de microorganismos puede ser demoledora. Las bacterias que reciclan la energía guardada por los excrementos humanos liberan al aire sulfuro de hidrógeno, entre otros gases residuales. Ahora bien, si todo olor era enfermedad, un hurgador que bajara a un túnel subterráneo lleno de residuos debía morir en segundos. Y no era así. Se podía incluso compartir una habitación con un enfermo al borde de la muerte por el cólera y salir ileso. Se podía también contraer la enfermedad sin contacto directo con un infectado pero viviendo en el mismo vecindario. Supervivencia y muerte se antojaban hechos indiscriminados.

Apagado, perspicaz y de asombrosa memoria, el doctor John Snow no se contentaba con la superstición del dictado oficial. Rechazaba el sesgo de confirmación que imperaba, la tendencia a interpretar como conviene y a despreciar cualquier otra alternativa. Se abrió a observar con objetividad y rigor. Snow era anestesista y había llegado a atender a la reina. Procedía de una familia modesta y era sensible a las condiciones deplorables en que vivían los trabajadores. Sin ideología, se empleó a fondo a obtener datos, buscar correlaciones y conjeturar causas. Notó que el suministro de agua era una variable, y que los enfermos se distribuían según las redes comunitarias de suministro de agua. 

No se podía abordar la cuestión más que desde una perspectiva panorámica. En sus encuestas contó con un clérigo trece años menor que él: Henry Whitehead, quien le abrió la puerta de numerosos hogares, lo que permitió un adecuado estudio demográfico que se combinó con la observación científica; ahí se dio un empuje formidable a la epidemiología. Contaron con William Farr y sus Estadísticas semanales. Se tabularon las muertes por enfermedad, según parroquia, edad y ocupación. Los focos se fijaron en el agua del surtidor de Broad Street. Dibujaron mapas que iluminaron el desarrollo de la epidemia. Las bacterias Vibrio Cholerae crecían cerca de aquel surtidor. Quedaban inmunes los vecinos que no bebían agua de aquel pozo contaminado. Un informe de la junta parroquial se impuso al de la junta de sanidad, y se retiró la palanca de la bomba del surtidor. Fue mano de santo. Se suministró agua limpia y se detuvo el proceso destructivo.

No se podía abordar la cuestión más que desde una

Aquel choque entre las bacterias y la gran y desequilibrada urbe se había celebrado en el subsuelo, fuera del campo de visión. Y se había saldado con la victoria de las fuerzas de la razón, que para ello habían tenido que superar los prejuicios ideológicos y desatarse de un error firme e incondicional. En 1865 se culminaron seis años de trabajo asombroso para construir un nuevo sistema de alcantarillado, El ingeniero jefe Joseph Bazalgette (1819-1891) dirigió esa obra: unos 130 kilómetros de alcantarillado, más de 300 millones de ladrillos y casi 8 millones de hectolitros de cemento. Una obra magna que por falta de luz no brilla como la Torre Eiffel o el puente de Brooklyn. Pero que fue determinante para un cambio cultural de inmensa magnitud en su beneficio social y en el que cabe buscar siempre inspiración.

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