Ilustración de 'Gargantúa y Pantagruel', de Rabelais / GUSTAV DORÉ

Ilustración de 'Gargantúa y Pantagruel', de Rabelais / GUSTAV DORÉ

Letras

El arte del buche

La editorial Debate reedita la ‘Historia de la gastronomía’ escrita por Néstor Luján en los ochenta, un libro capital para entender cómo la cultura habita en los fogones

10 abril, 2020 00:20

La literatura gastronómica es una suerte de mística que habla de los placeres del cuerpo en vez de ponderar los esforzados sacrificios del espíritu. Parece contradictorio, pero no lo es en absoluto. “Al fin y al cabo un místico” –escribe G.K. Chesterton– “es un hombre que separa el cielo y la tierra, aunque disfruta de ambos”. Para entender el Paraíso conviene pisar antes la Tierra. Sobre todo en estos momentos en los que, desde nuestra celda, cuestionamos la vida tal y como hasta ahora la entendíamos. La contradicción, por otra parte, es uno más, acaso el más excelso, de los rituales intelectuales. Ocurre también en el arte del buen yantar: sabemos que se trata de un ejercicio carnal –gracias a él nuestro cuerpo perdura– pero si lo ejecutamos como si fuera una gran sinfonía puede convertirse en una vía gloriosa para el nirvana. 

No siempre se ha considerado de esta forma. Esparta, por ejemplo, educaba a su héroes mediante los crudos ingredientes de la disciplina, el ayuno, la escasez y la frugalidad. En el Diálogo entre Babieca y Rocinante que preludia El Quijote, Cervantes escribe un soneto donde la falta de comer se asocia (aparentemente) con la trascendencia del pensamiento: "B: ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?/R: Porque nunca se come, y se trabaja./ B: Pues ¿qué es de la cebada y de la paja? /R: No me deja mi amo ni un bocado./B: Andá, señor, que estáis muy mal criado,/ pues vuestra lengua de asno al amo ultraja./R: Asno se es de la cuna a la mortaja./¿Queréislo ver? Miradlo enamorado./B:¿Es necedad amar?/R: No es gran prudencia./B: Metafísico estáis./R: Es que no como (...)".

Vieja friendo huevos, by Diego Velázquez

Vieja friendo huevos / VELÁZQUEZ

Se trata de versos burlescos, construidos para reírse de los autoencomios y exageraciones con los que autores como Lope de Vega solían encabezar las obras literarias de su tiempo, donde el poeta se embellecía a sí mismo gracias a la invención de una falsa persona interpuesta. Lo interesante de este divertimento cervantino es que se sustenta en una progresión conceptual: Rocinante, el escuálido caballo de Don Quijote, está delgado, lo que implica mal alimentado y, por tanto, mal criado (educado). La metafísica cervantina no se refiere a ninguna reflexión trascendente, sino a la agudeza y al ingenio que despierta el hambre en todo aquel que la conoce de primera mano. 

Lazarillo

Edición facsímil del Lazarillo de Tormes

La ausencia de alimentos, en la España del Siglo de Oro, no era abstracción, sino condena. Un hábito. Sancho muestra la pacífica miseria de aquellos tiempos famélicos con su honda devoción por los gazpachos castellanos y el queso manchego, reserva de seguridad calórica para cualquiera que vagase por los campos y aspirase a no perecer ante los caprichos de la Fortuna, que acostumbraba a dejar a muchos sin almorzar. De la ensoñación con la comida, que es el acto reflejo de aquel que la cata poco, tenemos abundantes ejemplos en la picaresca, desde el Lazarillo, que entre la honra y el estómago elige sin dudar al segundo, al Buscón don Pablos de Quevedo, cuyo Dómine Cabra, personificación misma de la avaricia, antítesis de la gula, ejerce como señor de una mesa imaginaria donde “cenaban todos pero no cenaba ninguno”, y cuyos posibles eran los “garbanzos huérfanos”, una perdiz “que era más bien nabo”, y un pan que consistía en “los mendrugos de la mesa”. De postre, el consuelo triste de los buenos consejos: “Hay que cenar poco para tener el estómago desocupado”. 

gargantua y pantagruel

La mesura en el comer quizás sea una receta para vivir más, pero no es una máxima para disfrutar a fondo de la vida. Basta leer a Rabelais, autor de Gargantúa y Pantagruel, para descubrir la estrecha relación entre los excesos gastronómicos y la existencia primaria, vulgar y, justo por esto, imbatible. El personaje creado por Rabelais, al despertarse cada mañana, dejaba a su cuerpo hablar: “Hacía aguas, desgargajaba el gaznate, eructaba, ventoseaba, bostezaba, escupía, tosía, hipaba y se mocaba a lo arcediano, desayunando a continuación unas bellas tripas de fritanga, unas bellas carbonadas, unos bellos jamones, unas bellas capirotadas y abundantes sopas de prima”. Groserías acompasadas del disfrute del desayuno. La vida sin aderezos ni aliños.

El escritor francés sabía muy bien lo que decía: a su condición de monje se sumaba su oficio como médico y especialista en anatomía, sin olvidar la fecunda experiencia que supuso el trato recurrente con los Príncipes de la Iglesia, que siempre fueron gourmets que predicaban unas virtudes que ellos no practicaban. A Rabelais debemos, además de esta literatura goliardesca, los adjetivos pantagruélico y gargantuesco, dos categorías muy útiles para definir los excesos y las maravillas de la buena mesa. El capítulo XI de su Quart Livre contiene un encendido elogio de “los valiosos y valientes cocineros que, como en el caballo de Troya, entraron dentro de la hembra del cerdo”. Le acompaña un extenso diccionario con los nombres de muchos de los manjares de su tiempo, desconocidos para el gusto moderno. La pérdida de estas maravillas gastronómicas medievales exigiría llevar luto, igual que cuando perece el último hablante de una lengua ancestral, disuelta en el inmenso vacío del universo.

El escandaloso libro que dio origen a la palabra pantagruélico

Ilustración de Gargantúa y Pantagruel

La cocina es el esperanto del parlamento popular que es cualquier gran mercado. Zola escribió una novela –El vientre de París– sobre los grandes zocos de Les Halles, donde los voceadores del París del XIX declamaban sus mercaderías en verso libre, describiendo mediante sus gritos el infinito universo de los alimentos, esa melodía dionisiaca, como quien reza a un Dios múltiple y concreto en una misa a cielo abierto con la forma de un banquete

El símil religioso no es una equivalencia gratuita: la predilección por la cocina de los clérigos de cualquier laya y condición, desde la cúspide hasta la base parroquial, fue asunto de algunas de las mejores sátiras protestantes, que comparan a la Iglesia católica con una gigantesca cocina que cubre el mundo, cuyos calderos son las chimeneas, las campanas funcionan como las cacerolas donde se remueven los dogmas y los altares de la comunión son las mesas donde la grey devora los sacramentos. Todas estas referencias desmienten la supuesta dualidad platónica, adoptada después por el cristianismo paulino, entre el cuerpo y el espíritu. No existen dos mundos distintos, sino un  único universo que se nos revela cuando practicamos el arte del buche. Victor Hugo lo dejó dicho así: “Si yo fuese Homero diría que esa cocina es un mundo y su chimenea el sol”. 

Comer bien es una forma de existir. Una cadencia para respirar. Una religión que celebra la vida desde lo sensorial. Una de sus Biblias es la formidable Historia de la gastronomía escrita por Néstor Luján, uno de los últimos señores del periodismo culto (y de culto) en España, a finales de los años ochenta del pasado siglo. Esta obra monumental apareció en su día en el sello Plaza y Janés. La editorial Debate, siempre ejemplar, la devuelve ahora a las estanterías de las librerías, de donde no debió desaparecer. Luján consuma en esta enciclopedia personal un viaje por la historia de la cocina en Occidente desde sus orígenes –las civilizaciones antiguas– hasta la actualidad inmediata, demorándose en explicarnos el origen de los alimentos, sus formas, sus variaciones y sus sublimes combinaciones. 

Néstor Luján, ilustrado y hedonista

Néstor Luján, ilustrado y hedonista

Vinculado durante años a la revista Destinocosmopolita con conocimiento de causa, Luján ejerció la libertad y el buen gusto en todas las facetas de su vida. El franquismo lo procesó en numerosas ocasiones por llamar a las cosas por su nombre, pero el periodista catalán nunca perdió la fina ironía de los sabios de andar por casa. Escribía en las gacetillas con la alegría de los que están muy vivos, y en los libros con la sencillez y elegancia que identifica a muchos escritores catalanes en español. Su ejemplo confirma una de las leyes del oficio de los periódicos: no hay tema malo, sino periodista torpe. Él practicó casi todos los géneros con originalidad e ingenio. Resulta un placer leer sus crónicas taurinas –en las que la lidia es un pretexto para hacer estilo–, de boxeo, ópera, teatro, libros y cocina, que comenzó a firmar con el seudónimo (dickensiano) de Pickwick

Su Historia de la gastronomía es hija de este palo azaroso que es la crónica de divulgación periodística. El fruto mejorado de la serie de artículos extraordinarios escritos en  La Vanguardia por encargo de Francisco Moy y Lluis Foix. Unidos componen una larga crónica –a modo de serial– sobre la civilización occidental vista desde la perspectiva de quien se sienta en la mesa como si fuera a un museo y, en lugar de cuadros, se deleitase con platos, ingredientes, verduras, carnes, pescados o moluscos. De la inmersión en todos los manjares se sale con un rosario de técnicas, deslumbramientos y descubrimientos que dan forma a una infalible metafísica carnal. 

Historia de la gastronomía

El escritor catalán describe la cocina de Mesopotamia, los banquetes griegos, el pan egipcio, nos ilustra sobre el garum romano –invento andaluz–, hace un elogio al grano de pimienta, nos muestra su envidiable erudición sobre la cocina en tiempos de Shakespeare, cita a sus antecesores en el arte de la crítica al plato, salta desde Constantinopla al París de la Belle Epoque, distingue (como el maestro que es) entre las sopas y los cocidos, glosa vinos blancos y tintos, canoniza el embutido, reflexiona sobre la receta de la sopa de tortuga británica, alumbra los placeres de la tempura y muestra cómo todo el universo puede condensarse en la miniatura de un grano de arroz.

El libro, lleno de una erudición de primera mano, es una oda elemental –a la manera de los poemas de Neruda– a la sensibilidad. Un canto a la vida diminuta y concreta que se manifiesta en lo que comemos o soñamos poder comer algún día. La prosa de Luján no desmerece, incluso supera, a la de muchos de sus iguales: el Julio Camba de La casa de Lúculo, el Joan Perucho con el que escribió el tratado Cocina española, o el Álvaro Cunqueiro de la Cocina cristiana de Occidente. Cada receta se inserta en su contexto. La narración mezcla con maestría lo sensorial y lo material, nos descubre fuentes y referentes culturales sobre lo que se degusta y contagia a quien la lee –veinte años después de su muerte la literatura de Luján está tan fresca como una lechuga– el entusiasmo por la vitalidad de la huerta, el mar, la ganadería, la vid y la agricultura.

Néstor Luján, Álvaro Cunqueiro y Joan Perucho, tres grandes gastrónomos españoles en una imagen de los años 70

Néstor Luján, Álvaro Cunqueiro y Joan Perucho, los tres grandes gastrónomos en una imagen de los años 70

Al contrario que Josep Pla, su maestro, que en asuntos gastronómicos se presentaba como un tradicionalista recalcitrante, “un conservador férreo que no aspira a ninguna revolución culinaria” –véase su libro monográfico sobre la cocina catalana, El que hem menjat, Luján es un alma cosmopolita y ecuménica: profesa una fe sincera en la comida auténtica, aunque su cocina sea humilde. El periodista catalán rechaza la uniformidad en la mesa tanto como defiende la variedad de los placeres terrestres. 

Sus primeras crónicas gastronómicas –publicadas en Destino a inicios de los sesenta bajo el título Coma bien– solían preferir la escuela francesa de alquimia alimenticia, canonizada por gourmands como Esccofier, chef del Savoy. En ellas ya estaba todo lo que después pasó a formar parte del ritual Luján: la cadenciosa preparación de la ingesta, su degustación sensorial y, por último, el recuerdo duradero a través de la evocación. Sin excesos. Luján sostenía que para practicar al arte de Lúculo no hace falta comer más de la cuenta –siempre presumió de tener el apetito justo y necesario– sino saber lo que debe adorarse en el momento de sentarse a la mesa. 

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La cesta de frutas / FRANS SNYDERS

Él sentía una inequívoca fascinación por las ostras y el pescado. Diferenciaba entre el menú de un gran restaurante y la dieta casera –cada una de ellas, cumbres de sus propios géneros– y defendía, en contra del criterio de otros gastrónomos, que saltarse el postre era una costumbre bárbara. Poeta de lo tangible, Luján siempre confió en la longevidad de los pucheros donde, según Santa Teresa, también habitaba Dios. Sabía que comer es mucho más importante que nutrirse. Es resistir al destino sin llegar a perder la alegría del descubrimiento. Igual que Brillat-Savarin, autor de la célebre Fisiología del gusto, creía a pies juntillas en la idea de que uno, en el fondo, es lo que ingiere porque el alma, tan espiritual, está hecha fundamentalmente de materia. “El que bien come y bien digiere, sólo de viejo se muere”, escribió. Extraordinario epitafio.