Su traducción al español de los Sonetos de Shakespeare (Renacimiento) es una referencia en la difícil tarea de volcar en otra lengua una de las joyas de la literatura universal. Amante de la cultura anglosajona, traductor del irlandés y del gaélico, además de dominar el inglés más clásico, Antonio Rivero Taravillo es un poeta que escribe ensayos, libros de viajes y aplaudidas biografías. Con la de Luis Cernuda (Tusquets) obtuvo el Premio Comillas; la que dedicó a Cirlot (Fundación José Manuel Lara) se considera la mejor aproximación al poeta barcelonés. Como novelista prefiere retratar a personajes de carne y hueso de ese pasado cercano que son los comienzos del siglo XX. Su capacidad para darle a todos los palos demuestra que, en sus manos, el tiempo, además de ser relativo, puede estirarse si haces lo que te apasiona. Acaba de publicar la novela 1922 (Pretextos), dedicada al año clave de la literatura moderna y centenario del Ulysses de Joyce. De gestos sobrios, se considera un pesimista con muy buen carácter.
–¿En 1922 se aliaron todos los astros?
–Pues sí. Fue una conjunción de astros, pero de astros literarios y artísticos: genios en la literatura, en el arte, en la música. En un tiempo concreto y en una ciudad exacta: París. Hubo otros lugares, pero París fue el epicentro de esa explosión de las vanguardias.
–1922 es el título y el protagonista de esta obra coral. Una ciudad y un año.
–París era la capital cultural del mundo. No sólo para los franceses que, por supuesto, (luce media sonrisa que confirma su militancia en la cultura anglosajona, dejando así una levísima pulla) sino para los hispanoamericanos y los anglosajones que siempre habían sido insulares. El año 1922 es el centro, pero París es el lugar del año, el escenario. Hay un tiempo y hay un espacio. Es el inicio de las vanguardias. Ocurrían muchas cosas en otras partes del mundo, pero lo sustancial, los creadores más trascendentales que provocaron ese cambio cultural, se encontraron en París.
–Parece un año que cundió como si fuera un lustro. ¿Qué circunstancias tienen que darse para que eso se produzca? ¿Es cosa de azar?
–Hay circunstancias azarosas, pero también hay razones que podrían explicarlo. El mundo se recuperaba de la Gran Guerra, que había tenido como escenario principal Europa. En Estados unidos comienza la ley seca. Muchos norteamericanos huyen de su país para beber y vivir. No se debe olvidar que los Estados Unidos fueron fundados por europeos puritanos. Y esa huella estaba, y está, casi como una marca. París era un terreno apto para la libertad y la fiesta, también sexual. Los británicos también querían salirse del corsé, buscar un lugar amable frente a las grisuras. Y, a todo esto, los cambios que habían quedado interrumpidos trágicamente por la guerra emergen de pronto con más fuerza, sed y brío. Como una bomba latente que esperaba su momento.
–La novela comienza con la publicación de Ulysses de Joyce y se cierra con The Wasted Land de T.S. Eliot. Si no bombas, sí artefactos literarios.
–Así he querido que aparezca, porque creo que es sumamente importante. Son dos libros que cambian la literatura en prosa y en poesía, toda la literatura, aunque de manera muy profunda la anglosajona. Precisamente, al escoger estos libros estoy considerando 1922 un año cero, de alguna manera. Aparecen otros artistas, no solamente escritores. He querido resaltar que no se trataba de un fenómeno aislado, sino que pasaban cosas incluso en tierras de lengua española (alude a su admirado Borges). No es solo la isla-Joyce. El archipiélago es mucho más amplio.
–A la mayoría de los intelectuales que coinciden en ese tiempo y en ese lugar los conoce bien, los ha traducido o editado, pero hay un personaje que sobresale: el incómodo Ezra Pound. De alguna manera lo rehabilita.
–Yo centro el libro en cuatro escritores que llevan el peso del relato. Uno que no era vanguardista –Yeats, una suerte de padre de todos ellos, además de Joyce, Eliot y Pound. Y sí, el poeta que sufrió el desprestigio por su filiación nazi y fascista aparece aquí en un momento, que es real, con un papel de benefactor, como apoyo incondicional de la obra de los otros. Sacrifica su obra e incluso su bienestar económico para propiciar la de los demás, especialmente la de Eliot, al que quiso apartarlo de su tedioso trabajo en un banco. También sucedió con Joyce, que era un auténtico desastre para la vida cotidiana, en relación a su supervivencia y la de su familia. Incluso ejerció de secretario de Yeats cuando tenía problemas de vista y no podía escribir. Pound llega a pasar calamidades mientras intenta sacar de la ruina a sus amigos. Demuestra una fe inquebrantable en la obra de otros y gran generosidad. Su altruismo es muy de admirar.
–Ahora, en el cementerio de Venecia, su tumba aparece sin la losa con su nombre y tienen que reponerla. No se le recuerda precisamente como un altruista.
–Luces y sombras las tenemos todos, aunque ciertamente no todo el mundo sobrepasa los límites como hizo Pound. No hay personas de una sola cara. Es como una gema: cuanto más tallada, más deslumbrante resulta. Pound es un ser complejo. Sin embargo, en 1922 no se había acercado aún al fascismo. De hecho, quien vitoreaba a Mussolini era Hemingway. Existía una gran admiración por algunos poetas –digamos que protofascistas– como D’Annunzio. Todo lo nuevo, todo lo que rompiera, interesaba. Todos compartían el mismo estado de exaltación. Y Mussolini tenía un discurso distinto, atractivo en la medida de que no era ortodoxo. Es además el año de la Marcha de Roma. En el caso de Pound, cuando se acerca al fascismo, lo hace por afinidad a un proyecto económico más que por racismo o antisemitismo. Hubo judíos (rusos blancos, algunos) que lo trataron en París y le ayudaron. Es interesante observar en qué devinieron esas ideas rupturistas que en ese año prácticamente acababan de nacer. La exaltación política de muchos nos costó muy cara, mientras que la creativa nos ha resultado indispensable.
–Aparece Lenin, de fondo.
–Lenin agonizando mientras Stalin preparaba su relevo. Habían pasado apenas cinco años de la revolución bolchevique, un fenómeno crucial para entender el siglo XX. El viejo orden había estallado por los aires. En París hay revolucionarios simpatizantes de la causa soviética y rusos que huían de ella. Todos coinciden. Hubo un fervor creativo extraordinario.
–Muchos de esos escritores son irlandeses. En su país se desató una guerra civil por causa de la independencia.
–Joyce era irlandés, aunque no simpatizaba con la causa nacionalista. Muchos de ellos lo son y algunos se sienten cerca de De Valera o de Collins. Irlanda está en guerra contra Gran Bretaña. Yeats mismo no lo era al principio, pero a partir del levantamiento de Pascua se sensibiliza. Algunos de estos escritores, los más brillantes de su país y determinantes para su cultura contemporánea, prefieren estar lejos. Se refugian en ese París cosmopolita y abierto. Esa guerra de fondo también me interesaba como parte de las circunstancias personales de muchos de ellos, la desafección misma de Joyce y su negativa a volver aunque su mujer le presionara… Son unos personajes y una época que conozco bien, llevo más de treinta años estudiándolos. Al principio pensé en escribir un ensayo, pero luego me dejé seducir por la enorme carga narrativa que tienen sus perfiles. Me di cuenta de que la mejor era novelarlo, sin cambiar la realidad ni alterar ni un solo hecho, pero en una novela. Nada de lo que se cuenta es falso, aunque me haya permitido licencias sólo literarias. Sin añadir elementos novelescos a unas vidas que ya lo son. Y luego está el momento: el annus mirabilis. El año de los prodigios.
–Ha escrito cuatro novelas y todas tratan de personajes históricos de esa época: Octavio Paz, Yeats, Primo de Rivera y ésta. ¿Hay algo más novelesco que la realidad?
–Hay que extraer las potencialidades que algunos personajes encierran y contarlo con las herramientas de la ficción. Sin alterar la realidad. Yo he escrito biografías canónicas respetando las reglas del género, ateniéndome al hecho probado, sin siquiera dar por supuesto algo que no sea demostrable. Y he novelado momentos de personajes reales. En todas las novelas refiero algo concreto: la búsqueda de un amigo desaparecido en la guerra civil por paz, un viaje de Yeats a Sevilla. En 1922, igual. Puedo hacer flash back, profundizar en algún hecho biográfico o en alguna obra, pero procuro no atosigar al lector con datos ni con notas. Tampoco apabullarlo con lo que sé y respetando el ritmo de la narración. Los personajes son extraordinarios: no he tenido que añadir nada.
–¿Sigue siendo Irlanda su patria emocional?
–Sí. Es mi pasión más antigua. Estudie gaélico-escocés y el irlandés, lo leo, lo traduzco. Amo a Irlanda. Llegué a la lengua y al país por la música. Me parece un capital magnífico que, sin embargo, apenas se conoce aunque está disponible, es fácil acceder a ella. Me entristece que sea un oro que se malgaste. Para mí no hay mayor referencia sentimental.
–Volviendo a París de 1922: aparecen mujeres sin pelos en la lengua como Virginia Wolf.
–Aparecen, sobre todo, sus opiniones sobre algunos de ellos. Sus Diarios son una auténtica maravilla, con juicios crueles pero muy honestos. Cultivaba una leal inquina a Joyce y detestaba el Ulysses. Ella no figura en ese grupo de París, pero sí otras mujeres espectaculares que gozan de una libertad sexual increíble en su tiempo y ahora. Gertrude Stein es una mujer independiente, poderosa, que no oculta su homosexualidad, aunque tampoco la exhiba. No hay que olvidar que el Ulysses se publica gracias a una librera británica afincada en París, Silvia Beach, que se empeña, literalmente, para que se edite. Ni a Catherine Mansfield, la neozelandesa del grupo de Bloomsbury, amante de Woolf, una mujer libre y una estupenda narradora. O la brillante Djuna Barnes, escritora del modernismo. Seguramente habrá otras por descubrir.
–Es autor de varios libros de viajes. Seguro que 1922 habrá merecido más de uno.
–He ido varias veces a París, sí. He visitado los lugares para ver con mis ojos el escenario real: las puertas, las mesas de los cafés, los hotelitos, las buhardillas donde vivían. Los que se conservan. Cuando escribo, incluida la ficción, me documento en bibliotecas y en archivos pero me gusta pisar el suelo que pisaron aquellos de los que escribo.
–¿Esa generación es irrepetible? Tal vez no tengamos perspectiva para saber si está sucediendo algo similar ahora mismo.
–Probablemente hemos avanzado poco, al menos en la literatura. Tanto Joyce como Eliot tocaron un techo. Vivimos de las rentas de ese momento. No es tan extraño si vemos la Historia. No hay un cambio de paradigma tan drástico cada cien años, no está escrito. Fue un alumbramiento brutal y vertiginoso. En muy poco tiempo se dieron corrientes que coincidían y, a la vez, se superaban. André Breton rompió con Tristan Tzara. El surrealismo superó al dadaísmo casi en meses… Fue algo vertiginoso.
–¿Cualquier vanguardia pasada fue mejor?
–No. Fue vanguardia en el momento que tenía que serlo. Ahora el mundo vive un cierto estancamiento. Hemos digerido el efecto de esas vanguardias, hemos asimilado sus rupturas. Sus alternativas forman parte del discurso dominante. A lo mejor las vanguardias no están ya en las letras y en las artes, sino en otro lugar, como la ciencia. No sé. Pero lo cierto es que son vanguardias que están muy vivas.
–Da la impresión de que la Generación del 27 es un efecto de ese boom de 1922 aunque cinco años después, como si el reloj de España estuviera atrasado.
–De algún modo es así. Muchos de los más grandes de esa generación, que fue también portentosa, vienen del surrealismo o coquetean con él. Tanto Cernuda como Lorca ensayan con estas nuevas corrientes. Prados y Aleixandre beben de lo que se estaba produciendo en París. Pero no podemos catalogarlos a todos en el mismo saco. Conviven genios irreconciliables, artísticamente hablando, y con un poderoso individualismo. En ciertos casos su poética, su carácter, son como el agua y el aceite. Es imposible mezclarlos: Salinas y Guillén con Cernuda y Prados, por ejemplo. Años antes del 27 en España había ocurrido algo importante: la publicación de la segunda Antología Poética de Juan Ramón Jiménez. Un hecho trascendental para la poesía española.
–El libro comienza con el año, sigue la pista a estos artistas y escritores dentro y fuera de París y lleva al lector hasta las navidades. Luego incluye una suerte de epilogo para dar cuenta de lo mal que terminaron algunos.
–Por no hablar de lo mal que terminaron muchos de esos sueños con la tremenda guerra mundial y los exterminios. Pero, más que hablar de ese tiempo, lo que pretendo en este apéndice es contar los avatares emocionales de genios que eran frágiles y muy vulnerables. Muchos de ellos tuvieron graves problemas mentales. En algunos casos, también sus mujeres o sus hijos. (Se le pregunta si se cumple el estereotipo de la presunta infelicidad de las personas con talento). No se trata tanto de talento como de genialidad, que en muchos casos incómoda.
–No es muy optimista relacionar la felicidad con la falta de ingenio.
–(Sonríe) Bueno, digamos que soy pesimista sin llegar a la irritación congénita (se le llama pesimista con buen carácter y acepta encantado la definición). La tragedia suele resultar atractiva desde el punto de vista de la creación,. En la mayoría de los casos sí parece que existe una disonancia entre la lucidez y la felicidad. Claro que habría que definir la felicidad (Habla de Lorca, que tenía todas las cualidades para ser feliz y genial a un tiempo). Muchos pagan sus excesos, las adicciones, el alcohol y el desarraigo. Muchos poetas de la Generación del 27 no vuelven a su tierra. Si no exiliados, sí son trashumantes, viven en un extrañamiento. Eso influye en sus vidas, en su estado de ánimo, en su vulnerabilidad.
–Ha mencionado el papel de Silvia Beach para la publicación de Ulysses. En su novela hay un reconocimiento a personajes secundarios fundamentales, como libreros, editores y hasta un abogado neoyorquino.
–Sí, es un homenaje y un desquite. Yo he sido librero y editor. Los libreros y las librerías son fundamentales en la novela porque fueron importantes para que se pudieran publicar libros trascendentales. Y respecto a John Queen, el abogado rico que compra originales, defendió a los autores y les ayudó a sobrevivir. Hay otro aspecto, digamos que divertido, de casi todos ellos: los sablazos que daban a ricos cultos, a aristócratas snobs o a quien se les pusiera delante. La gran literatura le debe mucho a los sablazos. Por eso le doy tanto protagonismo a Pound en la novela: era un artista dando sablazos para obras ajenas, no para las suyas.
–A su obra no le ha hecho falta cancelación. Está prácticamente desaparecida.
–Pagó un precio muy alto. En los años sesenta hubo una generación de escritores, norteamericanos sobre todo, que lo reivindicaron, como Ginsberg, pero fue algo fugaz. La obra de Pound tampoco es fácil. Conocía muy bien los clásicos, no solo los grecolatinos. Era un erudito en cultura china. Pero no se le lee. Eliot también fue un carácter reaccionario y ha sobrevivido mejor.
–¿Lee a los vivos?
–Sí, sí. Tengo grandes amigos, aunque siento que mis contemporáneos están muertos hace cinco siglos, aquellos con los que me identifico. En literatura todas las edades son simultáneas, es un continuum siempre que busque la excelencia y se muestre el alma humana. Me siento más cerca de algunos textos milenarios que de algunas tonterías que se escriben ahora (sonríe). Las vanguardias siempre han conocido bien a los clásicos, siempre se han apoyado en la tradición, aunque sea para fracturarla. En la literatura no cabe el adanismo. Nadie es el primero y quien lo crea ya se está equivocando.
–Ahora me dirá que leer Ulysses es fácil, como una lectura de playa.
–No, para nada. Pero hay maneras de leerlo que ayudan. Yo lo he leído muchas veces y nunca de un tirón. Hay capítulos que releo siete veces y otros que, una vez leídos, no he vuelto a visitar. Es un libro raro que requiere un trato diferente, pero que si te acercas sin miedo encierra momentos divertidos, provocadores, escatológicos, eróticos. Como guía de Dublín no tiene precio. En Irlanda es una seña de identidad, aunque no lo lean. Leer es cosa de minorías hasta en el caso de los bestsellers. Y respecto al Ulysses hay que llamarse Joyce para entenderlo del todo. Los demás estamos de prestado.
–¿Hay algún libro similar en la lengua española?
–(Se lo piensa un rato). Juan Rulfo. Pedro Páramo es a nuestra literatura en español lo que el Ulysses al inglés. También es un libro difícil, complejo, apasionante, a veces ininteligible. Tiene además el sesgo mexicano, como le pasa a Ulysses con Irlanda. Si el lector no es de allí le cuesta entrar, si es que lo consigue (Se le pregunta por Borges, una de sus manifiestas debilidades y niega con la cabeza). Borges es literariamente enorme pero desde el punto de vista de la escritura es conservador. No arriesga. Rulfo sí. Rulfo es un revolucionario.
–Tiene un currículo que agota al leerlo: cincuenta libros traducidos, diez poemarios, libros de ensayo y de viajes, cuatro novelas y colaboraciones en revistas, cursos y foros. Tiene fama de ser un investigador concienzudo y de enganchar un proyecto con otro.
–(No lo niega) Ahora mismo, después de la ficción, estoy con una biografía de un personaje al que admiro profundamente. No puedo adelantar nada más (cruza los dedos) pero es fascinante. Y es español. Con la fase de recopilación de datos soy muy feliz. No puedo imaginar qué harán los estudiosos del futuro sin cartas, sin diarios… ¿Tendrán que pedir permiso a Google para leer los wasaps de sus biografiados? Ocurre una cosa muy curiosa con las biografías: si son personas que han viajado o que han mantenido relaciones a distancia es fácil seguir sus huellas o conocer sus sentimientos íntimos a través de los epistolarios. Lo complicado es conocer las conversaciones privadas, las charlas en el café o de cama. Sería maravilloso saberlo. (Y sonríe como si se relamiera con la idea). Lo que es desolador es la destrucción de huellas, el maltrato a los archivos. Mientras estamos hablando alguien está rompiendo un papel que nunca conoceremos.