Una historia cultural de los héroes
La figura de los personajes dignos de admiración, cuya evolución muestra los diferentes cambios de mentalidad de la historia cultural, ha perdido su condición sagrada en favor de la frivolidad
14 mayo, 2022 22:45Vivimos tiempos inciertos y confusos. Las figuras de los grandes héroes, como no podía ser menos, no son ajenas a los vaivenes de la cultura. Por un lado, sus cualidades se magnifican una y otra vez. Solo hay que pensar en el éxito que tienen las películas de Batman, Superman, Spiderman o cualquier otro personaje dotado de poderes excepcionales. Es como si necesitáramos a seres de valor incomparable, sean estos reales o de ficción, para salir de la mediocridad de nuestras vidas. Por otra parte, el héroe es también objeto de escepticismo. Tanto es así que el sociólogo alemán Ulrich Bröckling, en Héroes postheroicos (Alianza, 2021), señala que los relatos sobre grandes hazañas pierden fuerza. Han dejado de ser un modelo de virtudes que se propone al común de los mortales como ejemplo a imitar. Es más, resultan nocivos por trasmitir enseñanzas indeseables, como la resolución de los conflictos a través de la fuerza, siempre con personajes para nada entusiastas de virtudes como el consenso y el pacto.
En la Antigüedad, el héroe era, por definición, un personaje intermedio entre los dioses y los hombres, como Hércules. Más tarde, con el Cristianismo, pasó a encarnar las cualidades del hombre de fe. Sin embargo, durante en el siglo XVII, con la crisis del barroco, detectamos ya visiones paródicas. El Quijote cervantino, aunque se imagina a sí mismo como un héroe, es en realidad un tipo ridículo. A su vez, Velázquez, en un famoso lienzo, pinta a Marte, el dios de la Guerra, imbuido de una profunda apatía. El filósofo británico Thomas Carlyle aseguraba que la historia del mundo no era otra cosa que la biografía de los grandes hombres. Sin embargo, con el auge del socialismo y el comunismo, esta visión entra en crisis. Ahora cuentan las masas anónimas, que son las que construyen el futuro, no las individualidades. Bertolt Brecht, en un famoso poema, Preguntas de un obrero ante un libro, recordará a sus lectores que Alejandro Magno no realizó sus conquistas solo, o que los reyes que levantaban grandes edificios no arrastraban personalmente los grandes bloques de piedra.
La izquierda, sin embargo, no renunciará a sus propios héroes, solo que esta vez no son caballeros ni príncipes sino individuos entregados a la justicia social. El culto a Lenin o al Che Guevara muestra que los destinatarios de la admiración obedecían a parámetros ideológicos distintos a los de otros tiempos, pero conservaban las virtudes de siempre, sobre todo la disposición a entregarlo todo por la causa. Tras la Segunda Guerra Mundial, los héroes tradicionales empezaron a desvincularse del mundo militar. Por muchas razones. Con el desarrollo de la sociedad de consumo, la idea de morir por la patria perdió un considerable atractivo. El sacrificio ya no se llevaba, el hedonismo sí. Además, algunos conflictos desastrosos hicieron que los ejércitos se desprendieran de su aura mítica. Francia, por ejemplo, salió de Argelia de mala manera, después de un conflicto largo y sangriento en el que utilizó la tortura. A su vez, Estados Unidos sufrió el trauma de Vietnam. Cuando sus veteranos regresaron al país no fueron recibidos como héroes sino como responsables de una contienda imperialista.
En 2003, el periodista Miguel Ángel Bastenier señaló que la Segunda Guerra de Irak podía ser el primer conflicto de la era post-heroica por el descomunal desequilibrio entre los contendientes. Una gran potencia como Estados Unidos utilizaba su asombrosa tecnología para hacer la guerra a distancia, de forma que el coraje y el sacrificio individuales ya no fueran condición indispensable para la victoria. De esta forma se minimizaban las bajas propias. Las ajenas, como ocurría en los conflictos coloniales del siglo XIX, no importaban. Los viejos guerreros, por otra parte, encarnaban unos valores que parecían cada vez más anticuados. Bröckling, en su estudio ya citado, proclamaba abiertamente el recelo que le suscitaban todos los héroes: “Demasiadas exudaciones de masculinidad, demasiada admonición moral, demasiada superación de uno mismo, demasiado culto a la muerte”.
Conforme pasan los años, los pedestales se derriban en proporción a un cambio de mentalidad que convierte el egocentrismo en el valor en alza. La admiración a otra persona, desde esta perspectiva, se transforma en un reconocimiento de la propia inferioridad y, por tanto, en algo rechazable. Se afirma entonces que los relatos heroicos no son democráticos porque dividen a la gente entre una minoría de elegidos y la gran mayoría. El común de la gente, más que admirar a las grandes figuras, experimentaría resentimiento por el pedestal en el que están situadas. “Mirar continuamente hacia arriba genera tortícolis”, señala Bröckling.
¿De dónde viene esta inversión de la ética establecida? Un sociólogo, Christopher Lasch, afirmó en 1979 que el narcisista era el individuo predominante entre las masas contemporáneas. Un año después, la Asociación Americana de Psiquiatría introdujo el Trastorno Narcisista de Personalidad. A partir de entonces, esta situación no ha dejado de incrementarse. La literatura de autoayuda, con su insistencia en el concepto de autoestima, ha contribuido a fomentar que mucha gente tenga un concepto desmesurado de sí. La moda del selfie, en los últimos años, parece ir en la misma dirección. El poeta polaco Adam Zagajewski, Premio Princesa de Asturias de las Letras, no podía reprimir su indignación al comprobar que la gente, ante la Acrópolis de Atenas, se limita a utilizar tanta belleza arquitectónica como simple telón de fondo para su propia imagen: “Me quedé sobrecogido. Es la esencia de nuestra época: ¿Es la Acrópolis? Me da igual, yo soy más importante que estas ruinas”.
Al contrario de lo que sucedía en otros tiempos, la modestia ha dejado de ser una virtud social. Podemos comprobarlos en las redes sociales, en las que se multiplican las expresiones del propio yo, siempre desde el presupuesto de que eso debe ser algo que los demás encontrarán interesante. Todo este clima no es el más adecuado para que los individuos profesen hacia otras personas grandes dosis de reverencia. Surgen, mientras tanto, nuevos héroes, como los influencers, que no son conocidos por ningún motivo concreto, solo porque aparecen en los medios. En otros tiempos, el famoso era aquel que había conseguido un logro excepcional en algún campo concreto: cantaba, bailaba, jugaba al fútbol, iba al espacio. En la actualidad, en cambio, demostrar algún tipo de mérito ya no es indispensable. Como señala el psicoanalista Áxel Capriles M. en Erotismo, vanidad, codicia y poder (Turner, 2021), “lo que constituye y define la celebridad es el acto mismo de ser celebrado”.
El héroe no nos ha abandonado del todo, pero adquiere nuevos perfiles. No se valora tanto la antigua épica sino el coraje de los que, dentro del anonimato, se entregan con discreción en favor de los demás. Todos tenemos en la memoria los homenajes, durante la actual pandemia, a los sanitarios que se arriesgaron por el bien común. Mientras tanto, en el mundo de la ficción, personajes como James Bond ganan en profundidad psicológica y exhiben su lado más frágil. Parece que deseamos que nuestros héroes sean admirables, pero no tan perfectos que nos parezcan inverosímiles o puedan llegar a abrumarnos.