Si el Barça era el ejército desarmado de Cataluña, Manuel Vázquez Montalbán resultó ser su intelectual más multiforme, cuando ese título significaba realizar un montón de cosas y todas bien, a saber: aparecer como uno de los nueve novísimos poetas de Castellet; descollar como el periodista más rápido al Este del Besós desde que era casi un chiquillo; publicar en periódicos y revistas de todo pelaje y condición, artículos de variada silva (en cabeceras como Triunfo, Hermano Lobo o Por favor, pero también en revistas de moda, hogar y decoración, poemas publicitarios por encargo, columnas de humor); elevar la crónica futbolística a la vitrina deluxe --en la que después destacarían Sergi Pàmies, Juan Villoro o Vila-Matas--; rescatar la memoria de la copla de las garras fascistas; ejercer de amigable mosca cojonera de la gauche divine; militar y desertar como comunista a la vez ortodoxo y disidente para engorro y deleite de Manuel Sacristán; constituirse como el primer gourmet guevarista: “¡más vale comer de pie, que vivir de rodillas!”; encontrarse por fin con Pepe Carvalho y así convertirse en el escritor de novela negra más vendido y traducido de España.
Sí, MVM, prolífico de profesión. Todo a la vez y en todas partes, como si una sola vida no le bastara para curar la herida del padre rojo y desencantado que es encarcelado cuando vuelve al barrio chino para conocerle con apenas cinco meses, de la familia gallega emigrante que se esfuerza para que el chaval pueda estudiar, las de los prematuros años de cárcel, la de la erosión de las utopías, en esa perpetua fuga de la pobreza que persigue a todo trabajador de clase obrera.
Para acabar de establecer el mito, hasta su muerte parece teñida de literatura: acaecida nada menos que en el aeropuerto de Bangkok, fulminante y terrible, sin todavía atisbo de decadencia o afloje en su prosa o pensamiento. Con apenas 64 años, que eran tantos y a la vez tan pocos. En cualquier caso, a su desaparición, como suele pasar con escritores de tanto peso e influencia: Cela, Benet, Umbral, Sánchez Ferlosio, le sucedió una lenta y paulatina desaparición de sus ensayos y novelas de las mesas de novedades, como si el mundo editorial necesitara saltarse toda una generación de lectores para volver después con más fuerza, en una suerte de barbecho de la recepción literaria.
Durante estos años, sin embargo, sus creaciones seguían estando presentes entre los géneros, digamos, más populares. En forma de series de televisión, adaptaciones cinematográficas o los cómics guionizados por Hernán Migoya y dibujados por Bartolomé Seguí. También, destilado, en la prosa de sus seguidores como Carlos Zanón o Andrea Camilieri, cada uno a su manera. Como reconociendo una de las características básicas del estilo Vázquez-Montalbán: la mezcla sin complejos, mucho antes de que esto se pusiera de moda, de la alta y la baja cultura, la celebración intelectual de elementos aparentemente de desecho o marginales para los izquierdosos setenteros de ceja levantada –canción popular, fútbol, gastronomía– junto a materiales de alta alcurnia como la novela artúrica, la filosofía o el materialismo histórico. Por decirlo de otro modo: lograr unir a los dos marxismos –el de Karl y el de Groucho– en una gozosa mesa conjunta.
Pero se cumplen 20 años de su desaparición física y al albur de la efeméride –no somos refractarios a los números redondos-- se han ido recuperando alguna de sus obras tanto para las nuevas generaciones y para los huérfanos lectores de antaño, ya heridos de presbicia. Recupera, por ejemplo, la editorial Altamarea, Contra los goumerts, un ensayo por la historia de la gastronomía --desde el fuego crimen al inicio del fenómeno alta cocina— lleno de reflexiones profundas y sentido del humor. También el editor Ernest Folch, que empezó su nueva andadura en Navona reeditando -en formato cómodo, con letra apacible y buenos acabados— alguna de las novelas del autor –Autobiografía de Franco, Los alegres muchachos de la Atzavara, El estrangulador— a la vez que recuperando Recuerdos sin retorno, la memoria del padre realizada por Daniel Vázquez Sallés o la mítica colección de artículos Crónica sentimental de la transición, ambas en Folch&Folch.
Pero la sorpresa saltó cuando el estudioso José Colmeiro se percató de que entre las carpetas del archivo de la Biblioteca de Cataluña se encontraba una novela inédita. No se trataba de un fragmento o un descarte –Vázquez Montalbán solía quemar los manuscritos que no le convencían, a la manera Carvalho--, sino más bien una suerte de caja negra, de fósil o pieza de ámbar con un mosquito paleolítico con el ADN de 1965 intacto: vanguardista, político, desencantado. Una suerte de MVM in pectore, muchos años antes de estallar en popularidad, revoltoso, cansado e intelectual, originalísimo. Sus constantes posteriores contenidas como en miniatura, con el brillo de lo nuevo e intocado. Los papeles de Admunsen es la novela de los 60 sin afectación nostálgica. Una suerte de anti-cuéntame-cómo-pasó escrita desde la constancia de la represión continua, el peligro de la clandestinidad política y el suave oasis de la escena doméstica –ese matrimonio; mitad cárcel, mitad refugio–.
Parece que la novela la escribió a lo Cervantes –desesperado, en la cárcel, tal vez como única salida para salvarse— y el personaje protagonista, Admunsen, nos hace partícipes de sus dudas al salir de la cárcel de los jóvenes, sus dificultades para subsistir y la enfermedad de su esposa Ilsa, también expresidiaria política. El resultado se da de bruces con esa imagen, a veces un poco frívola, o sobrada, tal vez como escudo ante el dolor realmente sufrido, que en ocasiones se ha dado de la cárcel para los presos políticos en el último franquismo. Como si en vez de estar privados de libertad en cárceles inmundas su paso por ellas pareciera una suerte de beca o de creación literaria o máster en el extranjero.
Nos gusta que Los papeles de Admunsen muestre la desesperación de esa experiencia, las dudas que producen en la familia o en sí mismo esos actos de militancia clandestina y sacrificio. La apuesta por la vocación, que podría parecer suicida, de un joven Montalbán afilando la panoplia de armas literarias a las que resultará fiel hasta el final. En definitiva, tenemos un nuevo viejo libro –completo, vivísimo, original– que atesorar en nuestra biblioteca. Ojalá sirva como chispazo para reavivar el interés sobre el resto de su obra.