Existe un malentendido que acostumbra a asociar al ensayo, uno de los dos grandes géneros literarios modernos –el otro es la novela–, a esa clase de arte donde la presencia del yo (textual) se convierte en insistencia, adquiriendo una importancia de naturaleza fundacional. Sin ser incierto, establecer una equivalencia mecánica entre una voz que reflexiona y el género que inauguró Michel de Montaigne es incurrir en una reducción formalista. Y a veces, como ocurre en el libro Ensayismo (Anagrama) del escritor irlandés Brian Dillon, contribuye a presentar ante los lectores un sucedáneo que nada tiene que ver con un cuadro original.
No se alarmen: Benjamin (Walter) ya dijo en su día que desde el momento en el que una obra de arte puede ser reproducible ad infinitum su aura sagrada se esfuma. No se trata de eso. Es que los índices de lectura en España no están como para abusar de ciertos escabeches, aunque, como diría Kurt Vonnegut, so it goes. Dillon (Dublín, 1969) es profesor de escritura creativa en la Queen Mary University de Londres, editor de la revista Cabinet en el Reino Unido y colaborador de diversas cabeceras y publicaciones de prestigio. Se le presupone suficiente conocimiento del medio, por decirlo en términos ambientales, sobre el particular.
Su libro, sin embargo, naufraga en su objetivo –enunciado en la contrasolapa– de hacer un “ensayo sobre los ensayos, sobre el arte de escribirlos y placer de leerlos”. Los paratextos editoriales, ya saben, tiran todos los días la casa por la ventana. Tienden a la exageración y se encomiendan a la sugerencia de lo superlativo. Exigencias del género, claro es, pero en su enunciación debe haber alguna partícula de autenticidad. Un poco de verdad. No es el caso. Dillon, en efecto, ha escrito un ensayo (algo que él llama con este nombre), pero no lo hace sobre el ensayismo (literario), sino acerca de sus anécdotas como escritor-que-piensa-sobre-la-escritura y como un lector en busca de un Santo Grial que no acaba nunca de identificar.
Ensayismos debería tener otro título y una filiación diferente. La obra es, en realidad, un diario que reúne todos los lugares comunes sobre el asunto –incluida la socorrida cita a Starobinski–, pero sin conducirnos a parte alguna. Contiene algunos pasajes acertados (las referencias a los escritores en las que, al modo académico, se apoya) y trata referencias interesantes (Elizabeth Hardwick o Cyril Connolly), pero su universo es estrecho. Se limita al ámbito anglosajón (lo cual es un vicio muy catalán, como ustedes, queridos lectores, ya saben de primera mano) y es incapaz de plantear las nociones esenciales sobre la materia de la que versa, porque no las fija de forma clara y precisa. Todo es demasiado líquido.
Algún cráneo privilegiado dirá que no es necesario porque un ensayo, según la etimología, es un disquisición que no tiene como finalidad ni la erudición, ni la sistematización, ni tampoco la obligación de llegar a un desenlace o dar una conclusión categórica. Dillon, de hecho, se acoge todo el rato a esta licencia, bastante tramposa. Olvida que, por muy libre que sea la forma literaria inventada por Montaigne a partir de su subjetividad –“El objeto de mi libro soy yo mismo”, escribió el señor de la Torre–, el corazón del ensayismo, su hálito artístico, no es el yo de su autor, aunque se enuncie bajo este disfraz, sino la literatura de ideas.
Un ensayo es una interpretación argumentada que alguien –la voz ensayística– realiza sobre lo que ve, lee, vive o le rodea. Todos los buenos ensayos –véanse los libros de Alfonso Reyes u Octavio Paz, en la tradición hispánica; o los casos de T.S. Eliot y Auden, en la línea que se expresa en inglés– tienen una forma distintiva de mirar el mundo y al ser humano. Dillon no hace esto. Lo suyo es más prosaico: gracias al apoyo del Arts Council of England, que financia sus ejercicios de divagación, compone un collage con textos sospechosamente breves publicados antes en The Guardian, Irish Times, Five Dials y la propia revista Cabinet.
A continuación les pone un título genérico, sugerente; inventa un supuesto vínculo entre ellos con la socorrida teoría del yo-yo (el sujeto que escribe es el que otorga unidad a la dispersión característica del género) y, pasito a pasito, en un alarde sumamente meritorio, termina contándonos toda su vida, incluida una depresión y su obsceno coqueteo con el suicidio.
Al contrario de lo que sucede con los verdaderos ensayos no existe aquí ni un ethos que nos alumbre el camino –los ensayos son, en cierto sentido, viajes al corazón de las tinieblas de nosotros mismos– ni tampoco (otro de los rasgos de un género tan mestizo) un grand style que arrope las ideas sobre las que se escribe. Al no encontrar nada de lo primero –un carácter retórico, en el sentido más clásico del término– es genéticamente imposible hallar lo segundo. Estamos pues ante un naufragio posmoderno.
Todas las calamidades, no obstante, dejan algunas enseñanzas. Muestran, por ejemplo, cómo diferenciar un fake de un original y ayudan a distinguir las voces de los ecos. Señala el escritor irlandés que llamar “género” al ensayo no es “pertinente”. Y afirma que el secreto de su naturaleza “es la simultaneidad de lo agudo y lo susceptible”. Una combinación –agrega– de “exactitud y evasión”. Muchas de estas impresiones, como a vuelapluma, de Dillon contradicen sus propias aproximaciones a la descripción del ensayismo. Planea sin llegar volar. Su prosa parece un borrador de dudas y preguntas que se encierran sobre sí mismas. No argumenta ni siquiera aquello que rebate o discute. Únicamente enuncia. Y hace listas.
Escribe, en definitiva, lo que le pasa por la cabeza amparado en la falsa convención de originalidad que dice que un ensayo es una búsqueda. Puede ser, pero no es su caso. El lector no sabe qué persigue ni adónde va. Si hubiera presentado estas reflexiones personales sobre la escritura como un diario de sus lecturas nada cabría objetarle. Hay un público para estas cosas. Pero que haga pasar como un análisis a fondo sobre el ensayismo una colección de textos de ocasión sobre asuntos tan remotos como los aforismos, el arte de la fragmentación o sus frustraciones íntimas como reseñista no nos parece un acto moralmente honesto.
Más bien muestra cierta incapacidad para –como recordaba el gran Bukowski– decir la cosa. Hay anécdotas que sí pueden ser elevadas a la condición de categorías, pero lo huero no constituye una teoría. Es cierto que el asunto no es nada fácil: el ensayismo, si hubiera que condensarlo en una descripción, se reduce al ensayista y a sus circunstancias intelectuales. Distintas, en cada caso. Por eso escasean las semejanzas en este género donde cabe toda la libertad del mundo, igual que sucede con la novela. La ausencia de bridas es su poética.
Dillon deja sin explorar este territorio fecundo. No cabe duda de que cuenta con valedores y recursos (públicos), pero no son literarios. La literatura es una artesanía, pero dista de ser un mero compendio de citas y divagaciones con notas sensibleras, un formato antes explorado –acaso con más acierto– por el escritor irlandés en Imaginemos una frase (Anagrama), donde glosaba pasajes de Shakespeare, Donne, Quincey, Stein, Virginia Woolf o Joan Didion.
El ensayo es un género subjetivo y fronterizo, no la confesión de un ególatra. Importa a quién y cómo se transmiten las ideas y las sensaciones individuales. Es un diálogo entre el autor y sus lectores. Y esto exige que su retórica tenga sentido, su perspectiva sea profunda, aunque no agote su asunto, y deje espacio al receptor para reflexionar. Por decirlo con las palabras del propio Dillon: “Los ensayos son íntegros, sin costuras, de buena factura, salvo cuando no lo son, cuando se fracturan y malogran y se abren a la posibilidad de que no gustarán. Por supuesto, ambas tendencias pueden convivir en el mismo ensayo”.