Una crónica, un libro de memorias, un ensayo. Descampados (Tusquets) es, como su título indica, un espacio aparentemente vacío por el que transitar con cierto desorden y mucha libertad. Para su autor, Manuel Calderón, (Peñarroya-Pueblonuevo, Córdoba, 1957) periodista cultural de largo aliento, el descampado es un territorio moral que explora y reivindica a través de la escritura, dialogando con Camus y Pasolini, y dirigiendo su mirada hacia atrás, a la vez que proyecta en el presente una mirada humanista del individuo y del mundo.
-Descampados es un término al que usted dota de muchos matices, así que empecemos por aquí: ¿Qué entiende usted por 'descampado'?
-El título, ante todo, alude a un hecho físico, al descampado de mi niñez: un espacio muy puro, donde todavía no había basura. Era un lugar sin orden, sin poder, que nadie administraba y que nos permitía establecer una relación directa con la naturaleza. Por esto lo defino como un jardín comunitario. Era un lugar, además, muy propio del desarrollismo español y también del desarrollismo de otros países cercanos, como Italia.
A la hora de acercarme a este espacio, lo que he intentado es de escapar del patetismo de suburbio. Es decir, no me interesaba construir un mundo patético de extrarradio, puesto que no me parece nada interesante, por lo menos actualmente. Me pudo interesar en su momento a la hora de leer la narrativa de Marsé o, incluso, de Casavella, pero ya está.
Para mí el descampado es un espacio metafórico, es un territorio moral y, como todo territorio moral, es una aspiración: un lugar desde donde poder mirar el mundo sin excesivas ataduras, sin excesivas convicciones. A la hora de hablar de Descampados me gusta reivindicar un concepto hoy poco empleado, pero para mí esencia: el humanismo.
¿Por qué?
-Porque para mí es esencial esa idea de que en el centro de todas las cosas están las personas.
-Usted pone a las personas, y en concreto a los inmigrantes que llegan a Cataluña de otras partes de España, en el centro de su libro, pero evita caer en el patetismo y el paternalismo.
-En la medida en que escribía el libro me daba cuenta de lo importante que era no caer en el paternalismo, sobre todo a la hora de describir la realidad del inmigrante, como lo eran mis padres y la gente que me rodeaba. La inmigración no es algo dramático de por sí, depende de las condiciones: no es lo mismo subirte a una patera y jugarte la vida que coger un tren o un autobús y desplazarte a otro lugar en busca de una vida mejor.
Los inmigrantes de aquellos años eran personas que venían a Cataluña a trabajar y a ser felices. Por esto, rechazo que se vierta esa mirada paternalista y patética sobre ellos, esa mirada que los convierte en víctimas per sé. Pienso, al respecto, en el fotógrafo Xavier Miserachs.
De haberlo podido entrevistar le preguntaría qué estaba haciendo fotografiando a las seis de la mañana a esas personas que llegaban de un viaje de 24 horas. ¿Por qué no les preguntó su nombre? ¿Por qué no les preguntó de dónde venían y a dónde iban? Simplemente, intentó captar la fotografía que transmitiera la idea de inmigrante asociándola al dolor o la pobreza. No le interesó saber nada de ellos.
-Veo que la foto de Miserachs le revuelve bastante.
-Sí, esa foto me revuelve. Recuerdo hablar de la obra de Sebastiao Salgado con Alberto García Alix y que este me comentara que él desconfía mucho de esa fotografía en la que se ve claramente que el fotógrafo es incapaz de tomarse un vaso de vino con el sujeto fotografiado. Lo único que busca es su dolor.
-¿Ser periodista le mueve a preguntar, a saber y a no limitarse a mirar?
-Sin duda. Si nuestro objetivo únicamente es dar contenido a un titular puesto antes que nada no estamos haciendo periodismo. El periodismo se hace al contrario, el titular es lo último. Se empieza preguntando, tratando que las personas de las que vas a escribir te cuenten lo más posible.
-¿Tuvo que hacer muchos equilibrios para combinar la historia de los demás con la suya propia?
-Yo he tratado de ser bastante pudoroso y, de hecho, algunas de las personas que habían leído el libro cuando todavía no se había publicado me comentaron que debería aparecer más. Pero mi intención no era meterme en la autoficción ni ponerme en el centro de la narración. La escritura de Descampados fue muy lenta; comenzó en cuadernos, sin excesivo orden y sin nada de urgencia.
Muchas de las cosas de las que hablo las conocí siendo periodista, pero que no pude contar en su momento. Concebí el libro como un descampado, un espacio sin un orden concreto, sin argumento y en el que yo podía arrojar cosas diversas para así construir un trencadís guadiniano. Frente al alicatado español, quería utilizar pequeñas piezas que, sin encajar perfectamente, permitían construir una superficie porosa.
-¿Es un reflejo de una sociedad en la que muchas cosas no encajan, pero que no se entiende de otra manera?
-Mientras escribía el libro tuvieron lugar dos fenómenos políticos entroncados por la identidad: por un lado, el nacionalismo y, por tanto, la búsqueda de una identidad nacional y el intento de constituirse como un pueblo con una entidad histórica propia. Por otro lado, está la búsqueda de la identidad personal y la idea de que todo el mundo necesita una identidad que vaya más allá de la de ciudadano.
Aparecen así individualidades diferenciadas, cada una de ellas con derecho a marcar su identidad. Estos dos fenómenos se filtran en el libro, pero no porque a mí me interese escribir en contra de una identidad o de otra, sino porque reafirman esa idea de humanismo a la que antes aludía a través de la presencia de muchos autores que me interesan, como Pasolini o Camus, por citar a dos.
-El descampado es un espacio más que recurrente en Pasolini, una figura contradictoria y problemática en muchos aspectos.
-Pasolini era un ser absolutamente contradictorio. Un ser humano demasiado humano. No sólo el descampado está muy presente en su literatura, sino que su cuerpo aparece también en medio de un descampado, en Ostia, que es un lugar que, a pesar de los años transcurridos, sigue siendo hoy un descampado.
Nanni Moretti, en Caro Diario, recorre Ostia subido a su vespa y tú, espectador, te das cuenta de que ese territorio sigue siendo el mismo descampado en el que fue asesinado Pasolini. Lo único que ha cambiado es que hoy hay un monumento, bastante absurdo, en recuerdo al cineasta. Obviamente no van a poner su nombre a ninguna calle y menos aún a un colegio. Pero lo que me llamó la atención cuando fui a Ostia es que apenas nadie acude a ver este monumento. Es un lugar totalmente abandonado donde no hay nadie. Más que comunista, Pasolini era un cristiano.
-Le echaron del PCI por homosexual.
-Efectivamente, como le sucedió a muchos otros, como a Gil de Biedma. Lo que a mí me interesa de Pasolini es la relación que tenía con su madre, una mujer friulana, cuya lengua, el friulano, quiso salvaguardar a través de su escritura.
Salvando todas las distancias, este gesto de Pasolini me sirvió mucho a la hora de construir Descampados, pues tuve presente la idea de una lengua original y originaria que es la de los padres. Me refiero a una lengua no sociológica, una lengua no contaminada por el afuera. Esto es clave para comprender a Pasolini, que veía en esos chicos del arroyo y en su expresión la pureza que también encontraba en el habla de su madre.
-¿La especulación inmobiliaria ha terminado con los descampados?
-¿Hasta qué punto han desaparecido realmente los descampados? Cuando te vas al extrarradio te encuentras con centros comerciales que no dejan de ser también descampados. Lo vemos en París/Texas, donde Win Wenders, para explicarnos que estamos en Los Ángeles, lo que hace es filmar desde un aparcamiento un carrito de la compra y un avión que está a punto de aterrizar.
Por tanto, el descampado persiste, aunque ya no es como antes, porque se ha construido. Esto no es en realidad algo malo. El otro día veía cómo era Hospitalet en los años de mi infancia y es inevitable preguntarse cómo se podía vivir en aquellas condiciones. Lo que sucede es que hoy en el descampado se ha construido mucho, pero, a diferencia de antes, hay también mucha soledad, que es una de nuestras grandes plagas.
-¿Podemos hablar verdaderamente de progreso? ¿Se ha construido pensando en las personas o en los beneficios de unos pocos?
-Los únicos que no creen en el progreso son las personas privilegiadas. La ciudad de ahora no es la ciudad de antes, y el extrarradio tampoco. Dicho esto, es cierto que en el descampado las personas adquieren una rotundidad muy fuerte. Hoy es muy difícil estar solo en el espacio público y resulta también sospechoso. En el descampado, por el contrario, era posible estar solo. No pasaba nada. Por esto hablo de la rotundidad de las personas en el descampado.
-Hablemos de las Olimpiadas del 92.
-Con las Olimpiadas, que yo viví muy de cerca, se sacrifica una Barcelona y se idea otra. Por un lado, está Josep Acebillo, que dirigió a un grupo de jóvenes, llamado las costureras, que iban cosiendo zonas de la ciudad completamente desconjuntadas. Por otro lado, está la transformación de un lugar mítico, la Barceloneta, que se convierte en lo que es hoy. Aparece, asimismo, el Raval tal y como lo conocemos, con su Rambla. Antes no solo era completamente distinto, sino que incluso se lo conocía con otro nombre: El barrio chino. No era un lugar idílico.
Es cierto que ahí iban a divertirse toda una serie de poetas, la de la generación de los 50, pero luego todos ellos volvían a su casa, en la zona alta de Barcelona. Recuerda lo que decía Engels: todo por la clase obrera, menos vivir con ellos. Este es el tema. Se idealizan determinados lugares porque no se pertenece a ellos y porque se hereda una visión y una lectura de estos lugares que no es la de quien habita, sino de quien, no perteneciendo a ellos, los visitaba como divertimento.
Creo que Jaime Gil de Biedma endulza excesivamente unas determinadas realidades, mientras que Gabriel Ferrater es más duro. Baste recordar Canción del atreverse a poder, ese poema, leído a un teatro Price lleno de gente, en el que se decía: “Atrévete a poder dar trabajo a charnegos’. /Con tu sueldo, comprarán vino bastante agrio/para que en tres años les pudra los dientes. /No te dé miedo: tú toma el opio de los ricos /(opio, te llega de Escocia y de Roma)”. Hablando de Ferrater, recuerdo a José María Valverde.
-Usted fue su alumno.
-Efectivamente. Tras el franquismo, él regresa a la universidad y recupera su cátedra de Estética. Poco tiempo después le invito al aula de cultura de Bellvitge a presentar un libro de Cortázar junto al editor Mario Muchnik y a Rigoberto Paredes, un poeta hondureño que andaba por Barcelona y que era amigo de Agustín Goytisolo.
Además de ser un grandísimo intelectual poco reconocido, dicho sea de paso, Valverde era una persona muy buena y de una rectitud ética increíble. Tenía un espíritu verdaderamente cristiano, basado en la compasión y en la ayuda al próximo. Esta es, para mí, la clave de la civilización: ser un buen samaritano.
-Usted se ha dedicado al periodismo cultural. ¿Se reconoce en el periodismo de ahora?
-A ver, es cierto que los ochenta, los noventa e incluso los primerísimos años de los 2000 fueron una época buena para el periodismo y, en concreto, para el cultural. Es una época ilustrada en el sentido del conocimiento de las artes, de libros, pero...
-¿Qué le ha pasado al periodismo cultural? ¿Precarización? ¿Desinterés por la cultura por parte de los medios?
-Ante todo, se ha producido un desarrollo tecnológico: la entrada del mundo digital lo ha transformado todo. Y luego está la poca musculatura de la vida intelectual en España. Debates en torno a lo políticamente correcto o al pensamiento woke no tienen lugar en países como Alemania o Italia, donde hay una vida intelectual más fuerte y donde los intelectuales se han posicionado ante estas y otras cuestiones hace ya mucho tiempo como para que debates provenientes de las universidades norteamericanas cuajen de esta manera tan fuerte y tan superficial como lo están haciendo aquí.
En España, existe una palabra terrible, lo auténtico, que tuvo mucha fortuna en su momento y que alude a una especie de casticismo que da valor a la autenticidad y a la boutade antes que al pensamiento y la reflexión. De ahí que el intelectual siempre haya figurado como alguien sospechoso y se haya valorado más a las personas que sienten y dicen las cosas, aunque estas sean una barbaridad. Todo esto ha afectado a la vida cultural e intelectual del país y, de rebote, al periodismo cultural que se ejerce.
-Habla del intelectual, pero es un término que está completamente pervertido. Basta escribir un libro o firmar un manifiesto para ser calificado de intelectual.
-Sí, esta es otra cuestión, pero efectivamente es así. Yo he conocido una época muy buena de la universidad durante mis años en Barcelona; hablo de una universidad donde había una serie de profesores admirables en términos intelectuales pero que quedaron excluidos de la conversación pública. Ellos siguieron en sus cátedras, publicaron grandes trabajos académicos, pero, como digo, quedaron fuera del espectáculo público.
Pasados los años, cuando estos profesores ya no estaban, la universidad, al menos la que yo conocí, comenzó a resentirse bajo muchos aspectos, también en términos intelectuales/culturales. Hubo quien se dio cuenta. Ese fue el caso de Jordi Llovet, por ejemplo, pero hubo también otros. Con el tiempo fueron muchos –ahí estaba Eugenio Trías y ahí está Rafael Argullol, entre otros- los que reconocieron y reconocen el legado de aquellos catedráticos –Valverde, Blecua, Riquer- que dotaron de excelencia a la universidad.
-¿Se podría decir que articularon el pensamiento de todo un país?
-En gran medida, sñi. Y no debemos olvidarnos de Ramón Valls Planas, uno de los más grandes especialistas en Hegel y en los estudios hegelianos de toda Europa, puesto que a él le debemos la publicación en España de la Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas de Hegel. ¿Qué importancia tiene este libro?, quizás se pregunte alguno.
Pues tiene una enorme importancia. Todo gran país necesita una gran cultura. Valls Planas lo sabía y, por esto, a pesar de que Alianza no quiso publicar esta grandísima obra de Hegel, lo siguió intentando. Al final fue la editorial Abada, quien la publicó y, al hacerlo, puso uno de los grandes pilares de la cultura occidental. ¿Quién se acuerda hoy Ramón Valls Planas? Apenas nadie, pero ahí está su legado.