“El hombre no tiene naturaleza, lo que tiene es historia”. Ortega y Gasset, que escribió esta frase para expresar la inevitable filiación con quienes nos precedieron, ya sea biológica o intelectual, enuncia a través de ella un mentís contra el mito de la voluntad, tan característico del irracionalismo filosófico, que predicaba la posibilidad (a todas luces remota) de cambiar nuestro propio destino. Más que un argumento en favor del determinismo, la idea que plantea tiene la máscara de una paradoja. ¿Acaso nuestra historia, la existencia misma, la tradición cultural que nos identifica, no es consecuencia del carácter? Los genes se heredan, igual que muchas ideas y sensaciones universales, aunque no siempre de forma armónica y coherente.
Con frecuencia ocurre lo contrario: somos la antítesis de aquellos de los que procedemos. Un vínculo más estrecho, si cabe, que la emulación. El espíritu que nos atormenta no es por completo nuestro. Es una extraña destilación asimétrica de otros, aunque la aleación que nos define sea tan irrepetible como inconclusa. Si la razón metafísica, por decirlo con el autor de la España invertebrada, es consecuencia de nuestro devenir en otra cosa, para entender la complejidad de los seres humanos conviene indagar en su pretérito individual, donde palpitan las frustraciones y los anhelos que desvelan el fondo secreto de nuestras decisiones.
El novelista cántabro Álvaro Pombo (Santander, 1939) aborda este ejercicio en su última novela, una obra de memoria crepuscular con la que retorna a Anagrama, su antigua editorial, después de muchos años publicando en Destino (Planeta), y al mundo sensorial de la ciudad de su infancia. A sus ochenta y cuatro años, desde su mítico palomar de Madrid, lúcido en la oscuridad del inevitable final del túnel, Pombo rubrica un libro que tiene mucho de familiar –la historia, el tono, el ambiente, el lenguaje– pero que, en su ánimo, es también nuevo y desasosegante. Un auténtico brillante, cargado de quilates, que deslumbra en mitad de un panorama romo de novelas autoconfesionales, doctrinales, incluso en cierta medida sectarias, que es uno de los términos infalibles para identificar la corrección posmoderna.
Santander, 1936, que así se titula el último lance del novelista cántabro, es tan extraordinaria como El héroe de las Mansardas de Mansard, aquella fábula sobre la aristocracia cántabra venida a menos en la posguerra con la que ganó el Premio Herralde de Novela. El mundo es similar –una grandeur provinciana y decadente, dudas religiosas, catolicismo, la humedad del paisaje de la juventud, la desazón espiritual– y el tiempo, próximo, pero el friso que levanta Pombo en esta ficción sobre su estirpe permite entender, acaso como no muchas otras obras literarias, el sustrato anímico de la Guerra Civil, aquella espiral de muerte y sangre, mezquindad y espanto, que hace casi noventa años nos cambió para siempre y cuyo temblor perdura hasta el presente, aunque sea debido a las constantes manipulaciones de la memoria (interesada).
Pombo viaja a los meses anteriores a la contienda civil para contar la historia (fabulada) de su tío, Álvaro Pombo Caller, y sus familiares, propietarios y comerciantes acomodados del Santander de los veranos regios, señores de la era de la belle époque, herederos de un ancestro marqués y una beata, emparentados con los Ybarra de Neguri, y declinantes por su propia incapacidad. Una ciudad marítima con pamelas, mediodías de casino, orquestinas, colonias de sport, coches de recreo de la Hispano-Aviación. Y también con calles húmedas y oscuras, sirvientes, cofias y meriendas con huevo hilado. Lánguida como un Nocturno de Chopín.
Es allí donde Pombo Caller, un joven escindido por la agria separación de sus padres –un suceso que desarma su personalidad, todavía in fieri–, se afilia a Falange para dotar de guía y sentido su vida, confusa, ingenua, donde los grandes ideales guerreros y monásticos se topan con el triste prosaísmo del rebaño, la intolerancia y una muerte pequeña. Escrita en una tercera persona muy abierta –el narrador, omnisciente, cuenta desde nuestro presente, sin desdeñar los excursos ensayísticos– la novela describe, a través de sus personajes, el haz de contradicciones, errores, dignidades, dobleces y miserias de ambos bandos, insertando los hechos estrictamente históricos en un magma humano emocionante y ambiguo, donde no existen buenos y malos porque cualquiera de sus criaturas puede –a ojos de los demás– encarnar ambos papeles indistintamente, sin ser por completo ninguno de ellos en realidad.
El acierto de Pombo es inmersivo: la retórica falangista, la epopeya joseantoniana, seduce a este imberbe señorito de provincias que, sin embargo, ni se siente tal ni ejerce la displicencia arquetípica de su clase. Entre otras cosas, porque su padre –Cayo Pombo Ybarra– es un republicano azañista, agnóstico y hondamente noble, y su madre, Ana Caller Donesteve, una mujer moderna, epítome de la España de los años veinte que entre la familia tradicional y el fuego del hogar galdosiano y la aventura y la frivolidad de París elige lo segundo, marcando sin remedio la vida de su marido –un personaje soberbiamente perfilado por Pombo– y de su hijo, que abraza el totalitarismo con una desesperación que es vital, más que política, y que le termina conduciendo al cadalso de un martirio sin nobleza, a una muerte que él siempre imagina como sagrada pero que es objetivamente estéril. Sin grandeza. Minúscula.
Pombo opta por una narración muy lineal, carente de saltos, para retratar el contexto cultural previo al alzamiento militar, sin prescindir de los precedentes –la famosa revolución obrera de Asturias en 1934– y la cambiante fortuna que condiciona la suerte última de sus personajes, profundos, contradictorios, confusos y decididos, dignos y patéticos, imposibles de encerrar en el ajustado disfraz del revisionismo. Por eso Santander, 1936 es una novela moral y valiente que destroza la falsa simplicidad con la que tantos aspiran a reescribir la historia.
Alvarín, falangista benjamín, prendado por la mística cervecera de las escuadras de azul mahón, lejos de ser un monstruo, como tantos otros jóvenes de aquella época, es un corazón tierno y confuso que se engancha a los ideales patrióticos del Teatro de la Comedia, después de estudiar en Francia, porque, en un hogar desarticulado y sin rumbo, estancado, siente la necesidad de pertenecer a algo, de forjar una personalidad sin esculpir, y elige el fragor de las inquietantes masas orteguianas. En la milicia falangista encuentra un destino –lo que le ahorra tener decidir el suyo–, un sentido mítico y un ideal poético, de igual manera que otros, con otra procedencia familiar, creyeron hallarlo en las filas republicanas y el Frente Popular.
Los santos soldados fascistas y los milicianos rojos son, en este sentido, seres análogos. Hermanos gemelos: incapaces de tomar sus propias resoluciones, se abrazan a la falsa seguridad de las banderas, a las fútiles promesas gregarias del redentorismo; así acaban colaborando con un extremismo que discurre desde el Parlamento a la calle, y viceversa. Es la espiral de 1936, donde no son las ideas las que distinguen a los contendientes, sino otra cosa distinta. Un resentimiento antropológico, su inseguridad taimada, el fulgor marcial, la obligación de huir de la razón y tomar partido por el fanatismo, la identidad y la obstinación.
Pombo recrea ese momento histórico mediante la dialéctica entre los interiores –psicológicos, espaciales, sentimentales– y los exteriores –políticos, escénicos, públicos–, configurando una esfera realista, pero subjetiva, donde todos los puntos de vista se muestran de forma complementaria. Aunque los personajes se posicionen desde el primer momento en distintas orillas, sus dudas, transmitidas al lector, provocan grietas sobre los fantasmas fijados por la historia oficial. Es una novela ambiental y universal. Los conflictos de los personajes vienen de su historia y de su procedencia social, de su idea de sí mismos, pero, de igual manera, estas invariantes se ven, a su vez, cuestionadas, desleídas, por los factores personales.
La sensación que deja Santander, 1936 es que todo pudo ser de otra forma. La catástrofe que destruyó aquella España no puede explicarse únicamente con la socorrida tesis de una confrontación (violenta) entre dos concepciones del mundo absolutistas y criminales. Más bien se diría que la tragedia aconteció porque ambos extremismos se convirtieron en rutina y, ante esa certeza, fue más fácil militar y matar que pensar. Los irreconciliables enemigos se parecían demasiado. De ahí que Pombo conceda un generoso espacio en su relato al discurso interior de los personajes, denso y cargado con la oratoria de una generación enamorada primero de las palabras y, más tarde, de las pistolas; incluya falsas epístolas, documentos históricos, noticias de periódicos, narre encuentros (desconcertantes) entre amigos que se transforman de pronto en enemigos, sin saber exactamente la razón, y ceda páginas a los discursos de los líderes políticos de aquellos años, desde Primo de Rivera a Manuel Azaña.
Lejos de caer en el artificio, un riesgo cuando una narración se carga de reflexión, el escritor cántabro abre las compuertas a la infinita potencia sentimental de las palabras, ese fuego que sedujo a tantos camaradas y milicianos antes de llevarlos a las tapias de los cementerios y a la primera línea del frente. Épica de oraciones teocráticas frente a rituales de ateísmo bélico. La vehemente mística de los excesos verbales antecedió a los tiros y a la sangre. En la confusión entre lenguaje y sentimientos cristaliza la honda carga emotiva de este libro.
El sufrimiento, la ternura, la valentía, la indignidad, la cobardía, el delirio, la inteligencia y el desconsuelo de las humanidades creadas por Pombo rasgan los tópicos históricos, situando a esta novela en un plano de trascendencia que nace a partir de lo concreto. Una historia fieramente humana cuyo símbolo es un carguero varado en las aguas del Santander burgués, construido gracias a la vana aspiración de prosperidad del liberalismo comercial y convertido en dos años en la lápida de los sueños que todos perdimos. Una obra maestra.