Sombra y paraíso de la infancia
Felipe Benítez Reyes y Antonio Soler, dos de los mejores escritores de su generación, dedican novelas a una etapa vital que oscila entre la plenitud del bien y el descubrimiento del mal
1 julio, 2022 22:55La verdadera distancia entre el cielo y el infierno, más que geográfica o simbólica, es óptica. Para quienes no creen en ninguno de estos conceptos, proyecciones cristianas de referentes culturales paganos muy anteriores a los Evangelios, como el Olimpo o el Hades, su significado rige a través del cauce (mágico) de lo metafórico. En cambio, aquellos que profesan alguna fe (ciega) ven estos espacios morales –porque así son formulados por la doctrina católica– una realidad indudable, exacta y profética. La vida sería un mero tránsito entre ambas orillas, que representan los dos destinos esenciales de lo humano.
Con la experiencia de la infancia, que es un estado sentimental, sucede algo análogo: hay quien la vive (o mejor dicho: la recuerda) como una etapa vital idealizada, sin peligros ni conciencia, feliz o paradisiaca, bien por su propia rotundidad o por la ignorancia con la que generalmente se habita, tan lejos aún de la preocupaciones adultas. La moneda tiene su reverso: infancias desgraciadas, marcadas por la carestía o la orfandad repentina, sesgadas debido a una fatídica anticipación: la irrupción prematura del mal en la esfera cotidiana.
En muchas novelas sobre la posguerra española se cuenta en abundancia la historia de niños convertidos en hombres y mujeres antes de plazo, testigos involuntarios de la desagradable superposición de dos calendarios distintos: el íntimo y el real. Atrapados dentro de la falla dolorosa entre la subjetividad de quien todavía no ha acabado de hacerse –a veces, ni siquiera empezado– y la objetividad de los hechos, esos fenómenos indiscutibles, que no toleran la inconsciencia. Las historias sobre esta etapa vital enfrentan este contraste entre la realidad y la fantasía. La infancia escrita (literariamente) nunca es la vivida, sino la recordada.
Felipe Benítez Reyes (Rota, 1960) y Antonio Soler (Málaga, 1956), dos de los mejores escritores de su generación, han dedicado a esta cuestión –el final de la infancia, un periodo que para unos se reduce a la adolescencia y para otros incluye la inmersión definitiva en el mundo perverso de los mayores– dos novelas que, al tiempo que ensayan parcialmente los géneros de la autobiografía y la autoficción, son profundos ejercicios de estilo sobre la forma de escribir, excelentes escuelas sobre la mirada literaria y, sin duda, obras que muestran donde debe buscarse la excelencia en un panorama narrativo –en español– marcado por lo huero, lo políticamente correcto, el onanismo y la ausencia de sentido del riesgo.
Benítez Reyes y Soler son escritores de estirpe clásica que trabajan sus materiales de forma contemporánea. En sus novelas la riqueza y el talento literario hace palidecer a muchos de sus iguales, que no lo son en absoluto. Son autores de la periferia –llamémosle el Sur– que han logrado evitar todas las trampas del costumbrismo –vade retro, Satanás– para hacer de sus respectivos territorios referentes universales cuyo sustento es la solidez de lo concreto. Sus mundos existen, pero su altísimo grado de verosimilitud no reside en su denominación física, sino en la atmósfera que ambos crean gracias al sabio oficio de las palabras.
Benítez Reyes acaba de editar con el sello El Paseo –en su colección Opera Prima, dedicada al rescate de obras germinales de escritores con cierta trayectoria editorial– La propiedad del paraíso, un libro sobre la infancia recordada que el escritor gaditano sacó a mediados de los noventa en Planeta (más tarde sería reeditado por Tusquets), después de sendos rechazos de Seix Barral y Anagrama, y que ahora retorna a las librerías aderezado con bonus tracks: una selección de poemas coetáneos a su redacción, collages de la misma autoría, un epílogo irónico y un prólogo de José Manuel Caballero Bonald, a quien Benítez Reyes a su vez dedica estos días –en una edición institucional de la Junta de Andalucía– un ensayo (Entre el mito y el verbo) que tiene algo de homenaje póstumo lleno de vida, pues analiza la poesía y la narrativa del escritor jerezano desde un conocimiento que sólo otorga el lujo de la amistad y la convivencia estrecha.
Buena parte de las enseñanzas poéticas de Caballero Bonald reverberan en La propiedad del paraíso, planteada como una novela (aunque con fondo de memoria fingida) con un delicioso aire a lo Pavese, sensorial y palpitante, pero, por fortuna, ajena a la grandilocuencia gracias al sutil ejercicio de la ironía. La infancia del protagonista –una voz en primera persona que cuenta sus experiencias y hazañas (menores) en capítulos breves, alimentados por un hálito poético, descriptivo, mágico– tiene algo de caos experiencial y de guiñol tierno. Emociona.
Cuenta una infancia sin drama, poblada por muchos personajes reales o otros tantos imaginarios que acompañan al narrador en un viaje íntimo por las ficciones de los cuentos y los tebeos, el descubrimiento del sexo opuesto, los enamoramientos súbitos, las tardes de cine de verano, las aulas de maestros rigoristas “que nunca devolvían lo que quitaban”, fotografías en sepia, jugueterías, los desconcertantes aires de Cádiz, momentos de cigarrillos neorrealistas y, en fin, todas esas ensoñaciones que, vistas desde la perspectiva de la madurez, tienen un inequívoco aire de fascinación, aunque en su hora fueran completamente vulgares.
Tremendismo y huesos de damasco: ésta es la aleación infalible de la infancia con la que Benítez Reyes construye esta tercera novela, una “obra maestra” al decir de Pere Gimferrer, que, sin embargo, tuvo que publicar la editora Silvia Bastos, en una decisión mucho más afortunada –hizo que el libro existiera– que tan desahogados epítetos. El autor cuenta deliciosamente estas calamidades en el epílogo, pero las trasciende con una reflexión sobre la escritura y el desdoblamiento. Benítez Reyes explica en la presentación del apéndice (en verso )que acompaña al libro que una de las sensaciones más desconcertantes de su infancia fue descubrir el miedo en la casa de su familia en la calle Veracruz de Rota: “Sentir miedo de tu casa es una experiencia extrañamente edificante: caes en la cuenta de que la realidad es un sitio peligroso. Tan peligroso como tu pensamiento de niño que aún no sabe pensar”.
De esta paradoja trata Sacramento (Galaxia Gutemberg), la extraordinaria novela con la que Antonio Soler alcanza la extraña madurez de los grandes maestros (secretos). El escritor malagueño cuenta en esta obra una historia, en apariencia, desconectada de la infancia, a pesar de que su desciframiento es imposible sin las oscuras experiencias de esta etapa de la vida. Soler relata la vida de Hipólito Lucena, un sacerdote que en los años cincuenta, en pleno nacional-catolicismo, amparado por la jerarquía hasta que el Vaticano decidió retirarle de sus funciones y recluirlo para poner sordina (tardía) al escándalo, cometió abusos sexuales entre sus feligresas gracias a la prelación que facilitan los confesionarios y la voluntad de fundar de una especie de secta herética (en su provecho) dentro de una parroquia del centro de Málaga.
Soler tiene el acierto de huir de la moralina y el catecismo –esas costumbres practicadas tanto por la Iglesia como por el universo woke– y no juzga a su personaje, al que presenta primero como un misterio ambivalente (a través de las contradictorias opiniones de los demás), después como un hijo desviado de su tiempo histórico –la España gris e hipócrita de la baja posguerra– y, más tarde, como protagonista de un cuento coral (basado en hechos absolutamente reales) que comienza en el seminario y termina en una prisión ordenada por el Vaticano. Lucena no es retratado a la manera de un depravado –la caricatura usual de los profetas de la cancelación– ni abusa de menores, sino de mujeres adultas y conscientes.
Su drama es distinto: una historia de degradación personal que comienza a los diez años, cuando un niño fascinado por el ascetismo ingresa en el seminario para emular a San Bruno, y culmina en orgías celebradas junto al sagrario y el altar. Sacramento es la antítesis del género de la bildungsroman, al presentarse como una novela de degeneración cuyo punto de partida es una infancia de resignación y obediencia. La de un niño que, antes de convertirse en sacerdote, quedó huérfano de madre –su progenitora, tras traer al mundo a once niños, murió desangrada en un fatídico parto triple en el que también fallecieron tres hermanas que no llegarían a nacer– melancólico, retraído, que miraba hacia adentro, en lugar de hacia fuera, y que tomaría los hábitos a los 23 años con el anhelo de convertirse en un santo.
Víctima de sí mismo y, al mismo tiempo, supuesto demonio de sus hipolitinas, que le mostraron una extraña veneración hasta el final de sus días. Ambas cosas a la vez. O acaso ninguna de ellas por completo. Sacramento es un libro sabio y madurísimo que expresa la complejidad que implica hacer cualquier retrato o juicio moral, la inseguridad y el asombro que supone descubrir dentro de una misma persona personalidades antagónicas –el sacerdote abusa de su posición como pastor de la grey pero es un cura comprometido– y un buen ejemplo de cómo una novela española puede situarse en la primera división literaria sin necesidad de incurrir en ninguna de las servidumbres de las vigentes modas editoriales.
En esta novela, donde Soler mezcla las memorias, el ensayo, el cuadro sociológico y el retrato psicológico, se muestra que el marco que define a de la novela clásica –la estructura, los personajes, el estilo y la hondura de las experiencias– sirve para contar el presente de una forma más perdurable que la simple representación de lo acontecido. Evidencia que no cabe entender cualquier presente sin el pasado más inmediato (que es otra dimensión de lo contemporáneo) y marca una distancia sideral con la narrativa que desdeña la forma en beneficio del mensaje, el panfleto, la denuncia y la proclama infantil sobre la identidad. Una obra excepcional sobre la amarga verdad de la vida adulta. Un libro cuyo mensaje se resume en una de las dos citas de arranque, tomada de Inland Empire, la película de David Lynch: “Un muchacho salió a jugar. Cuando abrió la puerta vio el mundo. Cuando pasó al otro lado generó un reflejo. El mal cobró vida. El mal cobró vida y siguió al muchacho”.