El arte de Otto Klemperer
El músico alemán fue el último de los grandes directores de su generación, formada antes del desarrollo técnico que transformaría la concepción de la música clásica
13 octubre, 2020 00:00“Porque en la excesiva sabiduría hay mucha angustia y quien añade conocimiento incrementa el dolor”. Este versículo del Eclesiastés (1.18) fue la respuesta que dio Otto Klemperer (1885-1973) cuando su biógrafo Peter Heyworth le preguntó acerca de la relación entre creatividad y sufrimiento. Era en 1970, cuando el doctor Klemperer, como le llamaban sus músicos, tenía ya ochenta y cinco años y estaba aún al frente de la New Philharmonia, la orquesta londinense de la que se había hecho cargo a su regreso del exilio en Estados Unidos. Aquel mismo año, para celebrar el bicentenario del compositor, Klemperer dirigió la integral de las sinfonías de Beethoven en el Royal Festival Hall.
El ciclo fue un gran acontecimiento en el Swinging London de la época. Muchos jóvenes que por entonces se entusiasmaban con The Beatles acamparon en los alrededores del auditorio para comprar entradas. Aquella sería la última vez que Klemperer dirigiría todo el corpus sinfónico de Beethoven. Tras arduas negociaciones con Lotte, la hija del director y su mano derecha, Klemperer, que detestaba la música en televisión, accedió a que la BBC filmara los conciertos, pero exigiendo que los cámaras vistieran también de frac, para no desentonar. Este año, la Klemperer Film Foundation ha reeditado en Blu Ray todo el ciclo, permitiéndonos volver a pensar en este músico descomunal.
Otto Klemperer
Los espectadores que entre mayo y junio de 1970 vieron aparecer a aquel gigante (medía casi dos metros) en el escenario del Royal Festival Hall, apoyado en un bastón y acompañado por un miembro de la orquesta, tuvieron el privilegio de escuchar al último de los grandes directores de su generación, formada a principios de siglo, en una época anterior al desarrollo técnico que acabaría por transformar la concepción de la música clásica. Klemperer era entonces un superviviente. Tanto Furtwängler como Toscanini, Bruno Walter o Erich Kleiber habían muerto, dejándole solo como testimonio de una era extinguida.
Nacido en Breslau en una familia judía, Klemperer se formó en Frankfurt y en Berlín. En 1905 conoció a Gustav Mahler, que a partir de entonces fue su Spiritus rector, el referente que adoptó para siempre en su ambición artística. En sus últimos años, Klemperer solía recordar la impresión que le había causado Mahler como director. “Era, os lo aseguro, mil veces mejor que Toscanini”. Recordaba, en especial, una séptima de Beethoven que para él nunca había vuelto a sonar igual. Al principio de su amistad, Mahler se quedó muy impresionado por una transcripción para dos pianos que Klemperer había hecho de Resurrección, su segunda sinfonía, por lo que decidió escribirle una carta de recomendación que le abrió puertas en toda Europa, primero como director de la ópera de Praga, luego en Hamburgo, Colonia, Wiesbaden, hasta ser nombrado, en 1927, director de la revolucionaria Kroll Opera de Berlín.
En aquellos años políticamente convulsos y culturalmente efervescentes de la República de Weimar, Klemperer fue un vanguardista y en sus programaciones combinó el estreno de obras de Janaceck, Hindemith o Stravinsky --los tres contemporáneos con los que tuvo mayor afinidad-- con nuevas aproximaciones al repertorio clásico, muy influido por la estética de la Neue Sachlichkeit (Nueva objetividad), la corriente antirromántica y post-expresionista entonces en boga y asociada en lo musical a Hindemith. Como tantas otras cosas, el nazismo destruyó aquel ambiente de libertad y promiscuidad artística. En su vejez, Klemperer les contaba a los músicos más jóvenes cómo en aquella época él y sus colegas --Bruno Walter, Kleiber, etc-- asistían a los conciertos de los demás y al día siguiente desayunaban juntos para criticarse mutuamente. Por supuesto, en 1933 Klemperer fue destituido por los nazis de su puesto en la Kroll Opera, aunque antes de marcharse se atrevió a poner un pleito por despido improcedente que le permitió cobrar una indemnización, ya en la posguerra.
El exilio fue especialmente duro e ingrato para Klemperer. Tras llevarse a su mujer y a sus dos hijos primero a Austria y luego a Suiza, acabó emigrando a Estados Unidos, donde fue nombrado director musical de la Filarmónica de Los Ángeles. En California se encontró un ambiente muy distinto al que había conocido en la República de Weimar, con un público que rechazaba las obras de vanguardia (aunque estrenó alguna pieza de Schöenberg) y una orquesta con mucha menos exigencia artística. En el podio, Klemperer era un tirano y exigía más ensayos de lo que normalmente se aceptaba en el mundo anglosajón. Al final, el estilo de vida americano acabó por disgustarle profundamente. Una vez, el gerente de la Filarmónica de Los Ángeles le dijo: “Doctor Klemperer, ahora que nos llevamos tan bien ya le puedo llamar Otto, verdad?”. A lo que Klemperer contestó: “Usted llame, pero yo no acudiré”.
En Estados Unidos, Klemperer sufrió además diversos episodios de lo que sería su mala salud de hierro. Por una parte era maníaco depresivo y oscilaba entre la euforia y la melancolía, sin que ello le impidiera trabajar. En 1939, tras perder varias veces el equilibrio, fue operado de un tumor cerebral del que se recuperó pero que le dejó una leve hemiplejia en el lado derecho. Ya de mayor, cuando trabajaba en Londres, se rompió la cadera varias veces. Y en una ocasión, fumando en pipa en la cama prendió fuego a las sábanas y no se le ocurrió otra cosa que intentar apagarlo con un bote de alcohol que tenía a mano. Sufrió quemaduras de tercer grado. A pesar de todos los achaques, nunca desfalleció y siguió dirigiendo y componiendo. Como compositor no fue demasiado apreciado en vida, a pesar de sus deseos, pero su segunda sinfonía y su cuarteto de cuerda número siete son obras notables. Y en cualquier caso sus composiciones le sirvieron para entender mejor las partituras que dirigía, siguiendo el ejemplo de Mahler.
Si no hubiera sido por Walter Legge, el productor de EMI, la carrera de Klemperer hubiera languidecido como ocasional director invitado en diversas orquestas europeas, ya que acabó hartándose de Estados Unidos y en 1954 decidió aceptar la ciudadanía alemana, pero domiciliándose en Zürich. Después de la catástrofe nazi no quiso dejar de ser nunca más un Ausländer Deutscher, un alemán transterrado. Por la misma razón, en 1967 acabó por renunciar al catolicismo, la religión a la que se había convertido antes de la guerra, para volver a su judaísmo natal. Legge había fundado en 1945 la orquesta Philharmonia, que durante un tiempo fue dirigida con asiduidad por Von Karajan. Cuando a la muerte de Furtwängler, Karajan se hizo cargo de la Filarmónica de Berlín, Legge, tras quedarse, en sus propias palabras, transfixed (atónito) durante un concierto en el que Klemperer dirigió una sinfonía de Mozart, le propuso al viejo director hacerse cargo de su orquesta.
Así fue como, en 1959, con más de setenta años, Klemperer empezó a vivir un largo indian summer, un otoño dorado que nos ha permitido disfrutar de su genio en grabaciones muy buenas, pero hechas por alguien que en realidad pertenecía a otro mundo. Por razones comerciales, en aquellos años Klemperer se tuvo que centrar en el repertorio clásico, de Bach y Haendel a Beethoven, Brahms, Bruckner y Mahler, descuidando su gusto por la música del siglo XX. Sus versiones son siempre asombrosas, con algunos picos prodigiosos, como su Pasión según San Mateo, su Pastoral, su sexta de Bruckner o su novena de Mahler, que grabó en 1967, tras una de sus caídas. El último movimiento de esa sinfonía postrera de su maestro está en sus manos transido de una seriedad y un vértigo que le dan una dimensión nietzscheana pocas veces alcanzada.
Lo mismo ocurre con la octava de Bruckner que grabó en 1970, con ochenta y cinco años. Hay en su ejecución una densidad ultraterrena que sólo Celibidache igualaría en sus interpretaciones de la década de 1980. También maravillosos son los conciertos para piano de Beethoven que hizo con un jovencísimo Barenboim, al que parece llevar de la mano por una vieja ciudad en ruinas. E igualmente memorables son sus grabaciones operísticas. Gracias a los años que había pasado al frente de la Kroll Opera y de otros teatros, Klemperer tenía un gran sentido dramático, evidente en su tratamiento de Fidelio, una obra que conocía como nadie, pero también en sus versiones de Don Giovanni, La flauta mágica o Lohengrin.
Algunos críticos acusaron a Klemperer, como luego a Celibidache, de ser excesivamente lento en sus tempi. Él solía contestar que para él no había lentitud. Y hay aquí una cuestión un tanto abstrusa pero en la que vale la pena detenerse. Celibidache decía que el tempo de una pieza no tiene nada que ver, en contra de lo que se cree, con la velocidad. Y para ilustrar esa idea recordaba que una de las grandes lecciones de su vida se la había dado Furtwängler cuando un día le preguntó: “Maestro, ¿por qué esta pieza que ayer dirigió tan rápido hoy es más lenta?”. A lo que Furtwängler contestó: “Es que el tempo depende de la acústica. No se puede preconcebir. Si suena seco y cortante voy más rápido. Si suena suave y hondo, voy más lento”. Una determinada pieza musical existe desde el instante en que se toca en un momento concreto y en un espacio determinado, creando su forma de tiempo de acuerdo con unas circunstancias precisas e irrepetibles. El tempo es entonces la condición para acceder a esa experiencia. Desde el momento en que alguien habla de lentitud o rapidez está situándose afuera de la música. Pasa exactamente lo mismo en la composición y lectura de poesía.
Ocurre, sin embargo, que nosotros somos ya hijos de la era tecnológica. La mayoría de orquestas, incluso cuando tocan en directo, saben que el concierto será grabado, filmado y luego comercializado, algo que inevitablemente afecta a la forma de concebir y transmitir la música. Klemperer, como luego Celibidache de un modo más agresivo, apareció en la segunda mitad del siglo XX para mostrarnos una vivencia de la música que ya empezaba a desaparecer. Para irritación tanto de los músicos como de los productores, cuando hacía una grabación en estudio --algo que aborrecía-- y se producía un error, Klemperer, en lugar del habitual corta y pega, obligaba a repetir el movimiento entero, con un escrúpulo genuinamente hebraico. Y si alguien miraba con fastidio el reloj, le preguntaba: “¿Funciona?”
Cuando recordaba el estilo de Mahler como director, Klemperer solía decir que era siempre natural e incontestable. Y lo mismo pasa con sus propias versiones. Aunque no profesó el culto por el sonido de Furtwängler o Celibidache, más celestiales, su arquitectura es siempre diáfana, angulosa y bien definida. Tanto su sentido del equilibrio como de la entonación y el fraseo son infalibles, con una atención especial a las maderas, cuyo dibujo siempre está muy cuidado, más allá de la habitual preeminencia de las cuerdas y los metales. Su sobriedad es siempre inflexible y nunca hace concesiones sentimentales. A la hora de tocar la marcha fúnebre de la Heroica, solía decir: “Esto es una marcha militar y se toca sin emoción”. Su conocimiento de la partitura era hondo y muy particularizado. Hablando del trio de la séptima de Beethoven, en el tercer movimiento, comentaba: “Es un viejo cántico de peregrinación austríaco, un Ave María. Quien no entienda eso, no sabrá dirigirlo”. Y a pesar de esa contención hierática --o precisamente por ello-- sus interpretaciones producen siempre una extraña e indescriptible emoción. Como diría T. S. Eliot, “sólo quienes tienen emociones saben lo que significa huir de ellas”.
El doctor Klemperer llegó a establecer una complicidad imbatible con su orquesta. En los últimos tiempos, le bastaban una mirada y un gesto parco para transmitir su intimidante autoridad. Cuando en 1964, Walter Legge decidió disolver abruptamente la formación, sus miembros se apresuraron a constituirse en una sociedad autónoma y le pidieron a Klemperer que fuera su director y presidente. Sin dudarlo, Klemperer se puso de manera incondicional al lado de los músicos. Así fue cómo nació la New Philharmonia, a la que el viejo maestro se dedicó en cuerpo y alma hasta su muerte en 1973.
Como director, Klemperer exigía ante todo que los músicos se escucharan entre ellos, obligándoles a tocar como una orquesta de cámara, otro extremo en el que coincidía con Celibidache: “Escucharse unos a otros. Eso en principio parece una frase hecha, pero musicalmente lo es todo. El arte sinfónico no consiste en el virtuosismo sino en hacer lo que uno hace teniendo en cuenta lo que hacen los demás”. Klemperer, además, tenía una forma de dirigir en la que, por una especie de magia, lograba desaparecer y dejar a la orquesta ante la música. Como dijo una vez un crítico: “Y ahora Klemperer sube al podio y se sienta en el trono de su anonimato”. Klemperer, por cierto, detestaba la megalomanía de Karajan.
Uno querría que el doctor Klemperer hubiera vivido ciento veinte años para seguir dándonos esa lección maravillosa de máxima exigencia artística y mínima vanidad, enseñándonos a escuchar de verdad, que es la forma más depurada de humildad que existe. Los viejos, una vez más, deberían ser exploradores.