Cormac McCarthy (Providence, 1933), catalogado por la crítica –Harold Bloom is dead, but he is in town (still)– como uno de los más importantes escritores de Estados Unidos, según la singular tradición de la literatura norteamericana, reapareció en las librerías antes de su crepúsculo, que dejó de proyectar luz hoy con su muerte al borde de los noventa años, con un experimento extraño, una despedida que encerraba un enigma. Dos novelas siamesas –El Pasajero y Stella Maris– que cuentan los fantasmas de dos hermanos, científicos y vinculados entre sí por el eco del condenado pecado del incesto, un lazo biológico intolerable para la moral tradicional.
La primera narración, mucho más extensa, comienza como un relato de suspense –a la manera de Kafka: el novelista norteamericano trabaja sobre un mapa que para el lector (que es quien debe disfrutar del sortilegio) no deja nunca de estar desdibujado– y, a medida que avanza, se torna en una fábula existencialista, alimentada por el dolor y el desconcierto. La segunda historia se exhibe como la apostilla para desentrañar muchos de los agujeros negros mostrados adrede en la primera, abriendo a su vez nuevas incertidumbres.
La suma de ambas narraciones componen un deslumbrante friso asimétrico: los personajes principales, los hermanos Western, hijos de uno de los primeros científicos que colaboraron con Robert Oppenheimer en la creación de la bomba atómica, cuya biografía –Prometeo Americano, escrita por Kai Bird y Martin J. Sherwin– acaba de publicar en español la editorial Debate, son dos seres extremadamente inteligentes que, cada uno a su manera, se encuentran huérfanos en un universo indiferente, carente de sentido. Ambos padecen sus tragedias, entrecruzadas, hasta alcanzar esa estación de la que ya no se retorna.
McCarthy, cuyas novelas anteriores alimentan esa estirpe (fecunda) del Sur de los Estados Unidos, donde, como cantaba el gran Johnny Cash, la Biblia y las armas desplazan las leyes sancionadas por los hombres, porque ante ellas prevalece una crueldad atávica, casi genética, que no concibe la piedad y descree de la promesa de la redención, se despide –salvo que a sus casi noventa años haya dejado libros inéditos en algún baúl de su cabaña silvestre– con una obra teológica que parece decirnos que el conocimiento humano, incluso el científico, colapsa cuando se enfrenta con el sinsentido de la existencia, esa cosa tan terrestre.
La vida no aparece en estas novelas ni como epifanía (poética) ni como un manual de instrucciones (científico). Es un caos donde los hechos se confunden con los recuerdos y la memoria particular libra una batalla (perdida de antemano) con los propios fantasmas. Todo un desafío –a la grande– para un mercado editorial fascinado (en realidad, entregado) a las falsas apariencias, la búsqueda de la juventud (perpetua) y esas chácharas compaginadas que se nos venden como sublimes obras de autoficción o inexcusables documentos de malestar generacional. Que un escritor nonagenario, como McCarthy, reaparezca con novelas en las que nada es diáfano, ni encajan dentro de un género determinado, muestra que la renovación del arte de la narrativa no depende –mecánicamente– del talento de la supuesta savia nueva, sino del dominio (antiguo) de los códigos y formas de narrar de siempre.
El Pasajero y Stella Maris, concebidas como relatos donde sus protagonistas son difuntos en orden inverso –Alice, la matemática del sanatorio de Wisconsin que da título a la segunda obra está muerta en la primera; y Bobby, a su vez, es una presencia (imaginaria) en la segunda narración, enunciada a través de las transcripciones teatrales (un lenguaje ya ensayado por McCarthy en The Sunset Limited) de los encuentros médicos que su hermana suicida tiene con un psiquiatra–, exigen no tanto una férrea disciplina estructural, sino la capacidad (tan infrecuente) de entender que el desorden, como el caos en la ciencia, es un poderoso código de sentido. Para McCarthy es la pauta esencial para interpretar la verdad de la existencia.
De ahí que en El Pasajero la historia de misterio que alumbra el relato –un avión hundido en el mar donde falta la caja negra y uno de los diez tripulantes muertos– no conduzca a ningún desenlace, sirviendo como pretexto para las divagaciones y reflexiones de Western en sus encuentros con otras criaturas. Igual que sucede en la vida, el desvelamiento de su drama y el de su hermana no se nos dan hechos, sino inmersos en un caudal de voces que hablan acerca de lo divino (esa destilación de lo humano) y lo prosaico. Con este material, en buena medida dialogado, azaroso, desconcertante, el lector debe identificar a los actores del drama.
La libertad de composición es absoluta. Los límites entre la verdad y la imaginación no aparecen nunca definidos (una decisión que caracteriza la poética de McCarthy) y los mundos íntimos de los personajes, coincidentes, pero vistos desde perspectivas distintas, saltan de uno a otro libro. La distorsión sensorial es el eje invisible donde se soporta la historia. Diríamos, incluso, que es el mensaje de fondo, aunque los abundantes exordios filosóficos y científicos camuflen (con el dominio de las técnicas del desconcierto que únicamente practican los buenos novelistas) la apariencia formal de ambas obras.
Esta rara combinación entre la lógica y el racionalismo, el crepúsculo y la locura, que comparten los Western configura el marco de lectura. La inteligencia de Alice recibe como antídoto su esquizofrenia. La persecución de Bobby muestra la fragilidad y extrañeza de la rutina. Ambas cosas suceden sin una explicación. De forma arbitraria. La peripecia de los personajes es un medio para mostrar la agonía de seres que no responden al patrón de los arquetípicos héroes de western de otras muchas obras del autor de Meridiano de sangre.
Estas novelas son distintas. No es un secreto Apocalipsis exterior la causa que atormenta a sus personajes. Es un malestar íntimo que se expresa mediante la conversación –el talento descriptivo de McCarthy se torna aquí más sobrio–, gracias a una oralidad desatada en la que conviven, igual que en la realidad, lo trascendente y lo mundano, y que va construyendo su realidad paralela mediante la acumulación de voces, objetos, ideas, laberintos que no van a ningún sitio. La acción, por descontado, se ralentiza hasta detenerse. La trama se estanca, quedando sin continuación. A McCarthy lo que le interesa no es el avatar de sus criaturas, sino la crisis que los consume. La lucha (figurada) contra la ballena blanca de Melville.
El escritor norteamericano abandona la distopía y la frontera para adentrarse en la metafísica, “esa alta poesía escrita en prosa” –como decía Escohotado– “que terminó con Hegel”. Sus ingredientes son comunes: ruidos, lenguajes, secretos inconfesables, el perfume de la muerte. Las heridas invisibles. Los fantasmas conjurados. Todo junto, proyectado sobre el fondo de una obstinada vocación por la autodestrucción. En el caso de ella, mediante una muerte inducida (descrita en la soberbia página con la que comienza El Pasajero) que, para su hermano, adopta la forma de una fuga infinita, un viaje hacia ninguna parte (que en este caso es Formentera), una vez se han destruido los asideros y las certezas convencionales yacen deshechas. La ciencia, sustituta primero de la religión y más tarde del arte, tampoco es capaz de encontrar un vago sentido a la honda perversidad del mundo.
Dios no existe, insinúa McCarthy, pero el pecado y el mal (esas otras manifestaciones del hombre), sí. ¿Por qué diablos vivimos? ¿Acaso porque no tenemos más remedio que aguardar la muerte? Consumimos nuestros días rumiando este misterio cuya certeza tenemos delante de los ojos desde el primer pálpito: la banalidad del mal es un hecho natural, no una excepción. La sabiduría que otorga la experiencia, sobre todo en el último tramo de la vida, conduce sin remedio a la locura. “El transcurso del tiempo es irrevocablemente el transcurrir de uno mismo, así de simple. Y luego la nada. Supongo que debería ser un consuelo comprender que uno no puede estar muerto eternamente porque no existe eternidad en la que estarlo”. El célebre horror del que escribió Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas. La devastadora resignación de McCarthy.