Joseph Roth, postales melancólicas
‘Años de hotel’, una colección de las crónicas de entreguerras del periodista y escritor austriaco, evoca el crepúsculo de una Europa en extinción y la nostalgia de la infancia
26 mayo, 2020 00:10“Emperador de la nostalgia”. Así define el premio Nobel Coetzee a Joseph Roth, el escritor que mejor describió la lenta agonía de un mundo que encontró su final tras la Primera Guerra Mundial. Los países se llenaron de cenizas, las fronteras se desdibujaron, los imperios desaparecieron y, lentamente, el Viejo Continente, lejos de resurgir, fue precipitándose en la más oscura de las noches. A través de la familia de los Trotta, Roth narró –en novelas como La marcha Radetzky o La cripta de los capuchinos– el final del Imperio Austrohúngaro. De origen judío, nacido en Brody en 1894, el escritor austriaco fue contemporáneo de Robert Musil, que también describió la caída del Gran Imperio de los Habsburgo en 1914 en El hombre sin atributos.
Los hombres de aquel mundo de ayer, que diría Stephan Zweig, otro compatriota, eran, pensaba Musil, como viajeros de un coche-cama que solamente se despiertan cuando acontece la colisión, demasiado tarde para impedirla. Lo que lo diferencia a Roth de Musil es la nostalgia que sentía el primero hacia el universo del pasado, que asociaba directamente con sus primeros años de vida. Como escribe en una de las “postales” reunidas en Años de Hotel (Acantilado), la muerte del emperador puso fin “a mi patria y a mi infancia”, por eso lloraba a ambas por igual.
Es sobre todo melancolía lo que se siente leyendo las crónicas de la Europa de entreguerras reunidas en este libro, un sentimiento que el periodista no esconde y que se entremezcla con el temor ante lo que parece estar a punto de llegar. Decía Musil que era necesario eliminar el odio insuflado durante la Gran Guerra, pero, como él mismo observó, no fue posible: no solo no se diluyó, sino que se acrecentó a lo largo de los años veinte para alcanzar su máxima expresión a finales de la década de los treinta.
Roth es testigo de todo esto a lo largo de sus viajes por el Viejo Continente. Procedente de Galitzia, territorio fronterizo que se repartirían Polonia y Ucrania, sabía de primera mano qué significaban las fronteras y, sobre todo, qué suponía ser un hombre al que se le arrebata su país y su lugar de pertenencia. Quizás por esto, Roth supo ver antes que muchos otros el auge de los nacionalismos, la fuerza devastadora del antisemitismo, los totalitarismos nacientes en contextos de pobreza y las forzadas migraciones. Si La cripta de los capuchinos (1938), termina con el Anschluss, la fusión entre Austria y la Alemania de Hitler, las crónicas viajeras de Años de hotel concluyen en 1939, pocos meses antes de su muerte en París, ciudad en la que se exilió, consciente de que nunca más podría volver a pisar ni Berlín ni Viena. Como escribió en La filial del infierno a la tierra: “Ha llegado el momento de irnos. Quemarán nuestros libros, pensando en nosotros. Si uno se llama Wassermann, Döblin o Roth no puede esperar más”.
Roth es
Ilustración del crack bursátil de 1873, que provocó el colapso de la bolsa de Viena y marcó el inicio de la inflación tras la guerra francoprusiana
En este sentido, estas postales son el reverso de ese mismo relato narrado a través de la ficción: aquí, como en sus escritos desde la inmigración o en sus Crónicas berlinesas, Roth narra lo que ve y lo que observa a través de sus viajes. La mirada que predomina es la del cronista que, sin negar su subjetividad, cuenta cuanto acontece y para ello pone el acento en detalles, en el día a día de la gente. Es precisamente en la cotidianidad donde el escritor y periodista percibe con pavor cómo esas “luces oscuras”, que diría el escritor portugués Gonçalo Tavares, comienzan a cegar a una Europa que se precipita hacia el desastre sin que apenas nadie se dé cuenta.
Roth no puede obviar su faceta de narrador y, de esta manera, algunas de sus crónicas, en concreto Su imperial y Real Apostólica Majestad, adoptan la forma de un relato o recurren a la construcción novelesca. Además, el elemento memorialístico está también muy presente –como ejemplo véase el texto Cuna–, pero, del mismo modo que se mira al pasado, también se augura el futuro; de ahí el denominar “postales” a las crónicas, como cartas enviadas desde un lugar y un tiempo remotos pero dirigidas al presente.
Joseph Roth, que fue el periodista mejor pagado de su época, amaba los hoteles tanto como Julio Camba que, por aquellos mismos años, también viajó como corresponsal por el Viejo Continente, escribiendo artículos que posteriormente darían forma a su libro Aventuras de una peseta. Con su particular humor, el escritor gallego viajó a Alemania y se sentó en las terrazas de sus cafés, que, a pesar de la derrota de 1914, estaban siempre llenos. Visitó también Portugal, Italia y Gran Bretaña, países a los que retrató, estableciendo así un diálogo entre éstos y España.
A diferencia de Roth, Camba no era un apátrida y esto se percibe en sus crónicas. Los dos fueron viajeros, pero escribieron desde espacios distintos. Tras su regreso a España, en 1942, hasta su muerte, en 1962, Camba vivió en la soledad de la habitación 383 del Hotel Palace de Madrid. Las habitaciones de hoteles fueron también la última residencia de Roth, los únicos lugares en los que no se sintió un expatriado. Dice el escritor Enrique Vila-Matas que en las habitaciones de hotel tiene lugar el drama humano. Bien lo sabía Roth, que contempló la tragedia de una humanidad que se iba a pique. Precisamente, desde una de las habitaciones en las se hospedaría, escribió: “El día será largo porque no habrá melancolía para llenarlo”.