Charlie Parker, el pájaro de fuego
El centenario del saxofonista, padre del ‘bebop’ y héroe mitológico de la ‘Beat Generation’, nos recuerda la fórmula de la modernidad: radicalidad, precisión y pasión
24 septiembre, 2020 00:00“Ahora no, amigo; estoy volando”, le dijo a un cliente el camarero extasiado por la música de Bird, que se extendía a lo largo de la noche. Pudo ser una de las noches al azar en las que el saxofonista clavó sus notas en el Birdland de Nueva York, un garito montado en su honor, abarrotado de hípsters hasta la bandera, con la gente arremolinada en las escaleras de la cava, pespunteada de muchachas con faldas de tubo y suéteres de raso gris marengo. Sin preámbulos, Charlie Parker entró en su música experimental, difícil y retorcida, delante de Igor Stravinsky, el gran compositor ruso, que tenía mesa inusualmente reservada en la platea pegada al escenario. La anécdota es conocida, como lo es el hecho de que no se dirigieran la palabra.
Habitualmente, Parker esperaba a la segunda parte de sus recitales para colocar lo mejor de su repertorio, pero en aquella ocasión empezó por lo más difícil, en honor al gran invitado. Sus dedos, todavía fríos, se retorcían de dolor; las notas le salieron de dentro y de repente, entre estrofa y estribillo, intercaló fragmentos de las melodías iniciales de El pájaro de fuego, la conocida suite de Stravinsky perfectamente encajada en el argumento de la pieza de jazz. No hubo improvisación; no fue una jam-session al uso; fue un espléndido homenaje al maestro ruso.
Tampoco se trataba de un experimento de fusión, un concepto rechazado por ambos músicos. Fue una mezcla pensada y ensayada que gran parte del público no pudo captar, pensando que Bird improvisaba en medio de su Ko-Ko; pero al gran compositor le encantó. Al finalizar la sesión, Stravinsky se levantó, le miró y se fue. Justo al revés del plano de la conocida película de Clint Eastwood en la que el saxofonista, encarnado por el actor Forest Whitaker, permanece de pie frente a la casa del compositor. Parker lo contempla desde la distancia, con una mezcla de fascinación y timidez; suena la misma suite y Stravinsky entra en su casa sin percatarse de la presencia del soberbio instrumentista. Se conocían; vivían en la Gran Manzana, pero les costaba hablar. Parker, autodestructivo, reverenciaba sin palabras al músico más famoso de su tiempo, de una forma parecida a la que utilizó Picasso para mantener las distancias con otros grandes.
Compositor, instrumentista y pintor formaron la tríada que mejor anunció el debut de la modernidad; sobre estos ejes: radicalidad, precisión y pasión. Olvídense del Manifiesto Dadaísta de Tristán Tzara, escrito sobre una servilleta (como el contrato de Messi) en el Café de Zurich, Chez Moineau; olvídense de los letristas, surrealistas o expresionistas y de sus corolarios, hiperrealistas, postmodernos o inmateriales. La creación no debe confundirse con el espectáculo.
En el cuento titulado El electricista, Eduardo Galeano nos dice esto mismo desde una de sus invenciones traviesas: “René escogió un disco, la Novena de Beethoven, y colocó la púa en el movimiento preferido para comprobar si el tocadiscos funcionaba. La música invadió la casa y se echó a volar por la ventana abierta, hacia la noche y siguió viva cuando el disco dejó de girar. Bautista, el electricista, tenía la cara estrujada entre las manos, pasó un rato hasta que consiguió decir: “Perdone Don René, pero yo nunca había escuchado esto. Yo no sabía que esa… electricidad existía en el mundo”. (incluido en Bocas del tiempo). La música ya no son las notas, sino el soporte que las conduce. El electricista, al escuchar la Novena, experimentó que su soledad “se poblaba”, como diría Robert Browning.
El pentagrama de Parker, un músico negro metido en la entraña de un mundo marginal, cambió la música del siglo XX, entre los años cuarenta y los cincuenta. El saxofonista pincelado en la ficción de Julio Cortázar (El Perseguidor) pertenecía a una vanguardia recóndita, que se negaba a jugar con la fusión (hubiese sido muy fácil hacerlo) y buscaba la originalidad dentro de los géneros. Stravinsky lo entendió y lo aceptó; había que ser valiente, bueno y desacomplejado para entrar en un túnel sin salida, donde el mejor intérprete de la centuria se enterraba a sí mismo, a diario, bajo una montaña de opiáceos. Bird sentía un abismo intransitable entre ambos y por eso no le puso palabras a sus exiguos contactos, más visuales y tentaculares que otra cosa.
Después de haber vivido durante un lustro en Estados Unidos, Stravinsky compuso el Concierto de Ébano, adaptando la textura del jazz a su propio estilo; superó a su propio Ragtime de 1918. Los elitistas de la música sinfónica le criticaron tanto como lo amaron los hípsters neoyorkinos. Su cruce con Art Tatum, el mejor pianista de jazz de todos los tiempos, desconocido por el gran público, acabó en un encuentro de enorme contenido. Tatum había adaptado piezas de Chopin y Dvorák, además de ser un puente entre su momento y el de los clásicos Thelonius Monk, Oscar Peterson o Chick Corea, incluido el sobresaliente pianista invidente catalán, Tete Montoliu.
Stravinsky le pidió ayuda a Tatum para encajar dos partes de una misma pieza, recién compuesta pero no concluida. Tatum la escuchó una vez de manos del maestro, se puso al teclado y solucionó el enlace haciendo gala de una gran progresión armónica; ambos sabían que funcionaría antes de empezar. Parker había trabajado durante un tiempo como camarero de un restaurante en el que Tatum amenizaba las veladas. Nunca llegaron a cruzarse, no tocaron juntos, pero el saxofonista le observaba a distancia en las noches tristes en las que su mala cabeza lo había dejado huérfano, al tener que empeñar el saxo. Sabía perfectamente que Tatum era el pianista insuperable. De allí pudo haber sacado Clint Easwod inspiración para reinventar los hechos en su cinta, Bird, convirtiendo a la troupe de Birland en un grupo contratado para musicalizar una boda judía de alto copete. En la película, Parker lo borda y revienta la ceremonia con sus endiablados acordes; los asistentes se entusiasman y, a la hora de pagar, el padrino semita le dice a Rod Rodney: “Estos chicos no son judíos, pero son muy buenos”.
Para los estudiosos, el gran concierto de Parker tuvo lugar en 1953 en el Massey Hall de Toronto, bajo el tono de Dizzy Gillespie, el trompetista y amigo del alma. En aquella ocasión, tras pasar una temporada internado en el psiquiátrico de Camarillo, Parker utilizó un saxo de plástico para tocar el cielo con su discutible bebop. Las mezclas nunca funcionaron para los grandes. Hace pocos años que la English National Opera presentó en Europa su Charlie Parker’s Yardbird estrenada con música de Daniel Schnyder y libreto de Birdgette A. Wemberly. No es una anti-ópera exactamente, pero sí una obra bebopera.
En ocasiones, la fusión destruye el buen gusto. “Una jota tocada con un stradivarius pierde su gracia, porque el clásico violín exige otra complejidad”, escribió Cristóbal Halffter. En cualquier caso, la música vive en un espacio de libertad del que no pueden presumir otras artes. Addie Parker, la madre de Charlie, le mostró a su hijo el camino desde la heterodoxia: su voz resumía las cualidades de una soprano con las de una cantante de góspel. Sin defender dogmáticamente el jazz como una música exclusivamente negra, sí que debemos defender sus esencias; se lo debemos a Parker en el año del centenario de su nacimiento. Las traslaciones actuales de la música étnica a la composición orquestal, buscando obtener resultados intelectualmente más logrados, son a menudo aquellos sueños de la razón en los que Goya veía monstruos. En ocasiones, mover las fichas de la creación para producir efectos sorprendentes es como hacer un cómic con el Ulises de Joyce; o peor, inventar un tebeo con la duermevela poética de Proust.