Auge y caída del museo 'franquicia'
La negativa de Barcelona de acoger una sucursal del Hermitage cuestiona un modelo cultural diseñado para el turista, de coste excesivo y resultados cuestionables
1 febrero, 2020 00:05Existe cierta unanimidad sobre cuándo fijar el minuto cero del fenómeno: todo comenzó pasadas las ocho de la tarde del 18 de octubre de 1997. Entonces, más de 800 invitados asistían a la inauguración del Museo Guggenheim de Bilbao, encajado en un espectacular diseño de titanio firmado por el arquitecto Frank Ghery. La apertura de aquella sucursal de la Fundación Solomon R. Guggenheim en la capital vasca marcó el inicio de una época en la que los grandes centros de arte del mundo –privados y, también, públicos– comenzaron a extenderse por otros países: el Louvre abrió delegación en Abu Dhabi, el Pompidou, en Málaga, y el Hermitage llegó a Ámsterdam, Kazán y Venecia, modelo que el museo radicado en San Petersburgo ha intentado replicar sin éxito en Barcelona por la negativa del gobierno municipal de Ada Colau.
Amparados en el prestigio que todavía atesoran el museo como institución y la cultura como civilización, muchos centros y fundaciones han seguido en las últimas décadas una estrategia de expansión nacional e internacional. Son museos satélites o franquicias de otros más célebres que albergan tantas obras de calidad y de tantos artistas de fama que pueden desprenderse de ellas sin restar atractivo a sus colecciones, al tiempo que generan una vía generosa de ingresos en un momento en que la entrada de fondos ha menguado su caudal. Como ejemplo, el Louvre, el primer museo público moderno surgido en 1783 a partir de las colecciones confiscadas a la monarquía, la aristocracia y la Iglesia, que ha asociado su nombre a Emiratos Árabes Unidos a cambio de los casi mil millones de euros que recibirá el Estado galo en el cómodo plazo de tres décadas.
Además, este auge de los museos franquicia responde, sin duda, a un cambio radical en el tablero de juego del arte a nivel mundial. Mientras que las instituciones museísticas veían cómo el presupuesto se adelgazaba, el arte en manos privadas alcanzaba cotas nunca vistas, posiblemente por su cualidad de valor refugio para las grandes fortunas. Como respuesta, los centros han optado por convertir en norma el reclamo de las exposiciones temporales para atraer en masa al público, han apostado por trabajar en red con otros espacios, coproducir y compartir gastos; han llegado a competir por el dinero de los mecenas y las marcas y, finalmente, han decidido alquilar sus obras, su espacio y hasta el nombre. El Ayuntamiento de Málaga paga un millón anual al Pompidou por tener su sede abierta en la capital costasoleña, sin ir más lejos.
La fachada proyectada por Toyo Ito para el Museo Hermitage Barcelona.
La lectura económica es, pues, ineludible a la hora de explicar la proliferación de estas singulares franquicias culturales, que manejan códigos como la rentabilidad o el número de visitantes hasta hace poco ajenos a los museos más prestigiosos, los denominados santuarios del arte. Por esta misma razón, tienen entre sus principales motivaciones al turista, al que intentan seducir, por lo general, envueltos en una arquitectura llamativa, espectacular, firmada por algún arquitecto del star-system, y una oferta expositiva ajustada a los gustos del gran público, fácil de digerir y comercializar en productos de todo tipo. A la hora de programar en estos espacios no rigen principalmente los criterios artísticos o científicos; se diseña la oferta de exposiciones por necesidades comerciales. El marketing es el nuevo rey del arte.
No es extraño que esta combinación de éxito y modernidad haya atraído a muchos políticos interesados en convertir en votos el orgullo ciudadano de tener un museo espectáculo. Con trazas similares a la burbuja inmobiliaria –fue la versión refinada de la fiebre del ladrillo–, esta pasión museística alcanzó en España la categoría de boom en la década de los noventa del siglo pasado. Así, en paralelo al surgimiento de las delegaciones de los grandes centros dedicados al arte, se construyeron por toda la geografía española espacios sin demanda social, por prescripción electoral y sin contexto, circunstancias que dieron lugar a proyectos sobredimensionados (como la Ciudad de la Cultura de Santiago o el Centro Niemeyer de Avilés, ambos inaugurados en 2011) o a entidades con una travesía convulsa o, sencillamente, irrelevante.
“El aterrizaje de la franquicia de un museo de –más o menos– renombre no difiere en lo esencial del de una tienda de cualquier otra marca afamada (da igual lujo o low cost, Starbucks o Vuitton) o de un evento espectacular (la visita del Papa o la vuelta ciclista). No son sino señales dirigidas a llamar la atención de los media. Son anuncios. Publicidad comercial. Y lo que venden es la ciudad misma”, ha explicado el artista Rogelio López Cuenca, quien ha analizado en algunos de sus trabajos la turistificación. Podría decirse que, en una cruel paradoja, los museos le deben al turismo la edad de oro que viven en la actualidad. Al menos, nunca antes se habían abierto tantos, nunca habían sido tan visitados y nunca se había creído tan firmemente en sus posibilidades de transformación social, en su impacto en el entorno donde se instalan.
La materia del tiempo de Richard Serra, en la gran sala del Guggenheim Bilbao.
Cabe anotar, al respecto, que los últimos datos en España son espectaculares: cuando todo el universo tradicional de la cultura se resiente (venta de libros, préstamos en bibliotecas, asistencia a los teatros y las salas de cine…), las visitas a los centros artísticos se han disparado: casi 20 millones se registraron en 2019, posiblemente la mejor cosecha de público desde que se mide este parámetro. En la ola del Bicentenario, el Prado acabó el año pasado con 3,2 millones de visitantes, récord histórico tras aumentar el 10,73%, y el Reina Sofía sumó 4,4 millones, un 12% más. Por su parte, el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) alcanzó 835.164 visitantes, con una caída del 6,3%, mientras que el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba) recibió 357.029 personas. Este dato supone una mejora del 7,6% respecto a 2018, en concreto, 25.335 visitas más.
Al margen de enfoques culturales, los museos franquicias también han servido a la hora de fijar otras estrategias, de tipo urbano o económico. Es indiscutible que el Guggenheim de Bilbao transformó radicalmente el espacio en el que se instaló, ganando para el disfrute ciudadano un entorno deteriorado, de un duro destino industrial. Otras veces, estos satélites culturales han servido de estímulo a la economía de una zona concreta. Así ocurrió con la filial del Louvre en la ciudad de Lens –un antiguo pueblo minero golpeado por el cierre de minas de carbón–, brindando así a la población una oportunidad para la renovación. Las conquistas alcanzadas por ambos casos no son, por supuesto, garantía para aventuras similares, dado que en operaciones de tanto calibre intervienen muchos factores sociales, históricos y, por supuesto, inmobiliarios.
En el fondo de estas complejas (y onerosas) operaciones culturales está la apuesta por el turismo, principal motor de la expansión del museo franquicia hasta el punto de invadir y condicionar la planificación expositiva, la orientación financiera de los proyectos y los discursos museológicos, tendentes a la singularización, es decir, a la creación de imágenes de marcas turísticas. Al respecto, ningún caso tan revelador en España como el de Málaga, ciudad que ha añadido el reclamo de los museos a su tradicional oferta de sol y playa: al Museo Picasso, que existía desde 2003, se unieron uno de amplia acogida, el Carmen Thyssen, en 2011; dos delegaciones internacionales, la del Pompidou y la del Museo Ruso de San Petersburgo, en 2015, y uno público, el Museo de la Aduana, que alberga la colección de arqueología y bellas artes, en 2016.
Fachada de la sucursal del Centre Pompidou en el puerto de Málaga.
Este cultivo intensivo del museo en Málaga se ha convertido al mismo tiempo en objeto de admiración y crítica por sus efectos positivos en la sociedad y por haber sublimado el modelo de las franquicias. De un lado, se le achaca el rédito fácil de la cultura de escaparate, el fuerte desembolso de dinero público y la escasa conexión con los sectores creativos de la ciudad, que, a menudo, no se sienten ni representados ni atendidos por las administraciones. Para germinar en algo, insisten, la cultura requiere más calma que la rentabilidad que imponen las inauguraciones y el photocall de las autoridades. La creatividad es, por lo general, discreta; no necesita estar bajo los focos. Del otro, se insiste en que este conglomerado de centros se ha convertido en un generador de riqueza y el establecimiento de cada uno de los nuevos espacios ha proporcionado un complemento importante al panorama que ofrecían los ya existentes.
Precisamente, esta aportación relevante a la oferta cultural del lugar al que llegan sería una justificación para alentar este tipo de proyectos, pero no es el caso de Barcelona. El Hermitage de San Petersburgo no viene a revitalizar un zona dañada de la ciudad ni tampoco la oferta que despliega en sus filiales saca gran ventaja a colecciones poderosas como la del Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) y el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba), instituciones necesitadas de un impulso económico desde hace ya bastantes años. Al final, Andy Warhol, el artista que mejor entendió y cultivó la naturaleza comercial del arte, tenía toda la razón. “Un día, los grandes almacenes serán museos, y los museos, grandes almacenes”, afirmó quien acuñó para la creación un insólito fundamento filosófico: genera excitación y vende caro. Ahí está el secreto de la fórmula, la clave de su éxito.