El regreso de Rosa Arciniega
El rescate editorial de la autora peruana permite reencontrarse con una voz muy singular en el panorama de la narrativa española de los años 30 interesada en el feminismo, la cuestión obrera y la deriva tecnológica
30 agosto, 2023 19:00Esa mujer que ven ahí es la escritora peruana Rosa Arciniega, quien parece apuñalar el suelo con sus tacones. Lleva el pelo corto y los labios de un rojo intenso. Viste boina, camisa y corbata a modo de desacuerdo, acaso la más alta de las diplomacias de su existencia. Posa con la osadía de los que apuestan por entender la vida escribiéndola, mirando hacia los lados y hacia delante, viviendo, como sucede en sus novelas, desde la realidad y la imaginación para adentrarse en las grandes cuestiones de su tiempo: el ascenso de los totalitarismos, la deriva de las sociedades tecnológicas y los nuevos inventos de la radio y el cinematógrafo.
Ella lo explicó así: “Pasar frente a la vida sin dejarse captar por los problemas de la vida, no es humano. Dejarse prender por los grandes conflictos colectivos, esencialmente humano. Negar la existencia del dolor es absurdo. Orillarlo, silenciarlo, antihumano”. Esa estrategia la convirtió en una de las voces más carismáticas y novedosas del panorama narrativo español de los años treinta del siglo XX. Se hizo sitio desde la novela –publicó cuatro títulos entre 1931 y 1934, con gran éxito–, si bien tanteó por igual el relato, las crónicas periodísticas y el drama radiofónico.
Pero de ella, extrañamente, se sabía poco hasta fechas recientes. Su salida precipitada de España al poco de estallar la Guerra Civil confinó su nombre en las páginas de los periódicos que amarillean en las hemerotecas y en los libros de memorias escritos por otros, de esos que sirven para ir completando la incompleta historia de la literatura española durante la Segunda República. Ha sido necesario esperar, por tanto, a la labor de la poeta, filóloga y académica correspondiente de la Peruana de la Lengua, Inmaculada Lergo, y la editorial Renacimiento para darle contorno a su vida y descubrir la potencia de su mercancía.
Ahora se conoce que esa mujer nació, tras soltar un grito de fiera distinta, en la ciudad de Cabana –provincia de Pallasca, departamento de Ancash, Perú– el 18 de octubre de 1903, si bien estableció el anómalo cuartel de su infancia en Lima. Allí cursó los estudios primarios en el colegio San José de Cluny, un centro de elite regentado por monjas francesas. Entonces aún giraba la cabeza cuando alguien pronunciaba su nombre completo: Rosa Amalia Arciniega de la Torre. “Mis padres me contrariaron mucho en mi vocación”, recordaría la narradora peruana.
No hay muchos más datos de su infancia y juventud, salvo que pudo formar parte del círculo del ideólogo José Carlos Mariátegui, fundador del Partido Socialista Peruano, y que se casó en 1924 con José Granda Pezet. “Había tenido unas fiebres de Malta, y el médico me recomendó hacer un largo viaje. Hice el viaje por Europa”, confesó Arciniega en la revista gráfica Estampa, donde llegó a ser retratada, en pleno vuelo, a los mandos de un aeroplano. En 1928 se estableció en Barcelona, donde nació su única hija, Rosa Amalia. Al año siguiente ya estaba instalada en Madrid, la pista de despegue de su carrera literaria.
“El ambiente intelectual y artístico tan rico, plural y activo fue el más propicio para una mujer inquieta, inteligente y comprometida como lo era Rosa Arciniega”, explica Inmaculada Lergo, quien la ha situado en los más altos cocederos intelectuales de la España de la época. Aparece por igual en la órbita de la tertulia de Ortega y Gasset en torno a la Revista de Occidente que incrustada en la nómina de las sinsombrero (al lado de Concha Méndez, Ernestina de Champourcín y Maruja Mallo), pronunciando conferencias en el Ateneo de Madrid y el Lyceum Club Femenino.
A grandes trazos, Arciniega era una escritora sofisticada que tenía su entusiasmo en las grandes cuestiones humanas y sociales. No debió existir criatura más independiente, rara y voraz en aquel Madrid de raros y voraces que aún conservaba una felicidad de poblacho con río. “Vive rodeada de extrañas cosas: cráneos de indios, minerales, serpientes en alcohol, pipas de Kif… Muy moderna, muy nueva, con algo de faquir indio y de camelia. Parece una antigua princesa india que está en trance de conquistadora de Europa, disfrazándose para ello con un traje de muchacho”, se puede leer sobre ella en la prensa de la época.
Consta que en 1933 estuvo entre los firmantes –junto a César Vallejo, Manuel Machado, Corpus Barga y Pedro Garfias– del manifiesto en contra de la pena de muerte impuesta en Perú al escritor Eudocio Ravines. También apoyó a Carlos Oquendo de Amat, quien, desde Francia y enfermo de tuberculosis, se trasladó a un hospital de Madrid y, desde allí, a un sanatorio de la sierra de Guadarrama. Este poeta murió pronto, con sólo treinta años, dejando una única obra publicada, 5 metros de poemas, que se cuenta entre las grandes de la poesía peruana de vanguardia. Al parecer, ella costeó el entierro del desdichado vate en la primavera de 1936.
Ya por entonces, Arciniega había dejado su firma en algunas de las publicaciones más prestigiosas, de la Revista de Occidente a La Gaceta Literaria, al tiempo que ejercía un reporterismo de tono audaz en revistas y periódicos como Nuevo Mundo, Blanco y Negro y Ahora. Entre sus trabajos informativos tiene especial interés el reportaje por entregas titulado 'Por el milenario imperio de los incasp, resultado de un viaje de cinco meses por todo el Sur de Perú, que verá la luz el año próximo en Renacimiento, junto a una novela corta y diversos cuentos y leyendas de tradición indígena.
La escritora también puso en circulación a comienzos de los años treinta un puñado de novelas de clara temática social, marcadas por el pulso de una complejidad que a veces parece espontánea. En ellas se presenta como portavoz de una colectividad a la intemperie: “Siempre me ha interesado la lucha del trabajo, el triste escenario de la miseria: esa cosa humana y desgarrante del proletario, de la gente humilde en general”. De ahí que la mayor parte de su catálogo de personajes tenga un marcado carácter trágico. Son seres obligados a la rebelión por una avería, por la herida de sentirse fuera de sitio.
Así, en mayo de 1931, Arciniega publicó Engranajes, celebrada como una “novela de obreros”. Le siguió, en diciembre de ese mismo año, Jaque-Mate (Panorama del siglo XX), donde prevenía sobre los totalitarismos. En 1933 sacó Mosko-Strom, un relato distópico que alertaba, como lo hizo un año antes Aldous Huxley en Un mundo feliz, sobre los peligros de una sociedad que asimila el progreso con el desarrollo tecnológico. Finalmente, Vidas de celuloide. La novela de Hollywood cerró su ciclo de grandes narraciones en 1934 con una mirada crítica a la industria del cine.
Parece, sin embargo, que su vida se deshilacha tras su salida de España en el verano de 1936, como si fuese más complicado seguirle la pista, pero en ese tránsito dejó también un importante número de piezas sueltas para su puzzle literario. Realizó colaboraciones periodísticas en El Tiempo de Bogotá, La Crónica de Buenos Aires, El Universal de Caracas, El Diario de Nueva York, La Prensa de San Antonio –Texas– y La Opinión de California, en las que abordó temas culturales, muchos de ellos españoles: Lorca, Gregorio Marañón, Menéndez Pelayo, el estreno de La Celestina de Margarita Xirgú o la influencia de César Vallejo.
Además, fruto de una exhaustiva labor de documentación por diversos lugares de América, fue publicando una serie de biografías noveladas de conquistadores: Don Pedro de Valdivia: conquistador de Chile (Santiago de Chile, 1943), Dos rebeldes españoles en el Perú: Gonzalo Pizarro (el gran rebelde) y Lope de Aguirre (el cruel tirano) (Buenos Aires, 1946) y Pedro Sarmiento de Gamboa, el Ulises de América (Buenos Aires, 1956), que siguieron a una primera, escrita en España y que salió de imprenta cuando ya abandonaba la Península –Pizarro. Biografía del conquistador del Perú (Madrid, 1936)–. De igual modo, elaboró tres biografías líricas: Beethoven, Schubert y Chopin (1937), que se quedaron sin ver la luz.
“Rosa Arciniega no volvió, sin embargo, a publicar más novelas, por lo que el valor de la narrativa desarrollada en España cobra una especial relevancia en el conjunto de su trayectoria”, ha subrayado Lergo, quien también ha rastreado su labor diplomática –fue la primera mujer peruana acreditada como diplomática ante un gobierno extranjero– y política, como una de las firmantes del manifiesto en defensa de Hungría (1957). “Yo soy anarquista mística”, confesó alguna vez la escritora, quien creía llevar un orden puro por dentro sin darse cuenta de que su mejor talento era provocar la duda por donde pasaba. Afincada en Buenos Aires, falleció el 30 de noviembre de 1999.