California, el reverso de la quimera del oro
La periodista Joan Didion escribe, a partir de su trayectoria vital, una historia alternativa sobre los viejos mitos de la costa Oeste de Estados Unidos como perpetua tierra de prosperidad
22 julio, 2022 22:40Nadie contempla dos veces el mismo cuadro. Ninguna persona lee de forma idéntica un único libro. Ninguna experiencia es singular. Nada se comparte. Los recuerdos íntimos no son memorias, sino vivencias nuevas. “I was lyin' in a burned-out basement / With a full moon in my eyes / I was hopin' for replacement / When the sun burst through the sky” (“Estaba acostado en un sótano quemado / con la luna llena en mis ojos / Esperaba el relevo / cuando el sol estalló a través del cielo”), canta Neil Young en su gloriosa After the Gold Rush, una canción donde se evoca el impacto medioambiental de la fiebre del oro, aquella demencia comunal que entre 1848 y 1855 convirtió a California en un hormiguero a cielo abierto poblado por emigrantes, balas perdidas, aventureros, prostitutas, buscavidas, asesinos, vendedores de baratijas y negociantes con la botas llenas de polvo del resto de la Unión.
Todos salieron una mañana incierta a los caminos del Medio Oeste, desde el Sur o el Este, con lo que tenían, cargados también de lo que carecían, hacia Sutter´s Mill, (Coloma) donde las gacetillas anunciaban el descubrimiento de una veta del país de Eldorado, el imaginario paraíso de la América española, pero situado a miles de kilómetros al Norte de donde se suponía que debía estar un reino cubierto de riqueza mineral. Más de trescientas mil almas cruzaron –a pie y en carretas– montañas, lagos y desiertos con serpientes y hienas para alcanzar el Valle de San Francisco y acabar topándose con las infinitas playas del Pacífico.
Así se forjó la mitología del Oeste: en un país ensanchado hasta el límite, ganado a la geografía de la antigua Nueva España –las ancestrales misiones religiosas, diseminadas a lo largo del paisaje hostil, darían nombre a los nuevos asentamientos, más tarde transformados en metrópolis– los pobres de espíritu y hacienda perseguían, igual que los bíblicos hijos de Israel, una Nueva Jerusalén. Una tierra sagrada que nunca habían pisado. Desde entonces, el nombre del Estado, salido de Las Sergas de Esplandián (1510), el libro de caballerías escrito por Garci Rodríguez de Montalvo, regidor de Medina del Campo, quedó vinculado al triple ideal de prosperidad, bienestar y utopía. Un sueño que todavía reverbera, aunque la realidad quede muy lejos de esta proyección imaginaria. “Cada viajero que llegaba había renacido en la naturaleza salvaje y se había convertido en una criatura nueva”. Todos confiaban en la posibilidad de amasar una fortuna súbita gracias a un milagroso golpe de suerte.
Las grandes epopeyas ejercen sobre la gente un efecto místico: hacen creer a los desesperados que la vida tiene remedio y la calamidad obtiene una recompensa. Por eso también son un inmenso negocio: el desengaño no renta; el ansia de triunfo, que para una mayoría se reduce a la supervivencia, en cambio, hace millonarios a sus falsísimos profetas. Es una historia secular: los espacios que encarnan un determinado imaginario cultural –en este caso, California– se muestran sin llegar, en el fondo, a descubrirse por completo. Todos creemos conocerlos al detalle, de primera mano o por referencias indirectas, pero cuando sobre ellos se proyecta un plano corto se descubren distintos, agrios, como desmentidos de sí mismos.
A partir de este ejercicio de autocrítica sobre lo que se ama, la periodista Joan Didion (1934-2021), escribió hace casi una década un libro –De donde soy (Random House)– con material publicado en The New Yorker y The New York Review of Books, en el que mezcla recuerdos familiares, lecturas, estampas de infancia, estadísticas y, sobre todo, historias anónimas de gente desconocida, adelantados de aquella fiebre irreal que desde entonces no ha dejado de transformar los surcos de aquella tierra. El libro, como otros escritos previos de la minimalista autora de Sacramento, que se hizo célebre por sus artículos en la revista Vogue sobre los años lisérgicos de la América de la contracultura –véanse Los que sueñan el sueño dorado o Río revuelto– es fragmentario, narrativo, evocativo.
Carece de estructura y se enuncia como una sucesión de pasajes sobre un paisaje –el de la auténtica California– alterado primero por las grandes infraestructuras que permitieron su colonización, reventado más tarde por una codicia sin límites ni tasa, marcado por el crack de 1929, urbanizado tras la Segunda Guerra Mundial al calor de la burbuja inmobiliaria que creó una simulación de clase media –motor de la sociedad consumista–, sueños de veteranos, industrias aeronáuticas, turismo hedonista, ferrocarriles de la Southern Pacific Company, sueños rotos, parques temáticos, Drive Inn´s y las hirsutas colinas de Hollywood.
“No hay ninguna forma de lidiar con todo lo que perdemos”. Didion escribe, movida por la muerte de su madre, una nonagenaria que, fiel hasta el final a la costumbre de las antiguas llamadas de larga distancia, colgaba el teléfono en mitad de una conversación, cuando oía alguna frase superflua, sin siquiera despedirse, para abaratar el coste de la comunicación telefónica. Su deceso la enfrenta con su lugar de origen, que, al contrario que en las décadas previas, en su crepúsculo contempla de forma distinta, con una mirada mucho más realista que establece un juego de espejos y contradicciones entre la ficticia imagen de California, y de los propios californianos sobre sí mismos, y la verdadera realidad histórica.
El libro de Didion no enuncia ninguna tesis concreta. Su opción retórica es otra: contraponer las visiones más depuradas de la epopeya oficial con testimonios secundarios, o de escritores como William Faulkner, que van desde mediados del siglo XIX hasta los años ochenta y noventa de la pasada centuria, cuando los disturbios, la pobreza y la violencia saltan fuera de este cuadro idílico, igual que un tampantojo rebelde, y muestran el reverso del sueño americano, ese fantasma que nadie ha visto y que tantos persiguen todavía.
Se trata de un relato de no ficción, aunque lleno de ella, muy documentado –el periodismo es cuestión de método– y que ahuyenta la aridez propia de la estadística con las narraciones de sagas familiares, desplazados y recién llegados a las primitivas aldeas de Sacramento, Los Ángeles o San Francisco, sinónimos potenciales de una riqueza que, aunque se ha vendido como universal, fue relativa y necesitó la contribución constante del Gobierno Federal, que sostuvo a pérdidas la colonización de California con fondos procedentes de los contribuyentes de toda la Unión, aunque los californianos presuman –sin motivo– de habitar en una tierra hecha a sí misma, se enorgullezcan de un individualismo de salón y contesten a las preguntas con sonoros monosílabos.
La escritora norteamericana se interroga sobre el alma de estos paisajes de su infancia destruidos para siempre. Y en su viaje nos deja episodios memorables, como los escritos de los primeros emigrantes, que dejaban atrás cualquier peso material y humano que entorpeciera su sendero hacia el Oeste o la intrahistoria del suburbio de Lakewood, en los Ángeles, una inmensa urbanización de 17.500 viviendas con un centro comercial de 103 hectáreas que reproduce hasta el infinito el ideal inmobiliario de los años cuarenta y cincuenta: casas unifamiliares con césped y piscinas en un territorio castigado por la sequía.
Un Sangri-La de familias con aspiraciones materiales, el abono perfecto que requieren los negocios urbanísticos a gran escala. Un infierno encantador, repetitivo, casi onírico, donde el hogar se concebía como una prolongación más del mall y la felicidad, de un día para otro, comienza a derrumbarse cuando las industrias de Defensa empiezan a desmantelarse y los padres de familia –las madres debían sostener una imposible unidad familiar– se quedan en paro, encadenados a una hipoteca que será la lápida de su propia tumba.
Didion alumbra en esta narraciones sobre prosperidad fallida las sombras que se ocultan detrás del Teatro Chino de Hollywood, las exóticas casas a la española, hechas de estuco, y la sustitución de la agricultura y las plantas productivas por un territorio colmado de prisiones estatales, con los mayores índices de enfermos mentales del país y una conflictividad social que procede de la ira de la pobreza. Lo que queda tras leer De donde soy es una de esas postales coloristas, cuyo brillo ha sido carcomido por el curso del tiempo, que continúa dando a turistas que están muertos hace decenios la bienvenida a la California de los sueños.