Los que le trataron de cerca lo quisieron siempre. El escritor, periodista, crítico de cine y hombre sabio, Jorge de Cominges, murió ayer. Le recordamos por el título evocador de una de sus novelas, Las adelfas, que junto a Tul ilusión y Un clavel entre los dientes –este último título evoca un poema de Pere Gimferrer–, cerró una trilogía de adolescencia y juventud, entre jardines, colegios, tiendas de ropa, pistas del Club de Polo, balancines y zapatos de charol. Una narración inside, como todas las suyas, elaborada desde la privacidad, el clan familiar que oculta sus miserias y hasta sus muertes, que resuenan en la ciudad durante la larga posguerra de niños caídos en pozos secos, curvas como la Rabassada y accidentes en carreteras sin límite de velocidad.
De Cominges publicó sus ficciones en la década de los noventa, pero el encaje y origen de su expresividad datan del Medio Siglo, los años ciegos de una generación que acabó marcando la centuria, que arranca en Cela y Ferlosio hasta agotarse en Juan Marsé o Eduardo Mendoza. Los prodigios, gobernadores civiles, pijoapartes y vedettes del Paralelo que pretextaron las mejores letras entraron por los poros de Cominges; su prosa recibió aquel influjo y lo trasladó al corazón de una clase social reinante, pero no hegemónica, porque no despierta ni en el momento en que Vicens Vives convence a las nuevas generaciones de que deben asumir el papel de clase dirigente (fundación del Círculo de Economía, fin del textil, nueva metalurgia y exaltación química).
Cominges traslada el destello aparente al interior decadente. Y en aquel punto, pone en marcha su ficción; no puede emular a Somerset Maugham medio siglo después del Maine, con nuestros indianos desperdigados en mansiones sin memoria. Tampoco puede levantar la voz de los coloniales que volvieron de Santa Fe después de perder Guinea. Se adentra en el análisis de la conciencia, en el detalle del triste otoño que cae sobre un mundo sin futuro.
Cominges tuvo tiempo de ver algunas carreras de coches de la Peña Rhin celebradas entre la alta Diagonal y las calles curvadas frente a la finca Güell, de artesonados Gaudí y cancelas de bronce macizo. Su niñez corresponde al velódromo Terramar de Sitges, que vio el Maserati de Tazio Nuvolari y de Juan Manuel Fangio, sobre aquel campo de pruebas que quiso imitar sin suerte a la Italia de Monza. Fue un hijo de los visillos de tul y la magdalena; descendiente de la sensibilidad eduardiana, pero incomprendido en una ciudad como Barcelona, cicatrizada por la guerra civil, sin Forster ni Galsworthy, e incapaz de trasladar su letra a las librerías de masas. +
La aportación literaria de Cominges se ha ido diluyendo con los años, mientras que nuestros sellos de vanguardia traducían centenares de obras de autores extranjeros, ganadores de premios sobredimensionados. Él se mostró incompatible con la endogamia burguesa “desilustrada e inculta”. Se convenció de ello en el Golf de Puigcerdà, donde el mítico doctor Salvador Andreu enclavó su mansión de verano, un desparrame de brunch con cientos de invitados cada fin de semana. Dejó su rastro en los greens de La Ricarda, allí donde el arquitecto Antonio Bonet levantó la Casa Gomis, una mansión racionalista antes de trasladar su vuelo a la Punta Ballena de Uruguay, un país menos hermético que el nuestro. Digo bien, dejó su rastro, pero no su hándicap, una distinción de la elegancia grosera extradeportiva.
Las adelfas me trae a la memoria el El romance del Emplazado, de Lorca, dedicado al escultor Emilio Aladrén, que cinceló un busto del poeta: “Ya puedes cortar si gustas/las adelfas de tu patio./ Pinta una cruz en la puerta/ y pon tu nombre debajo,/porque cicutas y ortigas/nacerán en tu costado,/...”. Tal vez porque, contando con el cariño bizarro de Lorca por Aladrén, Cominges hubiese aceptado la calidad incuestionable del granadino y de una larga colección de nombres de la Academia de Arte donde el poeta conoció al escultor y a Nuria Mallo, la que siempre decía “Lorca me lo quitó”.
El periodista fallecido fue crítico de cine en Destino, El Noticiero Universal y El Periódico; alma mater del Festival de Cine Fantástico de Sitges, redactor jefe de Fotogramas y subdirector editorial de Comunicación y Publicaciones, dirigida con mano firme por Elisenda Nadal. Sergio Vila-Sanjuán recuerda en La Vanguardia las reuniones coloquiales y desternillantes del comité de redacción de la revista Qué leer, en la que coincidió con De Cominges; una publicación literaria marcada por el humor como arma de distensión en la guerra por el estrellato fácil de editores y autores.
Cominges jamás se definió como español o catalán; se consideraba barcelonés militante, como muchos, muchísimos de nosotros. Creció profesionalmente a la sombra de un entorno con el que no se identificaba, como cuenta en Memorias de un extraño. El patio de su infancia fue el Tranvía Azul. Frecuentaba con sus padres el palco del Liceu e iba al colegio pasando por delante del Frare Blau, el edificio de los Salisachs, convertido después en Asador de Aranda en manos de las cocinas expansivas que han colonizado España y fosilizado la memoria.
Nacido entre algodones, siguió los intereses culturales de su familia, pero antes de convertirse en escritor tuvo que pasar por la Facultad de Derecho, para cumplir con los estándares de la época, siguiendo la experiencia juvenil de Barral o Gil de Biedma, o la de otros autores que mancaron la Transición, como Juan Benet, ingeniero de Caminos o el editor Jorge Herralde, que se hizo ingeniero industrial, antes de rechazar la herencia de una empresa familiar para dedicarse a las letras. En casa se le impuso la tradición, y años más tarde, él escogió el cine por pura pasión. Participó como ayudante de dirección en varias películas de Antoni Ribas; después bajó su perfil en mocedades extravagantes junto a humoristas como Casen o los Hermanos Calatrava y resumió su experiencia en los platós en el libro Mis años de cine. El celuloide lo conquisto; la letra se le dio.