“El rey Carlos I negó la legitimidad de la sentencia dictada contra él. Eso no impidió a Oliver Cromwell exigir su decapitación. Él no era rey. Él era el autor de un libro”. Así se refiere a sí mismo Salman Rushdie en Joseph Anton (2012), la crónica en tercera persona de sus años de fugitivo, cuando empieza a asumir la fetua que Jomeini dictó contra él en 1989 y que ahora parece haberse cumplido en el atentado que el escritor sufrió en Nueva York el pasado 12 de agosto. La frase revela a la vez la soledad de un individuo emancipado de Oriente y la indigencia moral que le rodeaba entonces en su país de adopción. Al proclamar la sentencia de muerte contra un novelista, el viejo ayatolá estaba tratando de imponer la interpretación de su libro sagrado en todo el orbe, un gesto que hoy ya juzgamos como la primera manifestación de lo que sería el terror islamista, la expresión más extrema del odio a la era secular.
En Joseph Anton, Rushdie rememora las vergonzosas reacciones de una buena parte del mundo político, religioso e intelectual anglosajón. Bush padre, entonces presidente de Estados Unidos, no quiso inmiscuirse en algo que consideró un asunto privado. Jimmy Carter publicó una carta en The New York Times en la que casi justificaba la reacción de Irán. El propio escritor se vio obligado a escribir un artículo en The Times, del que luego renegaría, titulado Why I Have Embraced Islam (Por qué he abrazado el islam) en el que, presionado al parecer por el gobierno británico, venía a disculparse y se prestaba a colaborar con el mecanismo de represión y censura que se había puesto en marcha en todo el mundo.
Más de treinta años después de aquel episodio y con el escritor hospitalizado a estas horas en Nueva York, cabe preguntarse qué ha pasado desde entonces y qué fue lo que se puso en juego aquel día, más allá de las proclamas huecas y rutinarias que estos días leemos en los periódicos. La tímida o incluso cobarde reacción del estamento político de la época –el sucesor de Bush, Bill Clinton, accedió a recibir a Rushdie pero sólo a título personal, como si eso tuviera algún valor público– demostró hasta qué punto Occidente se había acomplejado con respecto a sus fundamentos.
Todavía estaba fresca en la memoria de la élite europea la inicial adhesión de Michel Foucault a la revolución iraní en 1979, que a juicio del filósofo había constituido una propuesta de espiritualidad política frente al dominio de las prácticas seculares instituidas desde la Revolución Francesa. Dos años antes de la fetua, el profesor Allan Bloom había desatado una sonada polémica con su libro The Closing of American Mind (1987), en el que ya advertía del peligro creciente que entrañaba la desconfianza hacia la propia cultura y el olvido de los grandes libros de nuestra tradición, el precedente de la actual barbarie iconoclasta y nihilista. La prudencia ante al fundamentalismo islámico revelaba a la vez un miedo a la complejidad de la cultura de raíz europea, que ya entonces había empezado a considerarse fuente de todos los males planetarios frente a la emergencia de culturas inocentes y sometidas.
Con ese panorama hostil y condescendiente, Rushdie tuvo que huir y ocultarse, protegido por la seguridad estatal pero también con la ayuda de amigos. La inolvidable Deborah Rogers, la agente a la que el escritor había dejado para irse con Andrew Wylie, le ofreció su casa de Gales, con el convincente argumento de que, puesto que todo el mundo sabía que los dos estaban peleados, a nadie se le ocurriría buscarle ahí. Entre los pocos escritores que dieron la cara por él desde el primer momento destacaron, en Estados Unidos, Susan Sontag y Christopher Hitchens, que en su libro de memorias, Hitch 22 (2010), relató el ambiente de suspicacia y ruindad que se vivió en aquellos meses, tanto entre los sectores más conservadores como por parte de la izquierda más aguerrida. Al final del capítulo que dedica al caso de su amigo, Hitchens hace una reflexión que conviene releer ahora:
“La triste paradoja es que, aunque él y su libro sobrevivieron y florecieron, nadie en la industria editorial angloamericana encargaría o publicaría ahora Los versos satánicos. De hecho, toda la industria económica y cultural ha actuado, en lo que respecta al islam reaccionario, con enorme prudencia. La otra paradoja es que el multiculturalismo y la multietnicidad que llevaron a Salman a Occidente, y que nos enriquecieron con autores como Hanif Kureishi, Nadeem Aslam, Vikram Seth, Monica Ali y muchos otros, es ahora uno de los disfraces de un uniculturalismo, basado en el relativismo y el chantaje moral (además de un chantaje más obvio del tipo menos moral), según el cual se redefine la Ilustración como 'blanca' y 'opresiva', la inmigración ilegal masiva amenaza con estropearlo todo para todo el mundo y la figura del inmigrante libre y transnacional ha sido depuesta por el rostro contorsionado del nihilista internacional psicóticamente religioso, que reza para que llegue el día en que sus exigencias mesiánicas coincidan con la posesión de un arma apocalíptica. (A esa gente no la llaman nihilista por casualidad). Tuvimos una señal de advertencia de todo eso y Salman fue el mensajero. 'Mutato nomine de te fabula narratur': 'Si cambias de nombre, la historia habla de ti'.”
Más de diez años han pasado desde que se escribieron estas líneas y el problema no ha hecho más que agravarse. Y no sólo en el sentido que nos puede parecer más obvio. Estos días leemos en los periódicos invocaciones a la Ilustración que en sí mismas ya no son más que palabrería vana. Porque la triste verdad es que ya nadie sabe en qué consiste el legado ilustrado, desterrado sin contemplaciones de nuestros planes educativos, escarnecido y banalizado tanto por sus irresponsables detractores como por sus presuntos defensores, muchos de los cuales ni siquiera se han dado cuenta de que la Ilustración llevaba implícitos los instrumentos de crítica a sí misma, de interrogación acerca de su alcance y de su legitimidad, que no tienen por qué confundirse con su abolición ni con su sacralización.
Hitchens hacía referencia a esa corriente literaria periférica que había llegado a Occidente para llevar a cabo una representación problemática de las relaciones de las colonias con la metrópoli, insertando la obra de Rushdie en ella. Curiosamente, el periodista omitió el nombre de V. S. Naipaul, con quien Rushdie polemizó toda su vida pero al que acabó reconociendo como a un “hermano mayor”. Naipaul, un escritor de rango superior, hizo en su obra críticas mucho más duras y complejas al Islam que Rushdie, víctima a la postre de una brutalidad inspirada en aproximaciones muy tangenciales a las cuestiones que abordó en su novela.
El fundamentalismo nunca lee, tan sólo reconoce ofensas elementales. Una determinada figuración de Mahoma resulta para el integrismo más intolerable que cualquier relato de los estragos causados por su religión. Se trata, en realidad, de una cultura iconoclasta que no soporta las imágenes que la iconodulia de Occidente pueda hacer de ella. La anterior novela de Rushdie, Vergüenza (1983), había sido traducida al persa y había ganado el premio Ayatola Beheshti en 1985, convirtiendo al escritor en “uno de los amados hijos del Islam que luchaban contra el gran satán americano”.
En un reciente artículo publicado en The New Yorker, el escritor Adam Gopkin ensalzaba a su amigo en unos términos sintomáticos del estado de la opinión actual: “La verdad es que, a diferencia de su predecesor V. S. Naipaul, al que admiraba mucho y quien creo que él temía que no le admirara a él, Rushdie no tenía ni tiene en realidad ningún sesgo occidental”. Más adelante, Gopkin remata su reflexión afirmando que el compromiso de Rushdie con la lengua inglesa ha sido tan verdadero como “su compromiso con la escritura post-imperial”.
¿De verdad hace falta, para defender a Rushdie del totalitarismo islámico, excusarlo de su posible Western bias y dejar clara su distancia al respecto con Naipaul? ¿No vinieron todos esos escritores, cual fue el caso también de J. M. Coetzee, de la periferia colonial a la metrópoli, igual que en el XIX los escritores rurales a la ciudad, para trastocar todas nuestras seguridades tanto con respecto a la cultura hegemónica como a la vernácula? Su adopción, para empezar, de un instrumento como el inglés les insertó en una tradición que a su vez renovaron y revolvieron, ensanchando y problematizando el alcance de la novela y enriqueciendo el imaginario dramático de nuestra literatura pero aguzando también el sentido crítico de sus países de procedencia. Ahora, sin embargo, esa complejidad híbrida e irreductible quiere ser extirpada y convertida en una pureza incorrupta y partisana.
Naipaul ha ingresado ya en la lista de escritores malditos, como lo están haciendo la mayoría de los grandes. Estados Unidos es ahora un país que destierra a autores como Mark Twain o William Faulkner o que retira de circulación la biografía de Philip Roth porque su autor, Blake Bailey, fue acusado en la red de abusos sexuales. Una sociedad que no distingue entre un posible delito penal y la libertad de criterio es una sociedad fundamentalista que ya sólo reconoce ofensas.
Salman Rushdie fue atacado –y sus traductores asesinados– en nombre del odio al vacío secular que representaba la civilización democrática, pero hoy en día Occidente ya no soporta ese vacío, que ha decidido llenar de nuevo con todos los contenidos de la diferencia. Las razones de esa regresión son múltiples y complejas, pero entre ellas se cuenta sin duda el desmantelamiento de nuestra cultura, que primero pasó a ser un ornamento para luego acabar siendo un fardo. Ese desguace implica en última instancia una desposesión espiritual que de pronto nos ha vuelto inermes frente a las pulsiones tanáticas propias y ajenas. Estamos abrazando un nihilismo muy parecido al que nos ataca. Consideremos si no hasta qué punto esta reflexión de Naipaul en Among Believers. An Islamic Journey (1981), el mejor libro para entender la revolución iraní, se está volviendo ahora contra nosotros:
“Según el esquema fundamentalista, el mundo está en constante decadencia y tiene que ser constantemente re-creado. La única función del intelecto consiste en asistir a esa re-creación. El intelecto re-interpreta los textos, re-establece el precedente divino, de tal manera que la historia se pone al servicio de la teología, la ley se segrega de la idea de igualdad y aprender se disocia del aprendizaje. La doctrina ejerce su atracción. Para un estudiante de Karachi, de origen provinciano o campesino, la vieja fe es más fácil que cualquier disciplina académica de nuevo cuño. El fundamentalismo se arraiga en las universidades y negar la educación puede convertirse en el nuevo acto educativo. En la época de la gloria musulmana, el Islam se abrió al conocimiento del mundo. Ahora el fundamentalismo ofrece un termostato intelectual puesto al mínimo que ecualiza, conforta, protege y preserva”.
Otra vez Horacio: Quid rides? Mutato nomine de te fabula narratur.