Alfonso Reyes: los años españoles

Alfonso Reyes: los años españoles DANIEL ROSELL

Letras

Los años españoles de Alfonso Reyes

Debate publica una antología, al cuidado a Jordi Soler, con los mejores artículos y trabajos filológicos del gran prosista mexicano escritos entre 1914 y 1924, donde retrata el Madrid de la primera modernidad española

26 julio, 2024 19:00

La primera imagen –una escala marítima en el puerto de La Coruña, desde la barandilla del crucero Espagne, camino de Francia, donde le esperaban para encomendarle las tareas de ayudante segundo en la embajada mexicana– apenas fue un vislumbre. Las reverberación de una tierra desconocida de donde venía el idioma en el que hablaba y pensaba, y al que dedicaría todos sus esfuerzos como escritor. La segunda visión, también pasajera, se repetiría desde otra costa diferente –en esta ocasión los muelles de Santander, con el Cantábrico a sus pies–, para difuminarse hasta que un años después, en 1914, ya sin sustento diplomático ni sueldo a cargo de la república, un Alfonso Reyes de veinticinco años, que todavía conservaba la melena y lucía bigotes poblados, se lanzara a cuerpo a la conquista del mundo literario. 

Así fue la irrupción del gran prosista mexicano en el efervescente (y miserable) Madrid de la primerísima modernidad, cour des miracles, que contemplaba –atónito– el comienzo de la Gran Guerra y cuya élite, esa academia del café y el Ateneo, creía ser capaz de sacar al país, perdidas ya sin remedio las últimas colonias americanas y asiáticas, de su colosal depresión para sanar el colapso de ultramar con un idealista acercamiento a Europa. Reyes venía con su familia –una esposa y un hijo, además de una criada, a los que instaló en San Sebastián– y se lanzó, no exactamente en solitario, porque contaba con algunos padrinos, a la escritura profesional en aquella nueva ciudad sin mar, situada en mitad de la tórrida Meseta. 

Alfonso Reyes (1910)

Alfonso Reyes (1910) ARCHIVO CASASOLA

No tardó en sentirse (casi) como en casa. El idioma, claro está, ayudaba mucho, aunque aquel joven diletante, educado en el seno de una insigne familia de Jalisco, hablaba con soltura el francés –estudiado en sus años del liceo– y ya poseía un título de leyes, aunque nunca ejerciera como abogado. Atesoraba una vasta cultura clásica –es célebre su posterior tratado dedicado a la mitología griega– y no escondía sus inquietudes filosóficas, que compartió en el México de su primerísima juventud con luminarias de su generación, como Henríquez Ureña o Vasconcelos, pero todavía no se había estrenado propiamente como escritor profesional, aunque hubiera dado a la imprenta un tratado sobre Cuestiones estéticas (1911) prologado por Francisco García Calderón, que lo presentaba como “un efebo mexicano”. 

Fue en España donde comenzó a escribir por primera vez en serio. Una experiencia que marcaría su vida y de la que da cuenta ahora la editorial Debate en una antología al cuidado del escritor Jordi Soler: Yo me quedé allá para siempre. La década española (1914-1924). Se trata de un libro que reúne los trabajos periodísticos y editoriales realizados por Alfonso Reyes en diarios, revistas, actos culturales y distintos sellos y empresas editoriales, como La Lectura, Calleja, Editorial América y Calpe. Tareas logradas gracias a la intermediación de ilustres conocidos –el mayor, José Ortega y Gasset, con el que mantuvo una estrecha relación que después se convertiría en desencuentro– o conseguidas con la ayuda de sabios como Ramón Menéndez Pidal, con el que Reyes colaboró en sus estudios sobre el Poema de Mío Cid –cuyo texto adaptó para una versión prosificada del cantar– y otras grandes obras de la literatura medieval hispánica en el seno del Centro de Estudios Históricos. 

'Yo me quedé allá para siempre', Alfonso Reyes

'Yo me quedé allá para siempre', Alfonso Reyes DEBATE

Reyes hacía de todo: traducciones (Sterne, G. K. Chesterton, Chéjov), prólogos, guiones para cursos, trabajos documentales, conferencias, manuales o artículos. Necesitaba dinero y, dado que la literatura nunca ha sido un oficio generoso, no tenía más remedio que multiplicarse. Esta urgencia, como suele suceder, acabaría transformándose en disciplina primero y, más tarde, en una virtud: una década después de haber hecho aquella primera escala en Galicia tras su huida de México, donde su padre murió en una balacera política, el anónimo pasajero del Espagne había consumado su inmersión integral, de la que da buena cuenta la antología de Soler, en los grandes clásicos castellanos. Escribió sobre el Arcipreste de Hita –su poeta medieval preferido–, Lope de Vega, Quevedo, Luis de Alarcón o Góngora, en cuyo club secreto –lo cuenta en uno de estos artículos– militó desde primera hora, y en cuyas primeras obras completas trabajaría a las órdenes del hispanista francés Raymond Foulché-Delbosc. 

El escritor in fieri se había convertido en un docto filólogo gracias a su extraordinaria capacidad de lectura y a su talento (verbal) con la pluma. La década española atestigua  también la profunda ligazón, que terminaría siendo sentimental, con España, y que se prolongó al otro lado del océano con la fundación de El Colegio de México. Buena parte de estas deliciosas piezas, ausentes de las librerías, refugiadas en el silencio de las bibliotecas o abandonadas en los anaqueles de las librerías de lance, documentan los intereses literarios de Reyes. Otras pueden leerse como un testimonio de la vida de aquella España en blanco y negro que ya no existe y de la que ahora se ha cumplido el siglo. El escritor mexicano recoge en ellas sus encuentros con la crème de la cultura española: Juan Ramón Jiménez, Valle-Inclán, Azorín, Gómez de la Serna o Unamuno, entre otros muchos nombres. 

'Entre libros'

'Entre libros' EL COLEGIO DE MÉXICO

Reyes, salvo dar clases, escribe de todo y en casi todas partes. Artículos sobre el sentido divergente del español de México y de la Península –véase el inteligente ‘De microbiología literaria’–, críticas de cine para el semanario España –donde firmaba con el pseudónimo de Fósforo–, y columnas y artículos de fondo en El Imparcial y El Sol, además de en Revista de Occidente. Las investigaciones encuentran acomodo en la prestigiosa Revista de Filología Española.

Esta actividad editorial y literaria lo sitúa en el mapa cultural, pero no le permite vivir con holgura, de forma que regresa a la carrera diplomática (sin moverse de Madrid) en 1920, cuatro años antes de dar por cerrada esta etapa ibérica, sobre la que publicó libros como Cartones de Madrid (1917), El cazador (1921) o Calendario (1924), donde deja constancia, no sin ironía, de la asilvestrada vida literaria del Madrid que discurría entre el restaurante Lhardy, los míticos cafés, las tertulias, las redacciones de los periódicos efímeros, los sillones del Ateneo o el Jardín Botánico, donde organiza actos culturales como un homenaje al poeta Mallarmé, al que también dedicaría uno de sus ensayos. 

'Cartones de Madrid'

'Cartones de Madrid' HIPERIÓN

En buena parte de estas prosas de periódico Reyes habla sobre sus contemporáneos españoles. Azorín (“Su obra toda exhala el misticismo de la celda y la claraboya”), por el que siente admiración, Eugenio D´Ors (el místico), Mariano de Cavia (“un viejo de café”), Ortega, Juan Ramón (con su carácter maniático y asocial), Gómez de la Serna, Baroja o Galdós (su estampa dedicada a un novelista entonces casi senil es memorable), combinándolas con estudios eruditos sobre clásicos como Garcilaso de la Vega, Gracián, Lope de Vega, Nebrija y Quevedo. Todos ellos escritos con una prosa elegante y fina. Condensada. Plástica.

La antología de Debate incluye algunos textos luminosos sobre el oficio de la escritura, como el que Reyes dedica a reflexionar sobre la utilización de las citas dentro de un texto o un retrato sobre las diferentes categorías de escritores, a los distingue entre aquellos que escriben siempre y los que nunca lo hacen. También hay análisis políticos sobre el colapso de la España de la Restauración –‘Grandes anales de nueve meses’–, apuntes del natural de espacios simbólicos, como la Residencia de Estudiantes –lo más parecido a una embajada de Oxford y Cambridge que ha tenido Madrid–, una crónica de una excursión por la comarca del Guadarrama –en compañía de Menéndez Pidal– o el finísimo grotesco que dedica a la historia de la redacción de Revista Nueva, una publicación impulsada por su amigo Ruiz Contreras desde un gimnasio de la calle Madera de Madrid, entre venerables ediciones de Quevedo y ratas descomunales, y que duró exactamente “los nueves meses de rigor”. 

Alfonso Reyes

Alfonso Reyes

La mirada de Reyes tiende a ser, por lo general, admirativa y amable, como sucede cuando uno retrata la placenta que lo alimenta, pero no renuncia a una ironía inteligente y elegante. Sorprende su sensibilidad ajena a lo estrictamente español, un rasgo que le ayuda a no caer en los habituales e injustos tópicos. Mucho antes de que Ortega y Gasset acuñase su concepto del ideal vegetativo, uno de los mantras de su Teoría de Andalucía (1927), Reyes dedica un artículo en El Heraldo de México, publicado ocho años antes, a celebrar a ‘La Andalucía eficaz’, contradiciendo tanto el estrecho imaginario del Madrid de los señoritos ilustrados como el hondo desprecio por la España meridional del catalanismo enriquecido gracias a los aranceles y a los favores políticos del proteccionismo. Alfonso Reyes nos enseña en este libro a mirarnos a nosotros mismos con ojos limpios. Así construyó los cimientos de ese soberbio puente que, desde entonces, une la orilla de lo español con la hispanidad. El resultado es un espectáculo sociológico memorable. Altísima literatura de supervivencia.