Les contaba la semana pasada mi oposición violenta a una aseveración de Junger sobre la calidad humana de los escritores. La frase está en sus diarios Radiaciones, el 17 de febrero de1942, y dice:
“En lo más hondo el estilo se basa en la justicia. Sólo el hombre justo es capaz también de saber cómo hay que sopesar la palabra, cómo hay que sopesar la frase. Por esta razón, a las mejores plumas no se las verá nunca al servicio de la mala causa”.
Decir “el hombre justo” es como decir “el hombre bueno”, y habiendo conocido a tantos escritores vivos, y leído tantas biografías de escritores muertos, no me es posible de ninguna de las maneras estar de acuerdo. La villanía y la injusticia y otras especies peores están extendidas por todo el panteón de la literatura.
Suele decirse que entre los encantos laterales de Cervantes, el autor del Quijote, está el que lo percibimos no sólo como un magnífico escritor sino también como una buena persona, un tipo que nos despierta simpatía y del que nos gustaría ser amigos. Su escepticismo e ironía (que florece, por ejemplo, en el soneto con estrambote al túmulo de Felipe II en Sevilla (“¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza…!) está muy lejos de la acidez y agresividad de don Francisco.
Reconozcámosle, de entrada, que sus poemas de amor son incomparables, los mejores de la literatura castellana, o por lo menos no peores que los de Garcilaso. Pero ¿es un tipo simpático? Está claro que no, pese a que sus prisiones y duquelas llamen a la compasión.
Era un genio. Y también un cortesano ambicioso, un cantor de la guerra desde la seguridad de la retaguardia, un conspirador, un antisemita furioso hasta el delirio, un bromista cruel, y un ordinario. La mejor pluma, la suya, desconocía la mesura y el equilibrio que Jünger exige al gran escritor. En sus sátiras de las mujeres viejas o las feas o desdentadas, que a lo mejor tenían alguna gracia en tiempos de Grecia o Roma, demuestra que no era un cumplido caballero, por más que lo fuese de la orden de Santiago. Se objetará que el antisemitismo estaba difuso en toda la sociedad occidental, y que también el humanísimo Shakespeare demostró serlo en El mercader de Venecia. Sí, pero no mostraba ese sangriento ensañamiento. No escribió esa repugnante Execración de los judíos.
La nariz más grande, maldita la gracia
Quevedo era hidalgo de una buena familia cántabra, es decir, de sangre “pura”, sin contaminación judía, como los vascos, entonces llamados guipuzcuanos, los navarros y los astures. Este hecho ya le daba una ventaja social de la que era feo aprovecharse para el combate de ingenios. Pero cuando Góngora se reía de él no dudó en reprocharle su supuesta cualidad de judío converso: “Yo te untaré mis obras con tocino,/para que no me las muerdas, Gongorilla,/ perro de los ingenios de Castilla…”
Con lo de “perro de los ingenios de Castilla” Quevedo sangraba por la herida: el cordobés, que llegó a la corte de Valladolid con el viático de su soneto al conde de Mora, alarde de virtuosismo que dejó pasmado a todos, se burlaba de los ingenios locales y hasta del río Manzanares (…¿cómo has menguado y has crecido,/ cómo ayer te vi en pena, y hoy en gloria?/ -Bebióme un asno ayer, y hoy me ha meado.” Quevedo, llamado por Góngora “Qué Bebo”, en zafia alusión a su supuesta querencia por la frasca de vino, se sintió retado ¡y cómo contestó, sin guardarse nada para luego!
Cuando el lector es joven y descubre los encantos de la poesía más melodiosa y rítmica, le parece deslumbrante aquel duelo de ingenios y muy gracioso un soneto como “Érase un hombre a una nariz pegado/ érase una nariz superlativa… las doce tribus de narices era”. Uno sonríe y sorbe saliva, con la necedad del ignorante. Cuando se hace mayor descubre que ese regocijo en la burla de un defecto físico como puede ser una nariz grande no tiene maldita la gracia.
Aldana se jugaba la vida, don Francisco...
En cuanto al belicismo de Quevedo y de su empleador o señor el duque de Osuna, ¿Quién no conoce, por lo menos, el primer terceto de la Epístola satírica y censoria? “No he de callar, por más que con el dedo/ ya señalando la boca, ya la frente,/ silencio avises o amenaces miedo./ ¿No ha de haber un espíritu valiente?”: de este cuarto verso se deduce que apenas hay espíritus valientes, pero hay una salvedad o excepción: el mismo autor, que se atreve a hablar claro, a cantar las verdades al “señor excelentísimo”. Ahora bien, esas “verdades”, en consonancia con las lecturas, traducciones y espíritu neoestoico que caracterizan al poeta, son las de la conveniencia de la guerra: aquí tenemos a un cortesano que lamenta que el reino está en decadencia por la blandura de las costumbres y que añora los tiempos en que “hilaba la mujer para su esposo /la mortaja primero que el vestido:/ menos le vio galán que peligroso.”
Hombre, también Aldana tiene unos belicosos “Pocos tercetos a un amigo” en los que compara, desdeñoso, la vida regalada de un amigo en la corte con la que él lleva en el frente de batalla: “Mientras andáis allá lascivamente/ con flores de azahar, con agua clara/ los pulsos refrescando, ojos y frente,/ yo de honroso sudor cubro mi cara/ y de sangre enemiga el brazo tiño/ cuando con más furor muerte dispara…” Pero Aldana efectivamente se jugaba la vida, que por cierto efectivamente perdió en trágico combate. Mientras que don Francisco…
No sigamos por ahí hoy, pues “ir porfiado por la senda errada/ más de necio será que de constante”, y porque en realidad, si todo eso sirve para desmentir a Jünger, no oculta la excelencia y sedosidad sensible crujiente y dolorida del poeta del amor y de la meditación del fin de la vida. Con la venia de ustedes, el próximo domingo la tomaré con otro genio.