Kafka, maestro de la risa, señor del amago
La biografía de Reiner Stach sobre el escritor de Praga, editada por Acantilado, nos devuelve el valor del humor y la fragilidad de una obra que socava la moral del mundo
21 abril, 2021 00:10Llega a nuestras librerías Reiner Stach, un especialista en Franz Kafka que se niega a caer en el sinsentido aparente de lo kafkiano, al tiempo que desvía nuestra mirada hacia el humor prístino del gran genio de Praga. Kafka llevó siempre historietas de indios del Amazonas en los bolsillos de su chaqueta, se hizo amigo de un filósofo que les robaba peonzas a los niños de su clase y, estando ya enfermo de tisis, escupía a diario sobre la pérgola de sus vecinos. Son tres de los hallazgos de Reiner Stach, autor de ¿Éste es Kafka? 99 hallazgos (Acantilado), un monumento al entorno de un hombre sin patria ni patrimonio, cuyos ignotos escenarios, extraídos de la cotidianidad, han transformado la sensibilidad del último siglo.
Este otro Kafka, socarrón, amable y práctico, es el mismo que socavó la jerarquía moral del mundo a través de historias perturbadoramente normales. Su tiempo es el nuestro, especialmente reflejado ahora en la espera impaciente de ciudadanos antes de recibir una vacuna. Las colas del Covid, tumultos de la profilaxis contemporánea, despiertan en nosotros la misma soledad judía que embargó al personaje paradigmático de Kafka, el agrimensor Joseph K, cuando, en El Proceso, ronda una fortaleza defendida por el silencio.
La pandemia actual es una metáfora colectiva del mal; algo que ya anticipó el autor de La Metamorfosis al conmover a todos con el primer hombre convertido en cucaracha. Él mismo cuenta, en uno de los 99 hallazgos de Stach, que odiaba las vacunas y los hechos demuestran que tuvo intención de crear una asociación homeopática en el fin de sus días. Stach ha trabajado las 20.000 cartas y documentos, que forman parte del legado de Max Brod, quien, como es bien sabido, se negó a cumplir las últimas voluntades de su amigo y salvó del fuego los manuscritos de Kafka. La documentación está a punto den ser trasladada a la Biblioteca Nacional de Israel; será una enorme y obligada devolution.
El escritor Fran Kafka
El cuento Ante la Ley, destacado por Stach, es una enorme parábola en la que se manifiesta el estado de conciencia de los personajes Kafka. A partir de esta última aportación biográfica quedará para siempre la certeza de que el universo particular de las obras menores de Kafka –cuentos, cartas y manuscritos de extraordinaria ternura– nos acerca a la intención del autor con mayor exactitud que sus novelas. No hay maldad en Kafka; hay un enorme interrogante sobre el orden moral del mundo de los adultos. En Ante la Ley un fragmento concuerda con la idea de que las preguntas decisivas están destinadas al vacío: “Ante la Ley hay un guardián. Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita entrar a la Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede franquear el acceso. El hombre reflexiona y luego pregunta si es que podrá entrar más tarde. Es posible, dice el guardián, pero ahora, no”. Resulta descorazonador o podríamos decir que la respuesta del guardián “es más que amenazante”, como escribió Alberto Manguel en La Biblioteca de noche (Alianza).
Para hacerse entender, Kafka pregonó un mundo sin prisas y consideró que el peor pecado es la impaciencia. El escritor trató de reducir sin éxito el volumen incontenible de sus paradojas, pero hace más de cien años que estas siguen interesando a millones de lectores. A la hora poner orden en lo inexpresado de Kafka resulta útil la siguiente comparación, contenida en Teoría de la novela (Anagrama), un brillante ensayo del novelista, también checo, Milan Kundera: “En Crimen y castigo, la novela de Dostoyevski, el acusado, Raskólnikov, busca su causa; Kafka, por su parte, invierte la lógica; para su acusado sin cargos, Joseph K, es tan insoportable lo absurdo de la situación que, para encontrar consuelo, el castigo busca su falta”.
Hoy tenemos la certeza de que cuando Kafka escribe no deja rastro y de que el lector no tiene garantizada una epifanía. Es la antítesis de los grandes narradores épicos, como Melville o Conrad, para los que el mundo se compone de miles de historias que, a través de espejos e intrincados laberintos, les conducen a una revelación final destinada a ellos. Kafka, en cambio, mata; se agota en su estricta prosa. No hace prisioneros.
Nunca fue tan cierto que escribir tiene algo de maldición metafísica, de renuncia a la vida. Stephen Vizinczey, el húngaro que “enseñó a los ingleses a escribir en inglés” (Anthony Burgess), trasladó a Franz Kafka la responsabilidad de haber dicho más con menos palabras que cualquier otro escritor occidental. Esta huella se hace imperecedera en Carta al padre, un texto en el que las relaciones del autor con los seres más queridos se explican a través de una dolorosa compasión compartida.
Como se ha visto después en narradores sobresalientes influidos por Kafka –desde Max Brod, su albacea intelectual, hasta Thomas Bernhard o el Premio Nobel Peter Handke– el escritor le sacó a su pluma una literatura espléndida, superior, pero con una condición: nunca más giraría la vista atrás; nunca volvería a interesarse por lo ya escrito. Para Kafka, el papel en blanco y la pluma fueron un santuario; cuando levantaba los ojos, en la casa paterna de Niklasstrasse (Praga), descansaba la mente ante el río Moldava y las laderas ajardinadas del Belvedere.
La mirada al mundo tras el cristal de Kafka no niega ni afirma las evidencias, solo las obvia como parte de un decorado. En su narrativa el gesto contradice siempre las palabras y los hechos que creíamos confirmados; su lector halla así una encrucijada entre el personaje de carácter, que observa detrás del cristal, y el personaje de destino, que se mueve y habla con aparente libertad, sin advertir que es contemplado. Harold Bloom, el autor de El Canon occidental, afirma que Kafka dijo más sobre la condición humana de nuestro tiempo que muchos filósofos, del mismo modo que el Ulises de Joyce abrió más interrogantes sobre la relación entre las palabras y las cosas que todos los lingüistas o que Proust colmó en La Recherche nuestro deseo de conocer la naturaleza del tiempo.
El autor checo fue una secuencia de alegorías gigantescas (El Castillo y El Proceso lo muestran); literariamente, el núcleo de su obra no es mejor que lo mejor de Proust o que La montaña mágica de Thomas Mann, pero lo cierto es que la aportación de Kafka es concebida como la frontera de una auténtica era cultural. A pesar de su apariencia de ser indefenso y puerilmente irónico, Kafka disputó, sin saberlo, con Rilke haber sido el genio literario más amado por mujeres destacadas de su tiempo (que sigue siendo el nuestro). Su periplo amatorio pasa por Milena Jesenkà con la que mantuvo una conocida correspondencia (Cartas a Milena en Obras Completas; RBA) aunque solo la solo vio pocas veces y en momentos de enorme zozobra.
Milena, militante feminista, revolucionaria, maltratada y asesinada por los nazis en el campo de Ravensbrück, encabeza una lista que pasa por la joven hija del guarda de la casa de Goethe en Weimar, donde Kafka viajó junto a Brod, hasta el final triste del autor enfermo de tuberculosis junto a Dora Diamant. Las citadas y otras, como Felice Bauer o Tila Rössler ,glorificaron a Kafka una vez fallecido. Por su parte, Else Bergman documentó de puño y letra el paso del escritor por su vida: “Fue un soplo, apenas un beso / Un rayo ligero y dorado alcanzó mi corazón”. Dos versos extraídos de Oración ante la tumba de Kafka, incluido en otro hallazgo de Stach titulado Poema de amor para Kafka.
El escritor amó y temió al mismo tiempo. Tuvo miedo de que el corazón y sus consecuencias –familia, obligaciones– le arrebataran la pluma, su único tesoro. Reiner Stach lo resume con este martillazo: “Los hombres neuróticos, como Kafka, dividen a las mujeres en dos grupos: las apetecibles en la cama y las que son dignas de afecto. Es una dualidad inconfundible: la madre y la prostituta”. Kafka socava el orden establecido y sin embargo, ya en pleno Tercer Reich, el índice de autores prohibidos, donde figuran Thomas Mann, Döblin, Schitzler, Roth, Zweig, Brecht, Kerr, etc, no mencionaba a Kafka, hasta el punto de que, en 1935, se publicaron en Berlín cuatro tomos de sus obras completas en una editorial judía, según la versión autorizada del crítico alemán de posguerra, Marcel Reich-Ranicki (Mi vida; Galaxia Gutemberg).
Por pura ignorancia, el Demonio fue ciego en sus principios. Poco después, el autor, fallecido en Viena en 1924, paso a engrosar las filas de los nocivos e indeseados, pero vale la pena destacar que su disfraz le había permitido ser leído en parte durante el nazismo. El poder totalitario juega con los dados del destino cuando no alcanza a comprender el buceo poético en las raíces del mal que representa. Vale el ejemplo de Sartre, que estrenó A puerta cerrada en el teatro del Vieux-Colombier de París, en mayo de 1944, en plena ocupación alemana; pero, por encima de cualquier comparación, tiene un incalculable valor el desafío indiferente de Kafka, un chupatintas que no gozó en vida de las mieles del éxito, y que, una vez muerto, fue capaz de hundir en el pozo más hondo el principio de autoridad dionisíaco del Reich.
Con esta entrega de Reiner Stach se alcanza la biografía más completa y menos intelectualizada de Kafka; es una mirada de aparente ingenuidad sobre las parábolas del autor, una exploración lograda mediante fragmentos desconocidos, previos a la escritura de sus Diarios. El texto de Stach avanza diligente a través de la cronología hasta levantar una ola encendida de reconocimientos para desembocar en sus conocidas grandes obras, sobradamente citadas.
Escudriñando un buzón con miles de cartas, este destacadísimo investigador, autor de una monumental biografía de Kafka, publicada en dos volúmenes por Acantilado en 2016, y editor de la obra completa de Kafka en Alemania, ha encontrado ahora piezas breves, como Kafka sueña con ser campeón olímpico (Legajo 1220), Kafka gasta una broma en abril o Kafka gana por poco un premio literario. Este último es la crónica real del Premio Fontane al mejor escritor de ficción de 1915, cuyo jurado, compuesto por un único miembro, le pidió al ganador que le entregara la recompensa en metálico (800 marcos) a Kafka, ganador de un accésit.
Edición en inglés de la biografía de Stach sobre Kafka
Poco después se le abrieron las puertas de la Editorial Kurt Wolff; y muy pronto se publicó La Metamorfosis, el libro más traducido de la historia de la literatura universal por el que el autor percibió apenas 380 marcos. Y hay otro elemento que no se le escapa a Stach: las letras de Kafka fueron un combate continuado con la lengua alemana; su prosa resulta tan buena porque no encaja con la tradición literaria del Alto Alemán, una lengua cursi. No hay cinismo ni menosprecio en el Kafka que ha revivido Stach. Hay humor.
El autor de ¿Este es Kafka?, a su paso por Barcelona, ha confesado que él mismo reunió los textos humorísticos de Kafka en un cedé que “sorprendió mucho a los lectores y editores”. La experiencia demuestra que somos demasiado conspicuos al afilar nuestra atención ante los textos del universo kafkiano. Kafka es en realidad la victoria de lo liviano frente a lo denso; de lo frágil frente a lo marmóreo. Especialmente en su juventud, el humor y la bonhomía caracterizaron al escritor, que solo torció el gesto en los últimos años a causa de su enfermedad; murió a los 40, en la flor de la vida.
Su círculo de amigos más cercano no pudo contener la risa cuando Franz leyó por primera vez en voz alta algunos fragmentos de El Proceso y él mismo se desternillaba, hasta el punto de que apenas pudo continuar. Este fue en realidad su entorno emocional, el de unos contemporáneos capaces de ponerle unas gotas de tórrida maldad literaria al fin del mundo. El cénit del humor kafkiano se expresa especialmente en la metáfora de la Gran Muralla china entendida como una Torre de Babel; el Antiguo Testamento fue un bloc de notas para Kafka, como lo fue para Paul Celán, otro judío sabiamente desterritorializado y acogido en el París de los mandarines, en los momentos descarnados del existencialismo.
Extracto de una carta manuscrita de Franz Kafka
En La construcción de la Gran Muralla China (Obras Completas, RBA) todo interrogante queda pospuesto después de que los millones de personas que la levantaron se preguntaran: ¿Para qué hemos edificado este mastodonte? Y se respondieron que era para combatir a las hordas del Norte. El escritor solo aclara que esta misma explicación se repite en todas las culturas, porque todas viven eternamente preocupadas por los peligros tribales que llegan del Norte. Al final, queda rondando en el aire la idea de que la construcción de la muralla no fue ordenada por ningún emperador; fue el propio pueblo chino el que se autoimpuso esta obligación. El emperador no lo ordenó o tal vez ni existió. Uno se queda siempre con la idea de que Kafka desarmó lo que sabía de la Cábala para combatir el cinismo de la fe romana, basada en el perdón de los pecados, algo que a nosotros nos ofrece tanto consuelo.
En Kafka no hay rendición ni perdón. Una de sus crudas narraciones, El cazador Graco, cuenta que el protagonista viaja muerto en la balsa de la muerte, pero al llegar al puerto de Riva, el mismo Graco explica al burgomaestre su muerte durante una cacería. La barca es una cárcel del espíritu capaz de enmendar la plana a los místicos españoles, como San Juan y Teresa. Es una narración árida, pero al mismo tiempo lúdica y enredona como solo Kafka podía hacerla; el lector se siente levitar. Graco no se queja de su suerte; es un vagabundo en alta mar que, cuando vislumbra el portal (¿del cielo?), despierta en su barca desoladamente varada. Yace envuelto en una mortaja, pero asegura haber notado la brisa tibia de la noche austral. Lo verbaliza así: “Mi barco carece de timón, viaja con el viento, en las regiones inferiores de la muerte”.