Ilustración de 'La muerte del hipster' / SONIA PULIDO (LITERATURA RANDOM HOUSE)

Ilustración de 'La muerte del hipster' / SONIA PULIDO (LITERATURA RANDOM HOUSE)

Letras

Un grotesco de la España posmoderna

Daniel Gascón traza un retrato irónico sobre la sociedad en tiempos de pandemia a través de las aventuras, mixtificaciones y paradojas de un 'hispter' en la España rural

22 octubre, 2021 00:10

“La verdadera seriedad es cómica”, escribe don Nicanor (Parra) en un célebre poema cuya exégesis (indirecta) se encuentra en otro sitio. En este caso, en un discurso dedicado, entre la honda admiración y la epístola de combate, a Pablo Neruda, gigante colosal y, por tanto, comunista militante de las letras chilenas. En un salutación pronunciada en honor del autor del Canto General, el energúmeno antipoeta declara: “El género artístico supremo es la pantomima”. Nadie lo diría, sobre todo si se tiene en cuenta que la Poética de Aristóteles, al que sin duda cancelarían los devotos de las iglesias del resentimiento por su condición de señoro, considera la parodia, el ditirambo y la comedia meros moldes para imitar las acciones de criaturas inferiores, frente a los héroes de las epopeyas y las tragedias. 

Todo esto, como es sabido, aunque quizás no todo el mundo lo haya aprendido por completo, cambia con la modernidad, que en el caso del teatro español comienza con Lope de Vega y su Arte nuevo de hacer comedias (1609), donde la estrictas categorías clásicas decaen igual que el telón sobre el proscenio y la vida se representa tal cual es: como una comedia que nos hace llorar y un drama que nos mueve a la risa. Rarísima vez, sin embargo, se vincula la presencia del humor con la novela social. Es un fenómeno llamativo, pues no existe cuadro de costumbres más exacto que el que nos retrata (a todos) como las caricaturas del libreto de una opereta de la que, en el fondo, desconocemos la letra y la música. Todo.

Hipster 2

A la novela social se le añaden otros muchos adjetivos de diverso pelaje –naturalista, política, tremendista, transmedia, comprometida, militante o hiperrealista, pero rara vez se habla –y menos aún se escribe– sobre las narraciones humorísticas como vehículos pertinentes para reflejar la situación social. ¿Existe algo más ecuménico que la risa? Parece difícil de imaginar una alternativa. Hasta las hienas sonríen. Igual que nosotros. Todas las novelas con aspiraciones realistas, que antaño eran ideológicas y ahora son adanistas, o las autoficciones, esos cuentos onanistas, pueden contener generosas dosis de risa, pero en general se toman a sí mismas demasiado en serio.

Se presupone además que el humor es una deformación y, por tanto, su perspectiva sobre la realidad dista de ser rigurosa y exacta. Va siendo hora de desmentirlo. La realidad puede ser –y de hecho casi siempre es– tan demagógica, exagerada, efectista y desajustada como cualquier chiste. Una prueba es el ciclo de novelas –dos narraciones binarias, como conviene señalar para que determinadas sensibilidades extremas nos entiendan sin problema– que Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) ha escrito sobre algunos de los últimos fenómenos de la posmodernidad ibérica. 

Un hipster en la España vacía y La muerte del hipster, publicadas por Random House, versan sobre la sociología de la idiotización, preferentemente urbana, y la idealización absurda de la España despoblada, el confinamiento y el ridículo secesionismo de aldea sin campanario. Ambas constituyen un experimento literario que, bajo su aparente amabilidad malévola y una lograda condición de divertimento feliz, encierran un desafío mayúsculo a las creencias (no diremos que intelectuales, pero sí compartidas) dominantes. Como cualquier duelo a muerte en el que un caballero se juega la honra y después la vida, justo por este orden, el órdago de Gascón está enunciado con elegancia. Sin hacer excesivo estruendo –cosa que no es contradictoria con el éxito de la primera entrega y la excelente acogida de la segunda– y con el disolvente de la risa como ingrediente dominante. Casi heteropatriarcal. 

Como esos ingeniosos artesanos que, al ajustar la maquinaria que hace andar a un reloj, disimulan su condición –abiertamente terrorista– de ser los grandes custodios de que el tiempo fluya y, por tanto, la vida acontezca, el escritor aragonés administra una tecnología literaria anclada en la tradición –en sus libros hay ecos de Cervantes, pero también de Rabelais, algo de Kennedy Toole y un distanciamiento cómico inequívocamente british– que tampoco desdeña otros lenguajes, como el cine de Berlanga,  Azcona o José Luis Cuerda. Su atmósfera recuerda bastante a Muchachada Nui, la surrealista serie de televisión del humorista Joaquín Reyes, lo más parecido que tenemos a un Woody Allen de Albacete. Sus libros sobre Enrique Notivol, cuya segunda entrega trata de los efectos adversos de la pandemia, se nutre de estos afluentes y de otros muchos –en los agradecimientos menciona las fuentes y el origen de algunos subtextos, por decirlo con la expresión de los nuevos eruditos a la violeta– y logra crear una retórica que parece simple, pero no lo es en absoluto.

Hipster1

Gascón ha cultivado el relato y el ensayo político, además del columnismo y la caricatura gráfica. Domina el artificio de la naturalidad y tiene asimilados los antecedentes de la gran literatura burlesca, aunque su manual de desacralización –detrás de un escritor humorístico se esconde un duende punk– evite los explícitos excesos quevedescos, en busca de otro registro algo más sutil: el trazo fino, una mirada irónicamente contenida. Sus dos novelas rurales son cuentos grotescos donde el arlequín no es tanto un ser astuto, carnal y camaleónico cuanto un espíritu estúpidamente bienintencionada. Un arquetipo que, en vez de vestirse con rombos, gasta barba de leñador, usa gafas de pasta y practica una religión donde la duda no se contempla. Dada a la candidez que lo mueve, este hipster, más que una amenaza para la libertad –por fortuna, no sale de caza en grupo–, vendría a encarnar el perfil del gran bobo solemnis.  

El personaje, aunque se presenta como una criatura estática, evoluciona al entrar en contacto con la realidad terrestre. Hasta el punto de convertirse en un natural más de su aldea de acogida. En vez de libros de iniciación, Gascón ha compuesto dos ficciones siamesas sobre la evolución (involuntaria). Una disparatada crónica sobre el tránsito que va desde el gregarismo a la madurez. Un viaje (en bicicleta) hacia el desengaño, que siempre ha sido un destino realista y que, en términos literarios, viene contándose desde el inicio de los tiempos, aunque a algunos les parezca “un hecho disruptivo”, por decirlo con uno de los términos más vacíos del ideolecto de la corrección innecesaria, que en estas novelas es el lienzo a partir del cual el lenguaje vulgar provoca una constante ruptura del decoro. 

escritor periodista Daniel Gascon Zaragoza 1537656935 130522608 667x375

El escritor Daniel Gascón

Los contrastes estilísticos y el aguafuerte, aunque en este caso sea más naïf que tenebroso, impulsan esa fábula hasta el destino final. Durante el trayecto, los golpes de humor aceleran el paseo, convirtiendo la lectura en una experiencia feliz. Pero no conviene olvidar que el universo del hipster, pleno de mentalidades antitéticas, es también un cuento de terror solapado bajo el inocente aspecto de una broma infinita. Conviene tomársela en serio: la España de los illuminati, esos fanáticos que profesan todos los dogmas de estos tiempos extraños –el feminismo obsesivo, la sororidad, la comida macrobiótica, el ecologismo de salón, la cultura digital o la totalitaria dictadura de la cancelación– no es un simulacro. Por desgracia, existe. Igual que la idealización de la Arcadia rural o la obstinación secesionista. Gascón escribe sobre estas formas de ensueño que han dejado de ser hipotéticas. Y esto es lo que hace que la risa se vuelva mueca. La identidad, la religión y el origen fueron en su momento pretextos para perseguir la libertad individual. Esta tarea uniformadora, inquisitorial, es ahora la vocación que anida en los fabricantes de catecismos sobre reputación y buenas prácticas corporativas, confirmando que es el arte el que imita a la vida y no al revés, como explicaba Oscar Wilde en La decadencia de la mentira

“Aunque pueda parecer una paradoja –y las paradojas son siempre peligrosas–, no por ello es menos cierto que la vida imita al arte más de lo que el arte imita a la vida. […] Un gran artista inventa un tipo y la vida trata de copiarlo, de reproducirlo en formato popular, como un editor industrioso. Ni Holbein ni Van Dyck encontraron en Inglaterra lo que nos han dado. Traían sus tipos consigo y la vida, con su aguda facultad imitativa, se aplicó a suministrar modelos al maestro. Así lo comprendió el sagaz instinto artístico de los griegos, que en la estancia de la recién casada ponían una estatua de Hermes o de Apolo para que engendrara hijos tan hermosos como las obras de arte que contemplaba en su éxtasis y en su dolor. Sabían que la vida no sólo gana con el arte espiritualidad, hondura de pensamiento y sentimiento, tumulto o paz para el alma, sino que puede modelarse a sí misma conforme a sus líneas y colores. […] En una palabra, la vida es la mejor y la única discípula del arte”.

Gascón lo demuestra a la aragonesa:

–“Estamos en una época líquida, donde las interacciones son multinivel y debemos sustituir el paradigma de la dependencia o independencia por el de interdependencia. No podemos mirar el mundo con los anteojos del pasado”.

–(…) Los cojones.

–¡Ni de coña!

–¡Ni muerto!

–¡Antes prendo fuego a la tele!

–“Mal se le pone el ojo a la vaca”.

–¡Ya verás cómo, al final, vienen los catalanes a decir que la variante (del virus) es suya!

Felices risas.