“Jamás reveles el secreto que te confía un niño. No hay nada más vil”. Lo escribe casi con furia contenida, pero evidente, quizás la de quien ha contemplado esta escena muchas veces, como protagonista o como víctima, Andrés Trapiello en el vigésimo tercer volumen de sus diarios, Quasi una fantasía, cobijados al amparo del salón de pasos perdidos que es cualquier existencia, la suya y la de todos, vivida de una vez y para siempre. Trapiello, escritor ambulante, según su autorretrato, trazado a medias entre la caricatura y un asombro que sin duda tiene algo de teatral, proyecta un principio moral al enunciar este aforismo, pero no tarda demasiado en enmendarse a sí mismo (en otro libro). 

El oficio de la escritura obliga a hacerlo. Porque justamente eso, mostrar la intimidad de un lejano infante de provincias, nacido a principios de los cincuenta en la Vega de León, es el sacrificio (diríamos que epifánico) que el escritor acomete en La fuente del encanto, una suerte de poética (por supuesto, escrita en prosa) con la que la Fundación Lara festeja el centenar de entregas de la colección Vandalia, donde el autor de Las armas y las letras, alumbra una antología de inéditos y versos esenciales de toda su trayectoria. El libro, en el que se recrean las circunstancias que rodearon la escritura de los poemas escogidos, sin manifiesto, ni retórica, ni solemnidad, construido únicamente a partir de la memoria y los recuerdos, es un prodigio de sensibilidad literaria

Andrés Trapiello / JAIMEPHOTO

En primer lugar, porque el Trapiello poeta, que es la máscara más fiel a la realidad de todas las suyas, y por eso la más desconocida, se traiciona aquí a sí mismo sin piedad, descubriéndonos, en un hermosísimo viaje al pretérito, en dirección a una España que no sabemos si es que ya no existe o acaso hemos olvidado todos, las razones por las que a los catorce años, después de soñar otros porvenires imposibles, como ser eremita, legionario y novicio, decidió que su vida iba a ser la quimera de convertirse en poeta. Por supuesto, maldito. Pensó entonces que su literatura, aún por escribir, se sustentaría en un presagio: “En poesía nadie llega el ultimo, nadie es el primero; lo único que importa, señores románticos, es estar en el camino”. En ese sendero sigue con 68 años y el prestigio de los auténticos resistentes. 

De aquella revelación, en el fondo una celada, por decirlo a la manriqueña, nace esta biografía poética, condensada con magnífica sobriedad, transparente, donde los sucesos personales –entrevistos y transformados en los versos– se exponen con hondura y sinceridad temerarias, sin prescindir de las escenas costumbristas y las menudencias de la infancia y la juventud que otros transforman en cosmogonías. Se trata aquí una vida humilde, hecha con retales amarillos, escenas menores y carreteras secundarias. Todas dan forma a una epopeya sin hexámetros, sine nobilitate, pero plena de irradiación poética. 

En ella contemplamos la poderosa fortaleza de la indecisión, la obstinación –tan compartida– de quien desconoce el cómo, pero no duda nunca sobre el qué. Es el camino de iniciación, con caídas y resurrecciones, de un escritor que descubre que la literatura no consiste en ser sublime, ni rebelde, tampoco en fingirse un artista; se trata de decirle a los demás –a uno mismo, en el fondo, si es que se tolera la soledad– la vieja canción que todos contamos a quien camina con nosotros, sea un personaje real o de ficción. En La fuente del encanto, al igual que en Madrid, su gran ensayo sobre la capital de España, en cualquiera de las más de veinte de entregas de sus diarios, en sus novelas, aparecen muchos personajes familiares para sus lectores –ancestros, vecinos, maestros crueles, prebostes culturales, mandarines ridículos, curas hijos de puta, la familia nacida a partir de los afectos duraderos– y otras circunstancias vitales. 

Todas han sido contadas en parte en otros libros, pero aquí han sido engarzadas con una lógica sentimental que otorga significado a una vocación heroica porque está llena de tropiezos y desvíos, desprecios y miserias, colmada de incertidumbres, iniciática, solitaria, pero tan resistente que ha sido –y es– duradera porque nunca termina de cumplirse. “La poesía que me gusta es la más sencilla, la que comprende cualquier persona”, escribe Trapiello en el atrio de su fuente del encanto, metáfora del humilde paraje leonés, entre zarzas y matorrales, donde descubrió que la belleza no es como el cauce de un gran río, sino que se asemeja más bien al tenue hilo de agua de un manantial que, en cualquier desierto, obra el milagro de la supervivencia. 

Andrés Trapiello y Miriam Moreno Aguirre (1983) / JOSÉ LUIS JOVER

Este viaje a la semilla, descrito con un hermoso tono elegíaco, no se limita a los episodios biográficos. Trasciende los sucesos concretos hasta configurar un arte poética completa. En ella, la vida cotidiana es origen y destino de todo. Da la impresión de que a Trapiello, como a Juan Ramón Jiménez, le bastase un único lector para ver cumplida su vieja aspiración de poeta, de la misma manera que Cervantes escribió en su Persiles: “La poesía se realza cantando cosas humildes”. El escritor leonés convierte así en destino lo que, cuando publicaba los primeros tomos de sus memorias de calendario, le censuraban algunos personajes del mundo literario: “¿Cómo puedes escribir tus diarios si tu vida no es nada interesante?”. 

La respuesta a esta pregunta son los libros de poemas y los dietarios (novelados) en los que Trapiello se desdobla, en apariencia sin cambiar de terno, en múltiples rostros, todos ellos cincelados por muchas horas de lecturas y esfuerzo. En estos diarios encontramos el Azorín de las descripciones exactas, el Baroja del zarpazo repentino, al Unamuno místico, la elegante dignidad moral de su admiradísimo Ramón Gaya, padecedor de envidias ajenas y caballero-artista que nunca perdió la sublime elegancia de los discretos, mucho de la España de Solana, la caricatura misma del propio escritor, retratado como un mono de feria ambulante en un país donde se paga por actuar como tal, pero nunca por escribir, las “moscas seráficas” que se acercan a quien creen útil para sus fines y, al cabo, el destino último que alimenta su poesía: la búsqueda de la belleza cotidiana

Para alguien ajeno al bucolismo de los clásicos, muchos poemas de Trapiello pueden parecer hechos a la antigua usanza. En todos, sin embargo, por muy lejanos que nos parezcan sus referentes inmediatos, palpita el temblor del que alguna vez escribió Cernuda. “Cuanto más puro es el fulgor, más corto nos parece. Igual que la vida. Igual que la infancia”, escribe. Lo mismo sucede con las efímeras glorias literarias. Es toda una paradoja: Trapiello no sería el mejor de nuestros clásicos contemporáneos, como lo es, alguien además con la firme voluntad de serlo, si no hubiera descubierto una de aquellas mañanas de soledad en el Museo del Romanticismo de Madrid que el secreto del éxito duradero se ocultaba tras tantos fracasos aparentes. Porque, en su caso, sentirse ignorado fue el camino para poder encontrar la voz literaria que lo sitúa junto a quienes le preceden en la rueda in fieri de nuestra mejor tradición. 

Trapiello confiesa sus devociones poéticas –Bécquer, Pessoa, Keats, Rilke, Emily Dickinson o Unamuno– y describe con sumo detalle las enseñanzas de su maestro mayor, Juan Ramón, el poeta de Moguer, del que aprendió el amor a la tipografía –oficio que le daba de comer cuando las letras no lo permitían– o la seguridad de que un poema es perfecto cuando es capaz de apresar para siempre una emoción sincera sin destruirla. En su caso, muchas tienen que ver con la naturaleza, legado de la niñez y la experiencia que supuso, en un país donde los pobres no se consideraban tales, vivir sus primeros años en una aldea de León, antes de trasladarse a una capital de provincias, húmeda y abandonada, dentro de una familia numerosa donde la soledad era todo un lujo. 

Sobre este mundo perdido, que es su universo sentimental, versan sus mejores poemas, llenos de “tristeza de cámara” y el anhelo de recuperar lo perdido a través de unos cuantos poemas y las estancias en Las Viñas, su recreo en el campo extremeño, la Santa María del Salón de Pasos Perdidos, que a partir de ahora será editado por Ediciones del Arrabal, el proyecto con el que el escritor ha regresado a la tarea de hacer libros artesanales tras décadas de fidelidad a la editorial Pretextos. En Quasi una fantasía, la última de sus entregas, se desglosan vivencias de 2009, elaboradas a partir de sus célebres trabajos de campo. En su partitura se oye la misma música (de cámara) de la serie, quizás algo más atemperada por el paso de los años, el oficio y el triunfo, caricaturizado por el propio autor, que se ha situado como uno más de su galería de personajes anónimos; identificados con iniciales, en una hábil dosificación de los secretos que, para que pasen desapercibidos, se dejan a la vista. 

Esta novela en marcha sobre su vida lo acerca a sus maestros de la Generación del 98, que tenían la certeza de que las máscaras literarias funcionan mejor si, en vez de jugar a ser expresionistas, se muestran como naturales. La mejor literatura, en el fondo, sólo es una forma retórica que no parece ser tal. Un artificio sustentado en la espontaneidad. Y en esto Trapiello demuestra ser un maestro. Se percibe cuando relata sus malandanzas por el universo de conferencias, congresos, juegos florales, festivales de poesía, librerías de lance (donde encuentra tesoros y se topa con enemigos encarnados en “poetas sociales”), trenes o pensiones. Una vida prosaica, sí, pero que el escritor leonés termina salvando de la rutina con las herramientas del entrevero entre la ficción y la realidad

En estos (falsos) apuntes del natural, el humor se atempera con la ternura y la mirada burlesca de antaño se sustituye por una misericordia de clara estirpe cervantina. Trapiello juega con maestría con estos registros, igual que sus mayores. Como ellos, en la novela de sus días y sus noches palpita la vida real pero también, igual que en sus versos –“Ya es bastante de un día / conocer su final / y conocerlo en paz”– aparece el presagio de la muerte, vivida muchas décadas antes, en ese instante en el que, de niño, le invitaron a besar por última vez la faz fría de su abuela yerta, como cuenta en La fuente del encanto, y que en Quasi una fantasía se anuncia con el final de la infancia de sus hijos, acaso uno de los mejores instantes de sus diarios: 

“El olivar era boca de lobo. Hacía mucho frío, pero era agradable estar un momento a solas. Por suerte me había puesto el tabardo que fue del padre de M. Lo utilizaba cuando iba de caza. Un buen abrigo, de pana, forrado de un paño escarlata, como el que usaban antiguamente los guardas forestales. El padre de M. murió hace años, pero cuando me pongo su tabardo me acuerdo de él, me digo, yo ahora estoy dentro de los mejores días de aquel hombre, en los que acaso fue más feliz, lejos y a solas, y ese recuerdo no sólo me protege del frío de la muerte, sino que me calienta por dentro”. 

Es la misma muerte que llevamos todos en nuestro interior desde que nacemos. La dama que también inspira los versos de Virgen del Camino: “(…) para llegar / muchos años después / a noches como esta, noches frías de invierno / donde a solas conmigo voy pensando / y dejando en mi boca, una a una, las palabras antiguas / de la Salutación, como si fueran / el óbolo que habrá de franquearme / los portales del manto hospitalario / que unos llaman Tiempo / y otros llamaron Nada”. Es el silbido final de este “viaje en tiovivo”. La razón última de toda la literatura universal: “Se escribe para que no se pierda en el olvido aquello que ha sido hermoso. La belleza de ayer es la misma que está por llegar”.