Néstor Luján y su 'Historia del toreo': restitución y desacato
El escritor catalán escribió una asombrosa, divertida y fascinante historia de la lidia, reeditada por El Paseíllo, donde combina la gracia, la erudición y el humor con una crónica cultural de España vista desde el prisma de la tauromaquia
“Los toros, como hemos dicho, llegan al siglo XVIII de una manera absolutamente popular. El torero es un personaje abierto a los caminos, fácil a las canciones, a las fiestas y a toda clase de trifulcas. En el siglo XVIII, las ciudades están separadas absolutamente por el campo. El campo español, los hielos del cielo castellano, el monte bajo rompen los caminos, y angustian los viajes. Las ciudades, recogidas, embozadas por los ríos, luchan contra el glacial espacio del campo, generalmente hostil. Ello no ha de olvidarse en España jamás. Y menos cuando se trata de fenómenos como este de los toros, en el cual el toreo llega a la ciudad acompañado de la simpatía de las gentes camperas, del sentimiento adverso de la ciudad hacia el campo. En este sentimiento se puede comenzar a explicar la animadversión que, desde el primer momento, se siente contra el toreo a pie”.
Esta larga cita ya da una idea de la riqueza estilística, imaginativa e histórica de la Historia del toreo de Néstor Luján, oportunamente reeditada por El Paseíllo, una división de la editorial sevillana El Paseo, cuya magnífica labor en tantos frentes merece un cálido reconocimiento. Para quienes no conocíamos esta obra, ha sido una grata sorpresa descubrir un libro que se lee como la novela de la historia de España a través de la tauromaquia.
Decía Ortega y Gasset que nuestro país no podía entenderse si no se desentrañaba la relación que durante tantos siglos habían establecido los españoles con el toro bravo. La fiesta de los toros, añadía el filósofo, había sido constante motivo de felicidad y conversación para toda la sociedad española, desde aristócratas y plebeyos, hasta conservadores y revolucionarios, catalanes, vascos o madrileños. Como bien sabemos, la lengua popular se ha forjado al calor de los ritos del ruedo, un caso único y elocuente de espectáculo sacrificial que ha determinado una particular visión trágica de la existencia, opuesta además a la del cristianismo.
Ortega no llegó a escribir su prometido ensayo sobre los toros, que sin duda hubiera sido una especulación de altos vuelos, pero a cambio tenemos esta asombrosa, divertida y fascinante Historia de Néstor Luján, que combina con gracia, erudición y humor la épica con la crónica y la teoría. En muchas de estas páginas se adivina ya al tardío y exitoso novelista de género que sería el autor en sus últimos años, cuando se atrevió a fabular episodios del Siglo de Oro –el asesinato del conde de Villamediana–, la vida de Mozart o incluso el suceso de Mayerling. Su capacidad para recrear las distintas épocas, desde la llegada de Felipe V hasta el siglo XX, es de una precisión minuciosa, omnisciente, como si hubiera sido testigo ocular de las faenas que narra, amigo íntimo de Goya y del matador Pedro Romero.
Visto con distancia, Néstor Luján parece hoy el ciudadano ideal de una Cataluña desaparecida. Nacido en Mataró en una familia de inmigrantes, no habló catalán hasta la pubertad. Estudió filología románica pero pronto se dedicó al periodismo, llegando a ser director de la revista Destino hasta su encontronazo con Fraga Iribarne. Se consideró discípulo tanto de Josep Pla y de Josep Maria de Sagarra como de Julio Camba o Álvaro Cunqueiro. Fue siempre un excelente escritor en sus dos lenguas, un lector voraz y un bibliófilo compulsivo, de una curiosidad infinita. Como gastrónomo, publicó algunos de los libros más divulgados sobre el género, pero también se interesó por el boxeo, el tenis, la ópera e incluso la ornitología.
Su figura parece de hecho una andanada contra todos los tópicos y los usos que están haciendo de la vida un fenómeno aséptico, reglado y cada vez más tecnificado. Como buen gourmand –y buen bebedor y fumador, santo pecador– Luján fue uno de los primeros en criticar la fiebre dietética que pretendía regular la nutrición y hacer de la salud un nuevo culto. Como Spinoza, el gastrónomo sabía que no existe algo como el Bien o el Mal absolutos, sino tan solo cosas beneficiosas o perjudiciales, dependiendo de la esencia de cada uno. Fue también uno de los primeros detractores de los delirios vanguardistas de la nueva cocina, pidiendo distinguir entre los auténticos artesanos y los artistas espurios. (“¡La cocina es cuestión de manos!”)
Pero quizá sea la tauromaquia, hoy en día, la más incómoda y perturbadora de sus pasiones. Como sabemos, la fiesta de los toros ha sido desterrada de Cataluña –la prohibición del Parlament fue revocada por el Constitucional– mediante una artera manipulación, muy propia del nacionalismo. El principal motivo argüido fue el del amor a los animales (a lo que José Bergamín contestaría diciendo “¿a quién se le ocurre proteger la fiereza?”), pero todo el mundo sabía que en el fondo se trataba de una medida de higiene identitaria. Así Barcelona, la única capital de España que llegó a tener tres plazas, se convirtió en ciudad antitaurina, como Olot, donde se sacrifican 14.000 cerdos diarios, a mayor gloria del fuet patrio.
Néstor Luján fue el epítome del taurino catalán, al igual que su amigo el psiquiatra Mariano de la Cruz, mens sana in corpore insepulto, como solía decir burlándose de la muerte y la gimnasia. Ambos firmaron durante décadas las mejores crónicas taurinas de Barcelona, donde convivieron con los detractores de la fiesta que siempre han tenido las ciudades. Como demuestra Luján en su Historia, uno de los más ilustres antecesores del ministro Urtasun fue nada menos que el primer Borbón, Felipe V, que prohibió durante años los toros en Madrid. En vano, por supuesto. Cuenta Saint-Simon en sus maravillosas e inagotables memorias cómo la multitud, congregada en la plaza Mayor, gritaba, mientras él se asomaba desde el balcón de la Real Casa de Panadería, “¡Señor, toro, toro!”. Saint-Simon estaba de visita en la corte del recién llegado Felipe V, en noviembre de 1721. Nihil novum sub sole.
La Historia del toreo de Luján es por tanto no solo una obra maestra desde el punto de vista histórico y estilístico sino también un valioso testimonio de una tradición silenciada por esa operación de simplificación que ha sido el soberanismo pujolista con sus distintos avatares. Como dijo Pere Gimferrer, “la prohibición de los toros en Cataluña es la mayor agresión cultural desde la Transición”. La lectura de este libro adquiere por ello una vibración especial, como ejercicio de restitución y desacato.
Luján se definió una vez como un escritor del siglo XVII exiliado en el siglo XX. Y lo cierto es que el tono, la finura y el sentido de la lengua –con un oído tan bien entrenado en el Siglo de Oro– le emparentan con los mejores escritores de la época, hasta el punto de que no es difícil imaginárselo en compañía del propio Saint-Simon o del cardenal de Retz. Las páginas más asombrosas y fascinantes de la Historia son las dedicadas al nacimiento de la fiesta a lo largo del siglo XVIII y principios del XIX, cuando el espectáculo aún no se había ritualizado ni sofisticado tanto como lo haría en el siglo XX y cuando el torero era aún una especie de gladiador enfrentado a la bestia con la mayor brutalidad.
En el espléndido capítulo dedicado a la fiesta goyesca, Luján se da cuenta de que, para el ojo del pintor, en la tremenda serie de grabados y litografías que conforma su Tauromaquia, el protagonista individualizado no es el hombre sino el toro, singularizado ante a una incipiente masa casi indistinguible y constituida tanto por los toreros como por el público. Es decir, el torero no era aún el solitario artista que bailará frente a la inminencia de la muerte sino todavía una prolongación de la muchedumbre que ataca a un toro sublimado:
“La visión goyesca es una carrera hasta el triunfo más afilado del toro: la cogida. Es una sublimación del toro como animal conciso, agresivo, enfrente de unos hombres informes, con gestos animalizados, con tendencias oscuras, con ademanes torpones y desfibrados. Ante estos hombres que parece se desgajan en tableros, medio fantasmas, medio madera descuajándose en hombre, ante todo este conjunto de bultos humanos, con formas escogidas, embrionarias, como fetos electrizados, aspados, la testuz del toro, con las astas incisivas y enlunadas, se nos revela como algo lúcido y afinado. En la Tauromaquia, Goya presiente el triunfo del toro, con una palpitación casi humana, con una cabeza llena de una sangre selecta, llegada, como una ola de lava fina, a través de todas las ganaderías”.
Ahí es nada. Ni siquiera toda la intransigente y furiosa cursilería de nuestro tiempo es capaz de silenciar tanta verdad.