Miedos y vicios juveniles en Los Ángeles de los años 80
Bret Easton Ellis traza en Los destrozos (Random House), una novela de setecientas páginas sustentada en los códigos y las fórmulas de la ficción de suspense, la memoria sentimental de los niños bien de su propia generación
12 enero, 2024 17:41No hay nada más peligroso que un éxito temprano y la confusión entre la sociología (íntima) y la literatura. En la trayectoria editorial de Bret Easton Ellis, el escritor norteamericano que saltó a la celebridad (global) gracias a la hábil síntesis que hizo entre el suspense emocional y la confesión generacional, en novelas como Menos que cero y, sobre todo, American Psycho, en la que retrataba a un depravado asesino en serie, estos dos ingredientes se confunden hasta el punto de que no se sabe bien qué fue primero, si el hallazgo de una fórmula de relato que sirve por igual para libros y películas, o el predicamento obtenido tras haber vendido muchísimo en un mercado editorial –el Norteamericano– que domina la cultura occidental.
Ellis, narrador de los conflictos y los dilemas de la clase pija norteamericana, siempre navegando entre la cocaína, el sexo confuso, la frivolidad y el vacío existencial, agita un cóctel de referencias generacionales que, sumado a un crudo naturalismo, reflejaron el teen spirit de los años ochenta y noventa en la Norteamérica pudiente. Cabría preguntarse, sin embargo, gracias a la perspectiva que otorga el tiempo transcurrido, si su recurrente naturalismo era en realidad natural, y si las preocupaciones de sus personajes –digamos que primarias– expresan una idea del mundo o, en cambio, se limitan a manifestar los conflictos y experiencias personales de una generación que ya frisa los sesenta años.
El escritor norteamericano ha regresado ahora a las librerías trece años después de su última novela, Suites imperiales –una suerte de secuela de Menos que cero–, con una historia sobre sus años juveniles en el último curso de la escuela Buckley, en la ciudad de Los Ángeles de hace más de cuarenta años, donde vuelve a combinar el relato generacional y los códigos del suspense con el desvelamiento de un asesino como motor esencial de la intriga. Los destrozos (Random House) es una narración muy ambiciosa –alcanza casi las setecientas páginas– pero cuyo aliento parece obedecer más a la réplica (efectista) de una fórmula editorial que a una voluntad real de recuperar, a través de las palabras, un tiempo existencial perdido.
Ellis no es Proust. Tampoco Hemingway. Mucho menos, Scott Fitzgerald. Todas sus novelas, con más o menos variaciones, interpretan obstinadamente una partitura semejante. Menos que cero era la crónica de las turbulentas vacaciones del hijo de unos jerarcas de Hollywood junto a su pandilla de amigos. Por supuesto, ninguno cogía el autobús ni leía filosofía. Las reglas de la atracción repetía este planteamiento: un cuento coral, expresado a través de las anotaciones de los diarios de los personajes, sobre los alumnos de una escuela de arte. La tercera novela –American Psycho– supuso su consagración comercial: el avatar de un yuppie –Patrick Bateman– que trabaja como alto ejecutivo y es un asesino en serie.
La crudeza de este último relato –no demasiado lejos del primer Tarantino, pero sin su irónica mirada pulp– multiplicó el interés por el escritor norteamericano, que supo hacer una industria de la provocación en una sociedad –léase mercado– tan aficionada a la hipocresía como la norteamericana. Su figura –no su estilo– recuerda a la de Truman Capote: homosexualidad conflictiva, pero rotunda; actitud elitista con tendencia a las vanidades sociales y un indudable mal gusto musical. Glamourama fue un retrato sobre la obsesión por la fama y la belleza. Luna Park simulaba ser la disoluta autobiografía (ficticia) de un Ellis enriquecido gracias a los derechos de autor y con una tendencia irrefrenable a los excesos, cuya factura se cobra su estabilidad familiar y psicológica, incluyendo alucinaciones.
El novelista norteamericano no ha dejado en ningún momento de escribir sobre sus propios demonios personales. Incluso Blanco, una suerte de libro de memorias, versa sobre sus aficiones artísticas, relaciones carnales y preferencias políticas. Acaso sea la obra más interesante de toda su bibliografía, al advertir sobre los demonios de la corrección política y su pulsión totalitaria.
Los destrozos es un regreso a su otro yo de los años ochenta. Las memorias, escritas desde el tiempo de la temprana senectud, de un estudiante de Buckley. Un joven de 17 años que descubre el comienzo de una nueva vida adulta, pero cuya estabilidad se ve perturbada por una historia terrible y sangrienta. El libro es como una larguísima crónica de un trauma. El narrador, homosexual secreto con novia, pero excitadísimo ante cualquier aparición masculina, parece una caricatura de Ellis que evoca, desde una supuesta distancia temporal de varias décadas, una etapa de su vida perdida para siempre y que ya sólo es recuerdo.
Hay muchos pasajes del libro donde el escritor norteamericano muestra un indudable talento a la hora de escenificar situaciones, crear atmósfera, dilatar el tempo, afinar descripciones y dotar a los diálogos de perspicacia, sugiriendo el mundo interior del protagonista de la historia, pero tanta ambición narrativa no termina de corresponderse con el resultado final. La narración, ya de por sí excesiva, se demora en exceso en cuadros y escenas grupales, muchas innecesarias, que parecen haber sido concebidas para su adaptación cinematográfica.
La prosa de Ellis, directa, incurre en trucos y códigos previsibles, incluso mecánicos, como cuando su protagonista –que supuestamente escribe muchos años después de que sucedieran hechos– recuerda a la perfección, como si se tratase de un algoritmo en lugar de una persona, las canciones, la ropa y las películas de moda que estuvieron de moda los años ochenta, mostrando una memoria tan colosal como la de Funes, el personaje de Borges.
Los destrozos es una nueva recreación de la fórmula Ellis: cocaína, alcohol, nihilismo cinco estrellas, sexo adolescente y homosexualidad siempre a flor de piel, mezclada con una trama criminal como señuelo. Pero, al contrario de lo que sucedía con sus primeras novelas, donde esta combinación de elementos hizo fortuna, la enésima repetición de los mismos códigos y trucos narrativos lastra–al menos para el juicio de un lector cualificado– la verosimilitud de la narración, convirtiendo el decorado y las figuras del cuento –que se presenta al modo de un relato fidedigno, buscando explotar la celebridad del autor– en un escenario (Los Ángeles) poblado por arquetipos y guiñoles, aunque sin suficiente capacidad grotesca. Ellis parece querer contarnos una historia sobre la pérdida de la inocencia, pero sus criaturas carecen del trasfondo necesario para encarnar dicho tránsito.
Como prematura obra de postrimerías, escrita con un código efectista al que, sin embargo, se le notan todas las costuras, Los destrozos entusiasmará a los devotos de este mundo siempre a medio camino entre la frivolidad, el nihilismo juvenil y la perversión, pero es dudoso que pueda, dada su extensión, enganchar a quienes busquen una novela con asesino ritual. Hay otras mucho mejores y que toman bastante menos tiempo de lectura, aunque al escritor norteamericano su redacción le haya costado muchas horas de esfuerzo durante la pandemia. Ellis ha dicho que ésta fue la primera novela que quiso escribir, pero que cuando lo intentó no se sintió preparado, optando entonces por dar prioridad a otros proyectos menos ambiciosos que, sin embargo, conectaron con el espíritu y la sensibilidad de su época.
Probablemente es una obra que llega tarde, después de que Ellis se haya convertido en un escritor made in Hollywood y sea una referencia en el universo de los podcast, dos influencias que se notan en los efectos y recursos de su escritura, pensados para enganchar al lector a cualquier trance, incluso mediante fórmulas excesivamente evidentes o demasiado obvias. “No puedo ofrecer nada más que esto. Este es mi tema y mi territorio. De algún modo, modestamente, todo empieza y termina en mí”, ha confesado el escritor norteamericano. Eso son Los destrozos. Ellis no miente, pero su buscada nostalgia, la pastoral sobre su juventud perdida, no tiene trasfondo ni epifanía, sino una orografía previsible y estereotipada. Más que suficiente para que la compañía HBO vaya a convertirla en una serie de televisión.