De Javier Marías, que falleció ayer, después de semanas en coma, víctima del covid y la neumonía --a los setenta años, edad que entre nosotros no se puede decir que sea "temprana" pero quizá sí "prematura", y de ahí que causase su fallecimiento tan general pasmo y consternación-- puede decirse que todo lo hacía a conciencia, y casi todo bien, y entiéndase por "lo que hacía" lo que hacía en el ámbito de la edición --pues era discreto sobre su vida privada, lo que antes se llamaba "un señor"--, o sea escribir, traducir y editar. Escribía bien, traducía bien, editaba bien. Generaba una fiabilidad absoluta. Sabías que su siguiente novela sería competente, que su traducción seria inobjetable, que el libro que publicase en su editorial lo haría exquisitamente. Lo que la publicidad de otra clase de artículos suele llamar "garantía de calidad". Lo último que leí de él es El espejo del mar: el que él mismo, en señal de reverencia a Conrad y también con esa falsa modestia que sólo se pueden permitir los que están perfectamente seguros de su propia valía y excelencia, definió como "el mejor de mis libros". Lleno de términos naúticos endemoniados, lo tradujo con exactitud admirable, y aunque está editado también por otras editoriales me ocupé de conseguir un ejemplar de la suya, Reino de Redonda: garantía de cuidadosa calidad. Todos los libros que él tradujo del inglés, con especial mención a los poemas de Nabokov, que no son de interés menor, y al Tristam Shandy de Sterne que le mereció el premio nacional de traducción, dan esa seguridad de excelencia, de trabajo bien hecho.
Se comenta en los artículos obituarios publicados ayer en la Red que además de sus novelas, que son una notable y original aportación estilística a la narrativa española, de las que hablaremos luego, publicó en vida una docena de volúmenes con sus artículos y colaboraciones en prensa. Los más valiosos de esos trabajos tratan de asuntos de índole literaria --un canon personal muy claro y plausible-- y en otros manifiesta sus opiniones sobre los fenómenos de la actualidad que le llamaban la atención y especialmente que le irritaban; ahí su visión del mundo no es la propia del artista de la palabra y de la ambigüedad --que es el signo del literato--, sino la de un ciudadano frecuentemente enfadado. Esto es sin duda lo más flojo que escribió, pero también lo más divertido. Divertido, a veces, por voluntad propia, pero otras también porque la voz allí adoptada era cómica a su pesar: la voz de un hombre sensato, cargado de sentido común y de razones, que, apoyado en estas, se permite berrinches largos y reiterativos. Cada domingo me relamía de gusto leyendo sus jeremiadas sobre lo vulgar, ruidosa e incívica que puede llegar a ser la gente. El domingo en que no despotricaba Marías contra algo me quedaba yo muy fastidiado.
Así él desperdiciaba tontamente una tribuna de gran visibilidad, pero lo cierto es que a los lectores les encantaban aquellos arrebatos de justiciero cascarrabias. (A mucha gente suele gustarle que otro dé caña, le gusta que otro reparta estopa. Quizá él era consciente de la comicidad del personaje que en esa tribuna encarnaba, porque en algunas ocasiones me pareció que se autoparodiaba, exagerando adrede su abominación del mundo contemporáneo.)
Ahora que ya hemos comentado algo sobre sus actividades laterales digamos algo sobre sus justamente celebradas novelas, que son lo más valioso de su legado y que, caso raro, aunaban la alta calidad literaria y la gran popularidad comercial. Bajo la maestría de Faulkner y de Benet, que él reconocía, pregonaba y agradecía, se hizo dueño de un fraseo único, envolvente, hipnótico, de períodos largos, que van buscando su sentido final a través de tanteos y aproximaciones caracoleantes, sin cuidarse, llevados de su propia, inspirada ondulación, de que a veces sean derivativos o deslavazados. Vocabulario llano, ambientes modernos y cosmopolitas, ni rastro de casticismo, nunca infatuación alguna, entiéndase que su musicalidad nada tiene que ver con el tintineo de sonajero que Marsé reprochaba a la prosa de Umbral, hablamos aquí de un fraseo noble y meditativo que creaba un espacio acotado, inconfundiblemente suyo, un estilo tan indiscutiblemente elegante que el lector que, por haber leído ya mucho de él, se haya abstenido de sus últimas novelas, Berta Isla y Tomás Nevinson sabe que tarde o temprano lo hará, que le esperan en el futuro, porque esa voz tan afinada y conocida le reclamará en un momento u otro.
Se ha dicho que las tramas de sus novelas eran cada vez más delgadas, pues lo importante en ellas es, sobre la mencionada cualidad musical y la tonalidad como confesional, la meditación moral, incierta, que va y viene como olas rompiendo y retirándose. Es verdad. Además se puede decir que tenía también el genio de las frases impactantes y de las escenas difíciles de olvidar, como el legendario comienzo de Corazón tan blanco, la novela con la que conquistó su éxito internacional: "No he querido saber, pero he sabido...". O, en un episodio lateral de la misma novela, la excusa que da un hombre desconocido a la mujer, amiga del narrador, a la que quiere convencer de un encuentro sexual en una habitación de hotel, enviándole un vídeo en el que se muestra desnudo pero sin que se le vea la cabeza, porque ha de ser extremadamente discreto: "Trabajo en una arena muy visible". O el principio de Mañana en la batalla piensa en mí: «Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda». Es sabido que Marías, reacio al ordenador, escribía con máquina eléctrica. A veces me he preguntado si el rumor del motor le empujaba a no detenerse, a proseguir la frase, y si le ayudaba, como un bajo continuo, a ir desarrollando ese fluir de palabras como un monólogo susurrado al oído del lector...