Cantos de cisne
La mirada de la cultura sobre la vejez, la edad más golpeada por el coronavirus, ayuda a replantearnos la valoración social que tenemos sobre las postrimerías de la vida
25 abril, 2020 00:10Somos hijos de la biología. Literalmente lo somos en lo físico, y también en lo moral y conceptual, porque proyectamos sobre la edad ideas calcadas de la naturaleza sin a menudo pararnos a pensar que, a diferencia de lo que sucede con otros seres de la Creación, el ser humano es único. El amor es una invención humana, por ejemplo, más allá del instinto del cuidado de la progenie o el de reproducción. Los logros intelectuales, las artes, el cultivo de la palabra, nos hacen igualmente singulares. Sin embargo, el declive, la pérdida de fuerzas nos acosan como al resto de la fauna, de la que somos parte escurridiza, aún con las patas ahí pero ya con la cabeza en otro lugar. En la esfera de la imaginación, del saber, nuestra especie ha demostrado logros a avanzada edad que no se compadecen con la decadencia que un apriorismo sin observación le adjudicaría. Hasta muy al final de la carrera los mejor dotados siguen dando frutos que comparten, ya idos, con nosotros. Sucede, no obstante, que para ello es preciso a las dotes intelectuales acompañen las físicas.
Es por fuerza que en la historia de las creaciones humanas la vejez se haya unido a la lamentación, el cumplir años a la elegía. La pérdida espolea el canto, como supo cantar Antonio Machado. En la literatura occidental ha sido así, aunque también en Grecia y Roma tenemos ejemplos de hombres preclaros que, si bien podían torcerse como la empuñadura de sus bastones, seguían con ellos caminando todo lo erguidos que permiten la virtud y el ejemplo. Sensatos, que no seniles, Platón en sus diálogos o Cicerón en los suyos nos colmaron de conversaciones en las que brilla la inteligencia. El primero observó en República, contra la visión mucho más áspera de Aristóteles, que la vejez es un estado de reposo y de libertad respecto de los sentidos. Al segundo pertenece De senectute, donde muestra sus ideas de labios de Catón el Viejo, quien declara: “La vejez está siempre en primer plano. Todos se esfuerzan en alcanzarla y, una vez conseguida, todos la culpan”.
Efectivamente, los atributos de la vejez son las indeseables decadencia y postración. Alguien que envejece podría hacer suya la letra del tango: “cuesta abajo en mi rodada”. Con todo, Cicerón defendió las ventajas que ofrece la vejez y pintó esta con colores menos desfavorables. Las armas defensivas de la vejez, argumenta, son las artes y la puesta en práctica de las virtudes cultivadas a lo largo de la vida. Cuando has vivido mucho tiempo producen frutos maravillosos, añade.
Imagen de San Isidoro atribuida a Lorenzo Mercadante de Bretaña situada en la Catedral de Sevilla
San Isidoro de Sevilla distinguía entre la gravitas (de 50 a 72 años) y la senectus (de 72 hasta el final de la vida). Es fácil ver en aquella la madurez en sazón, aún no nublado el juicio, y en esta la débil ancianidad y hasta la chochez. En la tierra de nadie que son los siglos oscuros (que Isidoro iluminó como pocos), y en la periferia de la romanidad o donde esta no llegó ni siquiera a posar sus polvorientas sandalias –¡tanto trasiego!–, la vejez ha protagonizado algunas obras destacadísimas.
La literatura antigua irlandesa posee una obra crepuscular, el Coloquio de los ancianos, del siglo XII. Es emotivo hallar ahí a los héroes de antaño, ya canos, abandonadas lides y monterías. El tono melancólico predomina, lo invernal. Los guerreros fenianos, entre ellos el famoso Ossián, están ya de capa caída. Recordar es apenas una aterida chispa entre pavesas. En un cancionero leemos cómo Ossián tiene ya blancos los cabellos rubios de su juventud, y esta confesión: “No es para mí hacer la corte / pues no engatuso ya a las mujeres”. En otro poema atribuido al mismo héroe que inspirará a Macpherson y a Goethe, esta imagen: “se ha ido la pleamar, ha llegado el reflujo, / se ha ahogado mi vigor”.
En la misma Irlanda tenemos el poema “La vieja de Beare”, sobre el deterioro de la edad provecta y la decrepitud. La literatura galesa por su parte tiene entre sus tres grandes ciclos de poemas fundacionales los cantos de Llywarch el Viejo, que abunda en los mismos temas desde unas estrofas de tres versos teñidas por la queja: “La vejez se burla de mí / desde mi pelo a mis dientes / y el bulto que aman las mujeres”. O: “ Las cuatro cosas que odié más / me han sobrevenido a un tiempo: / tos y vejez, enfermedad y tristeza”.
Si la Edad Media fue muy sensible a las penalidades de la vejez, en los albores de nuestro Renacimiento la tendencia continúa. La Celestina, caracterizada como “vieja barbuda”, nos pinta un panorama nada halagüeño. A fe suya, “la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo por venir, vecina de la muerte, choza sin rama que se llueve por cada parte, cayado de mimbre que con poca carga se doblega”.
La Inquisición sospechaba que la vejez empuja a las hembras ajadas a la brujería porque al no hacer ya los hombres caso de ellas se arrojaban en manos del demonio. La mala prensa de la vejez se confirma en el otro sexo en muchos casos en los que los varones no han destacado como creadores en sus últimos años, ejemplos en los que se puede sostener que se les ha secado la sesera y que siguen la marcha como meras locomotoras a las que propulsa la energía cinética, una vez se ha apeado, incluso sin él darse cuenta, el conductor.
El poeta William Wordsworth (1842) pintado por Benjamin Robert Haydon
Hacia 1815, treinta y cinco años antes de su muerte, Wordsworth experimentó un declive en su poesía, aunque siguió escribiéndola hasta prácticamente el final de sus días, y tres meses después de su fallecimiento se publicó El preludio, obra en la que estuvo trabajando durante décadas. Hay numerosos casos de pérdida de facultades en escritores de edad avanzada. Más allá de entelequias como el alma o el espíritu, la inteligencia y la creatividad tienen relación con las neuronas y con la masa gris. Cuando esta pasa –metafóricamente– a oscura, y la intelección se entumece con el cuerpo, no es de extrañar que las obras de poetas o novelistas hayan conocido días mejores.
Jorge Guillén murió a los 91 y se puede afirmar que como poeta ya estaba acabado mucho antes. Robert Graves pasó los últimos dos decenios de su vida no tanto en Deià como en la región del desvarío y la pérdida de memoria, y los poemas a sus musas, por supuesto jóvenes, distan de estar a la altura de su obra anterior. Ezra Pound se sumió en un silencio que embotó el progreso de sus épicos Cantos no sin dejar, es cierto, un puñado de fragmentos emocionantes. Mucho antes, en su plenitud, había escrito en “Peire Vidal viejo”: “¡Contempladme marchito como el tronco de un roble viejo / y en mi negra tristeza el hazmerreír de los hombres!”.
También se da el caso contrario. Juan Eduardo Zúñiga alcanzó los 101 años y hasta el final estuvo escribiendo con plena capacidad, y aparte de sumar relatos pudo concluir Recuerdos de vida (2019), una mirada atrás a su juventud. Wallace Stevens fue un poeta tardío, muerto al poco de recibir el Pulitzer por su poesía completa, a los 75 años. Julia Uceda publicó su último y espléndido libro a los 88, pero sigue escribiendo con una rara lucidez. John Huston se fue al poco de cumplir los 81, y con una de las más sobrecogedoras despedidas: The Dead (aquí, Dublineses), que hubo de terminar mientras compartía su aliento con una bombona de oxígeno. Thomas Hardy, muerto a los 88, cambió la novela por la poesía treinta años antes, a una edad a la que muchos todo lo más añaden un estrambote a lo ya creado. Ernst Jünger fue también longevo sin abandonar la escritura, como Pablo García Baena (su postrer libro ostenta título de despedida, Los Campos Elíseos) o José Jiménez Lozano. Las velitas de cumpleaños se dirían rejones de acupuntura en la creatividad de Picasso.
El viejo guitarrista de Picasso.
Hay escritores mayores (en las dos acepciones del término, aunque “término” también se desdoble en dos sentidos, uno de ellos aciago) que han utilizado la vejez como tema de sus libros. El protagonista de La casa de las bellas durmientes de Kawabata no es en realidad tan viejo (67), pero pisa ya el umbral de la vejez. Gabriel García Márquez tenía 77 cuando escribió su novela Memorias de mis putas tristes, inspirada en la de Kawabata pero no tan dependiente de ella como se ha dicho. Allí, un director de periódico espeta al narrador y protagonista nonagenario: “El mundo avanza”. Y la respuesta del enamorado anciano es: “Sí, avanza, pero dando vueltas alrededor del Sol”. Esto es importante: introduce un punto de relativismo porque el viejo, curado de espantos, implícitamente sabe que no hay nada nuevo bajo el Sol, y que en el girar del tiovivo galáctico ya ha visto suceder las mismas cosas muchas veces hasta la última vuelta del camino, como diría Baroja.
Puesto que el siglo XX y lo que llevamos del presente han ensalzado como nunca la juventud, es loable honrar a los escritores de mayor edad con premios como el Cervantes, cuya nómina abarca una especie de Hogar del Jubilado de nombradía. El peligro que ello tiene es caer en lo previsible, nefando crimen en literatura. Sin embargo, muchos de los galardonados continúan demostrando una vitalidad sorprendente. Si el Senado hace mucho que dejó de ser una cámara representativa de los más añosos (como el Areópago ateniense), el reconocimiento a la veteranía es, como esta misma, un grado: la expresión de que no todo acaba en los volatines de la juventud y que el sosiego de la edad también tiene su imperio.
Muchos creadores se han rebelado, con salud quebrada algunos y otros con pulso aún firme, contra las penalidades que impone la vejez. De ese desplante saben mucho los lectores de Yeats (“Un hombre viejo es algo miserable, / un andrajoso abrigo sobre un palo”), quien llegó a entrar en el quirófano para recuperar el vigor perdido. Cernuda tuvo en común con él esa rebeldía y no bajó la testuz ante la decadencia, en la que no entró, pues hizo mutis a los 62. Un aventajado seguidor suyo, Gil de Biedma, retomó el título de Cicerón, De senectute, en poema de un libro precisamente titulado Poemas póstumos. Allí observa: “envejecer, morir, / es el único argumento de la obra”. Son versos parecidos a estos de Juan Luis Panero: “Vivir es ver morir, envejecer es eso”, idea que ya estaba en Juvenal (cuyo nombre, “Juvenil” en latín, es justamente antónimo de viejo).
Se puede concluir que la vejez es una antigua balanza de pesas. Lo que gravita como experiencia en uno de sus platillos se convierte en facultades mermadas en el otro. En la escritura es evidente: el dominio de la técnica asciende al tiempo que la chispeante espontaneidad se embota y decae. En la tragedia de Shakespeare, King Lear, conocedor del paño en arrugada carne propia, dice de sí que su entendimiento se debilita y su razón se aletarga. Si Don Quijote advierte a Sancho: “las canas son el fundamento y la base a do hace asiento la agudeza y la discreción”, Montaigne preconiza que los viejos se limiten a disfrutar, sin molestarse en aprender ya (contra lo defendido por Cicerón). Y, apoyándose en Lucrecio: “es posible que en aquellos que emplean bien el tiempo, la ciencia y la experiencia crezcan con la vida; pero la vivacidad, la prontitud, la firmeza y otras partes más nuestras, más importantes y sociales, se marchitan y languidecen”.
Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Pero ni toda la sabiduría que acumulara Matusalén serviría a un estratega que no dispusiera de efectivos y pertrechos. La falta de fuerzas, la marchitez, la atrofia, solo pueden tener en los egregios carcamales un efecto sabio: callar. En el tercero de los viajes de Gulliver, Swift habla de unos inmortales que solo hacen decaer y que, no hablando ya el idioma de los demás, o de otros inmortales que aprendieron a hablar en otras épocas, son “como extranjeros en su propio país”. Y Wilde, en El retrato de Dorian Gray escribe: “el drama de la vejez no consiste en ser viejo, sino en haber sido joven”.
Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Pero ni toda la sabiduría que acumulara