Bandera del Partido Nacionalista Bolchevique, fundado por Eduard Limónov en 1993.

Bandera del Partido Nacionalista Bolchevique, fundado por Eduard Limónov en 1993.

Letras

Limónov, poeta del nacionalismo radical

La muerte del escritor ruso, alabado por la intelectualidad francesa y miliciano en el cerco de Sarajevo, ilustra sobre la fascinación que proyectan los nacionalismos

20 marzo, 2020 00:10

La provocación es un arte. El intelectual la busca para vender su obra, pero también porque, en gran medida, es su vocación. Lo fue para Limónov, un activista y escritor inclasificable, que tenía una primera fijación: hay que contribuir a la historia con la propia biografía, más que con una gran producción literaria. Eduard Veniamínovich Savenko murió este martes a los 77 años. Escogió su nombre de guerra, Limónov, para transmitir la idea de acidez y capacidad corrosiva, pero también porque en ruso Limonka es el nombre de la granada de mano, que llevaba tatuada en su piel. Lo que mostró este personaje, siempre atlético, es que el nacionalismo tiene una fuerza que acaba apareciendo y que, en su Rusia natal, cobra un mayor significado. Tambien en estos tiempos que corren, en todo el mundo.

Limónov intentó reflejar un hecho que, con el paso de las décadas, se ha ido superando gracias, en parte, a otro personaje tan novelesco como Putin. Y es que los rusos no se podían resignar a un borrón y cuenta nueva, a la aceptación de que los años del comunismo debían caer en saco roto y que todos los sacrificios, los más de veinte millones de rusos muertos en la II Guerra Mundial para acabar con el fascismo, no habían servido para nada. No podían aceptar que la idea del hombre nuevo fue un engaño, que todo lo que puso en pie Stalin fue una farsa, y mucho menos la imagen que mostró a Occidente –fuera o no consciente– con plenitud y orgullo un político que detestaba Limónov: Gorbachov.

Eduard Limonov 2016

Eduard Limonov 2016


Eduard Limónov, en una imagen de 2016 / SVKLIMKIN

Su buen nombre hasta la Guerra de los Balcanes, que hizo desaparecer Yugoslavia, al participar como un soldado más en Bosnia junto a asesinos como Arkan, o Karadzic, se había construido en la Rive Gauche parisina. Las sonrisas complacientes de esa intelectualidad bien instalada en sus casas burguesas y en los púlpitos universitarios se congeló de inmediato. ¿Quién era ese escritor que aparecía en pósters con el anuncio de la feria literaria de Estrasburgo en 1989? ¿Quién era en realidad el autor que se había exiliado en Francia en 1974, con libros tan elogiados como Yo Edichka, El poeta ruso prefiere los negros grandes; El verdugo o El joven canalla?

Era, antes que cualquier otra cosa, un ruso, un activista ruso nacionalista que quería proteger a los primos serbios, a los ortodoxos serbios, para librar a la civilización rusa de la decadencia europea católico-capitalista. Era un activista que formalizó un partido político, el Partido Nacional Bolchevique en 1994, a medio camino entre un movimiento de okupas nihilistas con estética nazi, y un partido comunista férreo que ya no podía existir tras la caída del muro de Berlín. Limónov, que acabaría en la cárcel, seguía siendo el inspirador del partido, que se integraría en el espacio político del exjugador de ajedrez Gari Karparov, Frente Civico Unido, que se llamaría La Otra Rusia, como alternativa a Putin en los años 2000.

Limónov se había convertido en una estrella del rock en Rusia, extravagente, tras salir de la cárcel, tras ser acusado de terrorista, en 2001. Era un personaje que provocaba y que se vanagloriaba de ello, muy al estilo francés, una figura que representa en Francia Michel Houllebecq. No deja de ser significativo que en París más de 50 intelectuales franceses y disidentes soviéticos intercedieran por él, con una carta abierta al presidente Putin, después de un mensaje del propio Limónov al presidente Chirac en el que se declaraba inocente.

El gran conocimiento de Limónov llegaría, sin embargo, con el libro de Emmanuel Carrère, con el título, precisamente, de Limónov (Anagrama), y con la necesidad de señalar que no se trataba de un personaje de ficción, que aquel hombre con una vida azarosa, entre su Ucrania natal, Nueva York, París y Moscú era real, era un escritor con enorme talento, que había decidido esculpir con su propia vida una forma de ver el mundo. ¿Cuál? Ese es el reto, en un momento de gran confusión ideológica. Porque Limónov acabó amasando con estéticas y fondos muy distintos un punto de vista que acaba haciendo mella: un nacionalismo identitario, una burla del otro, un escapismo ególatra, que sólo puede tener una virtud, la de quien no acepta dogmas, no se fía del poder o prefiere permanecer en alerta.

Edición norteamericana de 'Limónov', de Enmanuel Carrere.

Edición norteamericana de 'Limónov', de Enmanuel Carrere.

Podría ser un buen principio, ¿pero se construye algo en una sociedad que, todavía, al menos en Occidente, prefiere los sistemas democráticos? Ese es el reto que provoca Limónov. Aunque existe otra interpretación: sólo quiso ser un “escritor loco”, como él mismo pronosticaba en sus últimas entrevistas con periodistas. Sólo pretendió vivir la vida, y aprovechar las oportunidades que se le iban presentando, con la obsesión por el sexo y el riesgo. Sin embargo, y aunque mantuvo una relación extraña con Putin, ora para destacar su firmeza, ora para tacharlo de un elemento más en un conglomerado con diferentes niveles de poder, Limónov mantuvo ese espíritu ruso que sigue siendo un gran desconocido, por muchas novelas que hayamos analizado de sus grandes autores, y, en particular, Tolstói.

Cuando accedió al poder Gorbachov, e inició la apertura hacia no se sabía qué en aquel momento, cuando esos mismos burgueses franceses alababan a Gorby, Limónov gritaba que el jefe de la Unión Soviética no estaba ahí para “gustar a periodistas occidentales gilipollas”, sino para “darles miedo". No le gustó al autor de El libro de las aguas (sus memorias, escritas en prisión) que la Unión Soviética acabara dejando su poder en territorios conquistados con la “sangre de veinte millones de rusos”.

Porque lo que ofrece Limónov es ese mensaje sobre Rusia, que ha alimentado con inteligencia –para sus intereses– el presidente Putin: ¿Ha sido Occidente consciente de esa relación, tras la caída del muro de Berlín, y la presión que ejerció para que los países del Este acabaran en la órbita de la OTAN?  

Ha muerto Limónov, hijo de un chequista, que nació en Járkov (Ucrania, 1943), un tipo que fue capaz de llamar “viejo gilipollas” a Solzhenitsyn, que había sido expulsado de la Unión Soviética el mismo año que él. Un escritor que se reía de Brodsky, y que se dejaba sodomizar por enormes negros en el Nueva York violento de los setenta. Muere un espíritu libre que mantiene una llama atractiva todavía para muchos, la del radicalismo nacionalista, sea para provocar, para mirar al mundo de una forma singular o por puro esteticismo, hasta el punto de llegar a disparar contra otros seres humanos en Croacia y Bosnia.