Retrato de Juan de Pareja, por Velázquez

Retrato de Juan de Pareja, por Velázquez WIKIPEDIA

Letras

'Blanquitud' o cómo España se hizo blanca"

La 'blanquitud' es algo que podría entenderse como un estado político que engloba una pretensión de superioridad telúrica en cuanto se circunscribiría al continente europeo, lo que parece empezó con la corona española y portuguesa

4 julio, 2024 20:17
Escritora y ensayista

España, en el siglo de Oro. Una identidad: la blanquitud. En el siglo XVI, en las haciendas del Virreinato de Nueva España, lo que hoy es territorio de parte de EEUU, México y Centroamérica, se contaban personas esclavizadas. Quienes tenían más suerte trabajaban en tareas domésticas mientras que los demás se dejaban la piel --y también alguna que otra extremidad, cuando no la vida misma-- en las minas. Habían llegado desde Guinea o Cabo Verde, aunque también desde España, mayormente de Sevilla donde, como explica el historiador del arte Luis Méndez Rodríguez en su valioso Esclavos en la pintura sevillana del Siglo de Oro (Universidad de Sevilla, 2011), era corriente ver a personas africanas esclavizadas. El tráfico de personas era un comercio como cualquier otro.

Secuestrados, a veces vendidos por los jefes de sus propias tribus, llegaban medio muertos con el terror bailándoles en los ojos desde antes de embarcar, mucho antes. Desnudos, hacinados en la insania de una bodega insalubre, la mejilla abrasada por la marca de hierro candente, cabe pensar que tras tres o cuatro meses de viaje les habría cicatrizado. Aunque no siempre. El historiador Rafael Castañeda García nos cuenta, en un preciso e ilustrativo libro, Esclavitud africana en la fundación de Nueva España (UNAM, 2021), que entre un 15 y un 33 por ciento de los que embarcaban morían durante la travesía a causa del hambre o por enfermedad. Los barcos de la muerte arribaban a distintos puertos: Veracruz, Cartagena y Río de la Plata y una vez ahí, se veían expuestos a la venta ante aquellos hombres de rostro cetrino que cubrían sus piernas con calzones, vestidos de negro de los pies a la cabeza, lo que debía acentuar el contraste con la piel, alguno con capa, y unos puños ribeteados de blanco que, a un cierto punto, debían ser más grises que otra cosa. Pálidos a morir, olían raro, eran los blancos.

'Blanquitud' o cómo España se hizo blanca

'Blanquitud' o cómo España se hizo blanca"

Hombres que poseían el poder para convertir cualquier cosa en riqueza personal, habían logrado el prodigio de labrar sus fortunas mercadeando con vidas ajenas por el procedimiento de negar la vida. En España corría entonces el Siglo de Oro. Garcilaso de la Vega se devanaba los sesos para dar con el soneto perfecto, una monja llamada Teresa de Ávila experimentaba con los caminos de la mística junto con un compañero, Juan de Yepes Álvarez (a los que conoceremos en el futuro como Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz).

Tiempos en que un desafortunado recaudador de impuestos se disponía a escribir una de las más grandes historias jamás contada, mientras un rubio guaperas convertía sus aventurillas eróticas en provechosas obras teatrales con el fin de alimentar la comidilla popular. Esa época en que un cojo, miope perdido pero gran espadachín, que se batía por la honra de su linaje de capa caída, se llevaba a matar con un sacerdote a una nariz pegado quien, a decir verdad, hubiera preferido ser otra cosa, pero que se lo pasaba en grande yendo a los toros y que también componía versos, a menudo, solo por fastidiar.

La nómina de artistas del Siglo de Oro deslumbra. La lucha por la trascendencia del arte, la perfección de la técnica, los juegos de perspectiva más prodigiosos, dobles sentidos, imprimir ese último trazo donde se revela el principio de la espiritualidad mientras que, paradojas del Barroco, había cuerpos que eran desposeídos de ella en aras del imperio. Animalizados, ese no iba a ser su mundo. Lo observaban desde el margen, a la sombra de un muro invisible por más que se pasearan por las mismas calles sevillanas, toledanas, madrileñas, incluso trabajando en el taller de un maestro como Velázquez, como fue el caso de Juan de Pareja, que aprendió a pintar a escondidas.

Blanco y negro, luz o ausencia de luz

Sus cuerpos equivalían a una cantidad de dinero según su peso y forma. Expuestos al horror de una violencia como solo el Marqués de Sade podría haber descrito, la corona española cerraba filas en torno a una identidad que, como todas las identidades, se presentaba atávica. No se cuestiona, no se interroga, no se ve, ni tan solo se nombra, se asume. Era la blanquitud.

Françoise Vergès, en su ágil y lúcido ensayo Feminismo descolonial (traficantes de sueños, 2018), altamente recomendable, menciona la importancia de reconocer y pensar la blanquitud por encima de lo que Aimé Césaire denominó en su día la negritud.

Porque la identidad blanca no hubiera existido si no fuera por África. Resulta evidente que lo que nos hace blancos no es una mera cuestión de pigmentación, por la simple razón de que ningún ser humano es blanco o negro, porque no son colores, eso para empezar. El blanco y el negro son, en todo caso, luz o ausencia de luz y es desde esa metáfora donde se atisban los significados que tradicionalmente han operado en el ordenamiento de la explotación humana.

La luz, lo luminoso, viene semantizado como el saber, el conocimiento, el bien, la belleza; en definitiva, la pureza, lo limpio y el bienestar, hasta se asocia a la divinidad, resplandeciente como los destellos del oro. El negro es todo lo contrario: la ignorancia, la desidia, el mal, la fealdad; en resumidas cuentas, lo contaminado, lo sucio y el malestar, asociado al diablo o al infierno, a la mate viscosidad del hollín. Luis Méndez Rodríguez, en su estudio, menciona al pintor barroco Francisco Pacheco y a su Arte de la pintura “hemos aprendido mediante el uso del pintar, que la naturaleza aborrece lo oscuro y lo hórrido”.

La blanquitud es algo que podría entenderse como un estado político (estado en minúscula, igual que leemos estado civil) que engloba una pretensión de superioridad telúrica en cuanto se circunscribiría al continente europeo, lo que parece empezó con la corona española y portuguesa, a lo que se sumarían los británicos y los aún más temidos holandeses, si cabe. Pero la historia no acaba ahí.

A finales del siglo XVIII, el territorio de Guinea, bajo control español, pasó a formar parte del Virreinato de la Plata. Territorios que en el siglo XIX fueron protectorados, en el siglo XX se convirtieron en colonias. Esas colonias españolas fueron unificadas en 1926, durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera, bajo el nombre de Guinea española y no consiguió la independencia hasta 1968, en pleno proceso de la así llamada descolonización, durante el franquismo.

Cánones regidos por la blanquitud

La crítica poscolonial anglosajona ya apuntó hace décadas, en el siglo pasado, la necesidad de diferenciar relatos coloniales narrados desde la blanquitud, en que la cultura “indígena”, por más que se retrate, sigue siendo la otra, la sometida, que puede llegar a actuar como un exótico decorado de fondo para una historia blanca. Desde Robinson Crusoe hasta las novelas sobre China de Pearl S. Buck, o las Memorias de África de Karen Blixen entre otros tantos, aunque tal vez quepa salvar Amok, de Stefan Zweig, por su descarnada honestidad (seguro hay más). Diferenciarlos, digo, de lo que podríamos denominar la intrahistoria (que no es la microhistoria) africana.

No es en obras al estilo de Palmeras en la nieve donde encontraremos a Guinea, esa es otra historia, sino más bien en novelas como Las tinieblas de tu memoria negra (El Cobre, 2009) o en El metro (El Cobre, 2007) de Donato Ndongo (Niefang, 1950).

La literatura africana escrita en español sigue estando ausente – por más que se hallan tomado iniciativas puntuales - en la literatura española cuyos cánones parecen estrictamente regidos por la blanquitud (véase un temario de secundaria o pregúntese a cualquiera para quien el tema no sea objeto de estudio). No hace mucho, vi un documental en que decían que Robert Kennedy afirmaba que toda sociedad tiene los delincuentes que merece. Ante estos silenciamientos, que aún hoy causan dolor a personas bien jóvenes, con su memoria aún a la sombra de ese muro que les sigue manteniendo al margen (son raros) y que les sigue negando la vida de padres o abuelos, cabe pensar si el nazifascismo, que nunca se fue del todo y que hoy goza de plena salud, que se ha abierto camino por el mundo de la mano de la blanquitud, no nos lo hayamos ganado a pulso.

El escritor Donato Ndongo

El escritor Donato Ndongo

Leer a Ndongo es abrir una ventana, que corra el aire. Porque Guinea también tuvo que debatirse contra la dictadura nacionalcatólica, solo que desde el otro lado de la blanquitud. Nos permite asomarnos a una mirada fresca, valorar una perspectiva que aporta nueva luz a las sombras de lo que se sufrió. Con su prosa fluvial y estilo magnético, Ndongo bucea por los cauces de la historia donde blanquitud y negritud se diluyen.

Tanto es así que al empezar a leer Las tinieblas de tu memoria negra, la primera pregunta que uno se descubre planteándose es quién es el blanco y quién es el negro, lo que ya de por sí da mucho sobre lo que pensar. Una pregunta que parece hallarse a ambos lados del espejo. Quién está proyectando a quién, en qué ficciones nos perdemos, y eso que solo acabamos de empezar. Un laberinto, como aquel jardín de senderos que se bifurcan, que nos guía hacia un pasado insólito bajo tejados de nipa entre paredes de madera de calabó, adentrándonos en una narrativa de la noche que rehúye los architípicos motivos clásicos (acto erótico o crimen) para encontrarnos con la realidad mágica oculta al otro lado de la blanquitud. La magia da comienzo en los confines de la historia, donde empieza la realidad.

Murcia y la actividad afroespañola

Literatura de reencuentro. Tanto para el vendedor ambulante del metro como para quien pasa de largo sin verle. Agnès Agboton, en Más allá del mar de arena, donde recoge la tradición oral de cuentos africanos, menciona, con un gesto de infinita generosidad, que hoy, en Barcelona, puede sentarse a hablar con un descendiente de aquellos esclavistas y que eso es progreso.

En la pasada feria de Filmig (Feria Itinerante del Libro Migrante), que pude conocer gracias a la profesora Dunia Gras de la Universitat de Barcelona, el número de obras africanas es apenas la punta del iceberg de su inmensidad cultural. Allí descubrí que, en Murcia, se concentra buena parte de la actividad cultural y editorial afroespañola. Alejandra Salmerón Ntutumu, ante la lógica frustración por esa historia cegada por la blanquitud,  ha dado también su particular martillazo. Fundadora de la editorial Potopoto (www.potopoto.es), trabaja bellos cuentos infantiles inspirados en la tradición africana que forma parte de nuestra historia. Tortugas, árboles imponentes, leones, princesas de negros cabellos ensortijados, ancianas sabias.

Están abriendo ventanas, la luz entra, el aire corre. Solo falta mirar por ellas.