Nadie puede afirmar con seguridad para qué sirven las novelas. Y, menos que nadie, los autores que se dedican a escribirlas. Hay quien piensa que crear una narración es un mero entretenimiento o una vieja tradición en retroceso. Otros creen que las novelas tienen que ser un reflejo fiel de las preocupaciones colectivas de una sociedad. Existen aquellos que desechan el poder del realismo y otros que se rinden al sortilegio (eterno) de las fábulas. Puede incluso que todavía sigan vivos, aunque sea en fase menguante, algunos de los devotos de las novelas de tesis, cuya tarea era enunciar un mensaje trascendente a la humanidad, igual que el Sumo Pontífice dicta su bendición urbi et orbe desde el Vaticano.
Desde hace más o menos dos décadas se publican cada año centenares de libros que, cobijados bajo la apariencia de los relatos culturales, encierran manifiestos individuales o contienen descargos de conciencia, ya sean a favor de cualquier clase de identidad –sexual, cultural, tribal–; prediquen el victimismo o, lo que es más insufrible, deriven en proclamas onanistas que, emulando la vieja afirmación del feminismo –lo personal es político–, acaben concluyendo que todas las frustraciones personales son automáticamente materia literaria.
Cabe pues preguntarse: ¿Cuál es la función de la ficción en nuestra sociedad, marcada en estas dos primeras décadas del siglo por un revival de los fanatismos identitarios donde todo debe ser relativo salvo los nuevos dogmas? El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) se plantea esta cuestión en las cuatro brillantes conferencias que a finales del pasado año pronunció en la Cátedra Weidenfeld de la Universidad de Oxford, uno de los templos académicos de la Literatura Comparada.
El foro de sus reflexiones, inaugurado a mediados de los noventa por George Steiner, y donde hasta el momento únicamente han predicado dos autores en lengua española –Vargas Llosa y Javier Cercas–, intenta alumbrar el conocimiento literario desde la perspectiva de los creadores, como contrapunto a la estricta mirada de la academia. Vásquez cumple con creces esta misión: su meditación sobre la función de las ficciones en el mundo contemporáneo, reunida por Alfaguara en un ensayo con la forma de un cuaderno de bitácora –La traducción del mundo– aborda esta cuestión capital en un mundo donde cada día resulta mucho más difícil distinguir entre la verdad desnuda y sus simulacros virtuales.
El escritor colombiano prolonga en este libro la senda de la magnífica reflexión de Vargas Llosa sobre la trascendencia de la ficción –La verdad de las mentiras–, pero ubica sus ideas en un marco moral: ¿Ha dejado de tener sentido escribir novelas? Es un lugar común, incluso dentro del oficio, decir que las narraciones, comenzando por los relatos y siguiendo con las novelas, ya sean inventadas o basadas en hechos reales, son formas literarias de juventud que, con el curso del tiempo y el paso de los años, son reemplazadas por el ensayo, la historia, el periodismo o la biografía. Acaso esto se deba no tanto a la predilección de la madurez por otros géneros cuanto al hecho que enciende la reflexión de Vásquez: ¿Se ha producido una mutación entre el vínculo histórico que tienen las narraciones imaginarias y las actuales expectativas culturales? ¿Acaso ya no se escriben buenas novelas?
La segunda pregunta alimenta la neurosis (melancólica) del inevitable deterioro cultural. Sin duda, se publican muchos libros mediocres que, al cobijo de la simulación novelística, son meros manuales de narcisismo. Pero parece absurdo pensar que la necesidad de contarnos historias, que es la trama –como diría Ricardo Piglia– sobre la que está construido nuestro mundo, haya entrado en un ocaso acelerado por la súbita revolución tecnológica.
Quienes confunden la literatura con las tendencias del mercado cultural ignoran la verdadera sustancia del arte literario. Vásquez se detiene en algunos hitos de esta tradición –desde el Lazarillo de Tormes al Robison Crusoe de Defoe, pasando por autores como Toni Morrison, Conrad, Nabokov, Joyce, Camus, Kundera o Javier Marías– para reivindicar que este aparente desajuste, que en el caso de las generaciones más jóvenes puede haberse convertido en una fisura, no reside en la distancia existente entre las ficciones presentes y las del pasado.
Es un hecho natural que la literatura se transforme. Lo inédito radica en el cambio de paradigma sobre lo que debe hacer y cómo tiene que hacerlo la literatura. Lo que permite distinguir la literatura de la mera escritura nunca ha sido otra cosa más que una convención social cambiante. Una interpretación nómada que muda en función del contexto cultural de cada momento. La novedad es que en el imaginario social de los últimos años se ha instalado la idea de que una novela tiene que responder a preguntas o reivindicar determinadas actitudes, cuando lo que caracteriza a la ficción es la certeza de que en la vida no existen las verdades inmutables. Ni siquiera en lo que se refiere al suceso narrativo.
En el corazón de todos los libros capitales –El Quijote, Hamlet, En busca del tiempo perdido, los cuentos de Borges– encontramos, entreveradas con la propia sustancia de la ficción, meditaciones, directas o implícitas, en las que son los escritores quienes se cuestionan por la función de su propia creación, como si por un instante dudasen de sus actos. Cervantes inventa la novela moderna por la vía de enmendar los libros de caballerías. Shakespeare sitúa el teatro dentro de la tragedia existencial del Príncipe de Dinamarca. Proust reconstruye con precisión maníaca su mundo desaparecido y Borges alcanza la más alta cumbre del relato corto mediante su disolución narrativa en las coordenadas del ensayo.
Todos son maestros porque dudan. Saben que tienen que elegir entre distintos senderos, todos incoertos. Y, al fundar su propia literatura, desconfían de sus elecciones porque el sentido de la ficción, su mecanismo más íntimo, consiste en cuestionar las verdades rotundas. En prestar atención a seres opuestos a nosotros mismos –los otros– y, en lugar de concluir con un tranquilizador mensaje escolástico y doctrinal, instala entre los lectores esa misma sensación de ambigüedad, o de abismo, que siente el escritor.
Si nuestro presente está plagado de un sinfín de fundamentalismos cotidianos, en mayor o menor grado, la ficción se torna incapaz de dar a la sociedad lo que el momento presente demanda con obstinación: certezas inmutables, autoengaños, discursos de afirmación, virtudes o vindicaciones justas.
El desplazamiento de la ficción desde el centro del contexto intelectual, donde reinó durante siglos, hacia la periferia de la cultura (digital), es –a juicio de Vásquez– un síntoma de deterioro democrático. La discusión, lejos de ser artística, se torna sobre todo política. Moral. “En sectores muy diversos de nuestras sociedades se ha instalado la convicción de que es reprobable contar una historia desde un punto de vista que no es el nuestro”, escribe el novelista colombiano.
Que la literatura moleste y ofenda a los valores sociales dominantes no supone ninguna novedad. Nació así. Es parte de su ADN. La diferencia es que antes, a pesar del hostigamiento del poder, que siempre ha detectado en las ficciones una libertad que no puede controlar por completo, aunque el Estado sea el mayor narrador de imaginarios sociales, esta práctica era entendida por los lectores. Ahora ya no está tan claro.
Las audiencias emancipadas, como las llama Gonzalo Torné en su brillante ensayo-ficción La cancelación y sus enemigos (Anagrama), han dejado de entender, y también de reconocer, la misión social de la literatura. Exigen que todas las novelas sean acordes a su sensibilidad y coincidan con sus prejuicios. Que un libro que emocionaba deje de hacerlo –o lo haga de una forma diferente– entra dentro del orden natural de las cosas. No así que se proscriba, agitando la espada de la anatematización social, el oficio mismo de los escritores, que consiste en ponerse en un lugar distinto al propio para alumbrar lo que es desconocido.
Vásquez dedica estas conferencias, entre otros asuntos, como su interesante reflexión sobre la historia y la ficción, a defender esta manera de concebir la literatura, antítesis de la que Platón reprobaba en la persona de los poetas, esos embaucadores y mentirosos profesionales a los que debían desterrarse de la República. La ironía es que esta fatwa de la antigua Grecia goce de tanta vigencia en nuestro tiempo, donde muchos lectores, en vez de elegir según sus predilecciones, condenan las ficciones que no entienden, promoviendo su exterminio. Ya no es sólo el poder quien hostiga la libertad de la ficción. Ahora lo hace parte de su público.
La literatura ha sabido sortear todas estas restricciones sociales mediante distintos disfraces, desde el anonimato –El Lazarillo, nuestra primera narración sobre un ser vulgar después de La Celestina, tuvo que disfrazarse de autobiografía– a la elección del punto de vista, que es uno de los rasgos que distinguen la literatura clásica, donde las voces de los héroes siempre condensan arquetipos, de la moderna, concentrada en la exploración del sujeto.
“La ficción” –escribe el novelista colombiano– “tiene una capacidad única para dilucidar las complejidades de la experiencia humana –el misterio de cada vida, nuestro vínculo con el pasado, la tensa relación que hemos mantenido con el universo político– y transformar esa interpretación en conocimiento”. Cabe pensar que, a pesar a la insistencia de los nuevos ayatolás de la corrección política, seguirá haciéndolo si pretende sobrevivir.
Cuestión distinta es que, dada esta tensión, haya escritores que se sumen al fanatismo de la identidad, avalen la censura o practiquen la autoficción obsesiva, en vez de insistir en esa forma de disidencia que nos ayuda entender el mundo: un narrador se sitúa en el lugar de otro y, desde esta óptica, cuestiona sus propias creencias. La literatura es un ejercicio que desmiente las identidades comunales. La mejor forma de prevenir el sectarismo. De observar y comprender, en lugar de adoctrinar. De entender que el pasado está vivo en nuestro presente. La única regla de la orden de los insignes caballeros de la incertidumbre: los novelistas.