Pedro Olalla es uno de nuestros principales estudiosos sobre el mundo griego. Sus ensayos son una invitación a (re)descubrir la cultura helénica: abren las puertas de esa civilización, aparentemente tan lejana y, sin embargo, tan próxima. Porque, como nos recuerda en su último trabajo, Palabras del Egeo (Acantilado), en Grecia está nuestro origen, como también lo está en su lengua, en su mitología, en su manera de habitar el territorio y en sus formas de organización política y social. De ella venimos, si bien no siempre somos conscientes. En los textos de Olalla, que reside en una isla del Egeo, la Grecia del pasado dialoga con la del presente, que el ensayista trata de dar a conocer también a través de sus traducciones de autores contemporáneos.
–¿Hasta qué punto somos conscientes de la importancia de la cultura griega? ¿Es más esencial porque corremos el riesgo de olvidar que contiene nuestros orígenes?
–En mayor o menor medida, todos somos conscientes de nuestra relación con la cultura grecolatina y tendemos a reconocer en ella nuestros orígenes; de lo que ya no somos tan conscientes es de la enorme deuda que lo griego y lo latino tienen con la civilización gestada desde tiempos remotos en el entorno del Egeo. De esa civilización somos deudores todos en un enorme grado, y estamos, poco a poco, empezando a descubrirlo.
–Usted hace hincapié en la importancia de la lengua, en la manera en la que el griego clásico ha influido en la construcción de nuestra lengua y en nuestra manera de ver el mundo. Ahora el latín también se estudia poco, pero ¿somos más conscientes de su influencia en nuestra lengua?
–Evidentemente, somos más conscientes de la influencia en nuestra lengua del latín que de la que ha tenido el griego; pero es que el griego ha influido también enormemente en el latín. En el griego –ya en sus estratos más profundos– se encuentra asimismo lo que podríamos denominar la materia prima de nuestra lengua y nuestro pensamiento. Es un proceso análogo al que podemos observar en muchos otros aspectos de la civilización.
–“Etimología”, término que viene del griego, significa “verdad de la palabra”. ¿Conocer el origen de las palabras, su significado primero, es un primer paso para salvar las palabras de la instrumentalización, el vaciamiento y o el mal uso? ¿Nos haría tomar mayor conciencia del peso que tiene el lenguaje?
–Por supuesto que sí. Tener conciencia de la materia metafórica de la que están hechas las palabras, de su parentesco con otras y de su evolución semántica e histórica, nos da seguridad y solvencia para usarlas. Nos otorga profundidad. Y lo más importante: nos permite velar por su valor; velar por los conceptos y por su integridad, algo que no está nunca libre de amenazas. La palabra es voz y es pensamiento, y el peligro de perder su dominio va unido al peligro de debilitar y confundir el pensamiento. Velar por las palabras es defender desde lo más profundo el pensamiento.
–Sus páginas reflejan amor por la filología… no sé si muy extendido actualmente. Nos recuerda que todo tiene un vínculo con el pasado y que una palabra como “cibernauta” no es tan nueva.
–Puede ser muy nueva con su forma y su sentido actual, pero en ella está contenida, sorprendentemente, toda una serie de nociones que han cruzado los siglos desde los tiempos más remotos hasta hoy. En ella está la nave (ναῦς), que contiene una idea de fluir (να) compartida con el pensamiento (νοῦς); en ella está la figura del que va en la nave, del navegante (ναύτης); la del que la gobierna (κυβερνήτης); la acción de gobernar (κυβερνάω, gubernare), que contiene la imagen de hacer que alquien o algo se doblegue (κύβ-, κύπτω), incline la cabeza (κύβη)..., y muchas cosas más. El que, para poner nombre al que navega por el espacio informático, se acuñe el neologismo cibernauta, es una muestra más de la potencia lexogénica del griego, de la fuerza y la profundidad de sus metáforas, de la presencia de su materia en nuestro acervo intelectual colectivo, y de que, lejos de ser una lengua muerta, es probablemente la más vital y fértil de todas.
–En Palabras del Egeo convierte al mar en un protagonista, cuya huella es difícil rastrear y sobre el que no siempre se repara a la hora de hablar de Grecia. En Historia menor de Grecia hacía hincapié en las figuras secundarias, aquellas que pasan desapercibidas a la hora de construir el relato histórico. ¿Itentan acaso explicar una historia que todavía no ha sido narrada?
–La palabra historia, en su sentido original –en el que la encontramos referida por Heródoto–, designa primordialmente la indagación, antes aún de designar el relato que surge como fruto de dicha indagación. Bien es verdad que, con frecuencia, utilizamos asimismo la palabra historia de forma metonímica para referirnos a los hechos, a lo sucedido realmente; pero la historia es, en primer lugar, un relato y, en su sentido deontológico, un relato fruto de la indagación (por eso puede ser una ciencia). Tal relato es por naturaleza incompleto –y a veces selectivo o tendencioso– con respecto a los hechos: por eso es siempre provisorio; y por eso también está necesitado de un revisionismo solvente y honesto que lo aproxime cada vez más a la verdad. Es ahí, para servir a esa necesidad, donde tiene sentido preguntarse por las figuras secundarias, o por el influjo del mar, o por cualquier otra circunstancia que nos ayude a aquilatar el relato para aproximarlo a la verdad. Y, cada día, las nuevas evidencias que aparecen y las nuevas herramientas para interpretarlas nos instan a ello y nos permiten hacerlo mejor.
–Usted subraya que en el Egeo, Anatolia y los Balcanes se usaban los metales mil años antes de que fueran utilizados en Mesopotamia. ¿Qué importancia tiene este dato a la hora de repensar la cultura del espacio griego?
–Durante mucho tiempo se ha tenido por una realidad incuestionable que el conocimiento y la manipulación de los metales fueron una herencia más de las culturas ancestrales de Mesopotamia, pero hoy tenemos evidencia de que en muchos puntos de las tierras que rodean el Egeo se conocían, se extraían y se trabajaban los metales más de un milenio antes de que en Mesopotamia diera comienzo oficialmente la Edad del Bronce. En numerosos enclaves de estas costas ya había joyas, anzuelos, agujas, punzones, e incluso hachas y cobre fundido, en tiempos del Neolítico final; en Creta y en Tracia se trabajaba el oro hace, al menos, seis mil quinientos años; y, en la pequeña isla volcánica de Gyalí, han aparecido restos de dos instalaciones para la fundición de metales, con escorias de cobre datadas entre el 8000 y el 7300 antes de nuestro tiempo. Estos hallazgos arqueológicos justifican ante nosotros la existencia del singular caudal de mitos y de ritos que, en la cultura griega, ponen en relación con los metales dioses telúricos, divinidades primigenias previas al panteón olímpico, hermandades y cultos mistéricos y, por supuesto, el mar y la navegación; los justifican –digo– y corroboran a un tiempo su gran antigüedad. Todo esto, claro está, es de gran importancia a la hora de replantear nuestro conocimiento de la civilización en el espacio griego y, lo que es más, nuestro relato histórico de la cultura universal.
–Lo que comenta subraya la importancia de la arqueología a la hora de construir un relato histórico más cercano a los hechos.
–El trabajo arqueológico –entendido, stricto sensu, como la búsqueda de evidencias materiales del pasado– es de suma importancia para construir con solvencia un relato histórico; pero de suma importancia es asimismo poder interpretar esas evidencias con rigor y con honestidad, a la luz de los conocimientos que nos van revelando las disciplinas científicas: desde la filología hasta la astronomía, la genética o el análisis de la materia. El conocimiento –como la realidad– no está dividido en compartimentos estancos.
–Usted analiza con detalle los mitos griegos. ¿Su origen es más antiguo de lo que popularmente se cree? ¿Es Homero heredero de una mitología que no pertenece a su tiempo, sino que le precede?
–Evidentemente todo el acervo mítico del que Homero se hace eco en sus obras es anterior a él: no es una creación personal, ni pretendió en su tiempo pasar por serlo. El mito es un acervo colectivo, una creación in fieri que –como una bola de nieve– se fue generando por acumulación; una compleja amalgama que, a lomos de la palabra hablada, consiguió que las memorias más antiguas de la humanidad cruzaran milenios hasta ser fijadas, de forma fragmentaria y un tanto anecdótica, por la escritura de los primeros textos llamados a perdurar. Ése es el momento de Homero, el de Hesíodo, el de los Himnos Homéricos y Órficos... Pero los mitos sobre los metales, por ejemplo, proceden del lejano momento en que los hombres de estas tierras accedieron a los secretos del mineral y el fuego. Otros mitos son aún más antiguos, de tiempos mesolíticos y paleolíticos. Poco a poco van apareciendo evidencias de esto.
–¿Hasta qué punto está integrado el mito en el relato histórico?
–Está totalmente integrado. Como te decía antes, historia puede significar los hechos, pero la historia es prioritariamente el relato de los hechos; y, en ese sentido, el mito ha sido siempre parte de ese relato. Es más, entre el relato (subjetivo) y los hechos (objetivos) ha existido siempre una realidad intersubjetiva habitada, en gran medida, por los mitos: una especie de dimensión intermedia, que no es la realidad objetiva pero que es una subjetividad compartida que forma parte de la realidad y que influye poderosamente sobre ella. Éste ha sido el territorio del mito. No es necesario que Heracles existiera tal como lo recuerda el mito para que influyera sobre la realidad.
–¿Se ha atribuido al mito valor histórico o, por el contrario, se ha vaciado el mito de su componente histórico?
–Se han producido los dos fenómenos. El mito tiene valor para la historia, pues está hecho de una materia que nos informa sobre realidades del pasado, pero, a la vez, hay que dejar de verlo como relación fidedigna de hechos si queremos evitar la confusión.
–La mitología ha impregnado el arte y la literatura occidental, pero ¿seguimos conociéndola? ¿Ignorar los mitos griegos lleva a no comprender la cultura de la que provenimos?
–Es tal como lo dices. Los mitos griegos –al igual que los hebreos, que hemos recibido como historia sagrada– son parte del imaginario colectivo de nuestra civilización e ignorarlos es carecer de un universo de referencias necesario para poder interpretar la tradición de la que procedemos.
–Homero, Plutarco, Cicerón, Eurípides, Sófocles… ¿Echa de menos que se lean y se estudien más estos autores? Y, dejando de lado a Kallifatides y a Markaris, quizás los más conocidos de los autores griegos vivos, ¿qué difusión tiene la actual literatura griega? ¿Cuál es su opinión como traductor?
–Creo que los clásicos deberían ser siempre visitados, y, según las épocas, algunos corren mejor suerte que otros. Ahora hay un resurgir de los estoicos. Siempre haremos bien en leer a los clásicos; no sólo por conocer lo que dicen, sino como ejercicio de empatía con aquellas personas que los han leído en todos los tiempos. En cuanto a los autores de la Grecia moderna me encanta que Kallifatides o Markaris –a quienes tengo por amigos– encuentren lectores entre el público hispanohablante. Me alegra que me pidas mi opinión en calidad de traductor, puesto que pienso seriamente que el grado de conocimiento entre nosostros de éstos y otros autores –Kavafis, Kazantzakis, Elytis, Seferis, Ritsos, Sotiriou, Dimoula– ha dependido y sigue dependiendo, en gran medida, de la iniciativa y del voluntarismo de los traductores. Sin esta mediación, sin duda, su fortuna sería más sombría, con la pérdida cultural que esto supone.
–En este ensayo, igual que en Carta sin respuesta a Cicerón, utiliza el género de la epístola, habitual en la Grecia clásica. ¿Qué le le interesa de este género?
–A mi modo de ver, la forma epistolar –la escritura en segunda persona– aporta concreción a la figura del destinatario. Y dicha concreción confiere, a su vez, una forma específica al discurso. Ambas cosas ayudan al autor a escribir con eficacia cuando se trata de compartir con el lector una materia tan heterogénea y tan imbuida de emoción como la de esta obra. Palabras del Egeo es el compendio de muchos contenidos científicos –algunos resbaladizos y heterodoxos– y el destilado vivencial de muchas de las cosas más emocionantes que he aprendido de Grecia; por eso, tratando de evitar que el resultado fuera una obra acedémica o enciclopédica, tuve la necesidad de apartarme del lector genérico y abstracto –del que ignoro su talante y sus conocimientos– y de perfilar la figura de un destinatario concreto: un joven que conoce la lengua griega, pero que no tiene la conciencia metalingüística ni la experiencia helenista de su padre. Esa figura –que, en este caso, es la de mi hijo Silvano– imprime y justifica la forma del discurso: señala un camino al autor y sitúa al lector en una perspectiva de observador externo, de espía de unas revelaciones y de unas confidencias que, en realidad, han sido escritas para él. Algo paralelo sucede en el caso de Carta sin respuesta a Cicerón. Escoger un destinatario de hace dos mil años me permitió contar entonces, de forma convincente, cosas sobre el mundo de hoy que difícilmente sabría cómo referir a un destinatario de mi tiempo sin rasgos definidos. Dicho de otro modo: a Cicerón o a mi hijo puedo decirles o dejar de decirles lo que quiera; pero existen reflexiones y elipsis que no se justificarían fácilmente ante un destinatario genérico y desconocido.
–Mientras Carta sin respuesta a Cicerón es una reflexión sobre la ancianidad, Palabras del Egeo es una epístola a su hijo, un joven. ¿Son los ancianos y los jóvenes algunos de los olvidados, por razones distintas, de esta sociedad?
–Yo no diría tanto como olvidados; pero si pueden parecer –o incluso ser– un tanto preteridos por no encontrarse habitualmente entre las personas que suelen tomar las grandes decisiones en nombre de la sociedad.
–El hecho de que este libro apele a un joven nos recuerda no solo que la cultura clásica puede interesar a los jóvenes, sino que no debería haber nada sorprendente en que un joven que logra la mejor nota en Selectividad se decante por cursar Filología clásica.
–Para empezar, creo que a cualquiera que le interese la vida debe interesarle el conocimiento. Si nos interesa la vida, nos interesará la libertad: para poder vivir la vida, en lo posible, conforme a nuestras propias decisiones y voluntades. Y, para fundamentar con libertad la decisión y la voluntad, hacen falta dos cosas importantes: el conocimiento y la ética. ¿De dónde vienen? No vienen de la mera intuición ni de la acatación de un código moral cerrado: son, en gran medida, el laborioso fruto de la indagación en las experiencias del pasado y del presente, y de la esmerada aquilatación de las facultades de comprender, empatizar, argumentar, juzgar y actuar. La civilización griega fue pionera en eso; sentó los fundamentos y señaló el camino para quienes, después, siguieron cultivando esa actitud. Ese cultivo es lo que, poco a poco, ha ido ampliando nuestro conocimiento del mundo y perfeccionando, a duras penas, nuestras relaciones como seres humanos. De él proviene la ciencia, la literatura, la historia, la política, la ley... De él proviene, en el fondo, la ética: la capacitación para elegir, libre y conscientemente, lo bueno. Si esto nos concierne, no sé qué otra cosa de valor podría concernirnos...
–Usted afirma que el espíritu humanista nos ha servido para ir en contra el dogma moral y descubrir la ética. ¿Estamos viviendo un momento de dogmatismo moral?
–No de dogmatismo moral en el tradicional sentido religioso, claro está (aunque, para muchos, aún sigue siendo así), pero sí de dogmatismo como efecto de una pereza ética. La ética es un ejercicio de cuestionamiento constante y exigente –a veces, agotador–, por lo que el ser humano ha tenido siempre una comprensible tendencia a asumir códigos de conducta ajenos, sobre todo si son compartidos por una colectividad significativa. En este sentido, aunque hoy nos sintamos generalmente al margen de viejos preceptos religiosos, seguimos muchas veces demostrando pereza intelectual y ética a la hora de legitimar nuestras acciones desde dentro y de cuestionar honradamente las conductas, ideas o valores que llegan desde fuera. Y eso es un terreno abonado para la manipulación y el dogmatismo. Si, además, tenemos en cuenta la enorme capacidad de configurar la opinión pública que tiene el sistema dominante resulta evidente que estamos en peligro de manipulación. Hoy día –igual que siempre–, el sistema dominante sigue interesado en conformar el relato, en crear sus verdades –económicas, políticas, geoestratégicas, sanitarias–, y, si en otras épocas las respaldaba con la religión, ahora trata de hacerlo con la ciencia, que debe ser, deontológicamente, lo contrario del dogma.
–Carta sin respuesta a Cicerón podría definirse como un tratado de ética. ¿La filosofía es el principal legado que nos ha dejado la cultura griega?
–La cultura griega, lato sensu, nos ha dejado numerosos legados, pero creo que podría decirse que el haber señalado con incuestionable esmero la actitud de búsqueda del conocimiento y del bien en libertad está, sin duda, entre sus aportaciones más valiosas.
–Termina su último libro diciendo que la civilización griega sigue siendo idealista. ¿Nos falta idealismo? ¿Puede ser el idealismo una forma de resistencia?
–La civilización griega es marcadamente idealista en el sentido de que siempre se ha esforzado, no sólo en comprender las cosas como son, sino también en imaginar cómo debieran ser. El ciudadano, el Estado, la democracia o la ley, son ejemplos de este segundo propósito, como también lo son, a su manera, la gramática o la música. El idealismo aspira a imaginar un fin mejor que lo presente, para actuar después guiados por él. En este sentido, es una forma de resistencia frente a lo deficiente y en nombre de lo posible. Y creo que eso seguirá siendo siempre absolutamente necesario. Algo bueno que no haya sido imaginado, difícilmente podrá ser creado.