¡Vivan los años setenta!
Anagrama reedita ‘Los años del desmadre’, las crónicas impertinentes en las que Tom Wolfe retrata una década marcada por el desengaño y el individualismo superlativo
18 enero, 2020 00:00Todo lo que sube, desciende. El idealismo, en cualquiera de sus variantes, conduce antes o después al prosaísmo. El principio mecánico que alimenta esta ley es indudablemente físico, pero también de índole cultural. Quizás por eso a los años sesenta del pasado siglo XX, ese extraordinario tiempo (pasajero) en el que parecía que los sueños podían transformar el mundo, cuando sucedía la gran revolución de la cultura popular en Occidente, triunfaba la lucha por los derechos civiles y se extendían por todas las clases sociales, igual que un fluido ambiental, las hermosas reivindicaciones hippies, que ofrecían un falso paraíso sin agua corriente lleno de paz, drogas y sexo (con flores en el pelo), dieron paso, en la década posterior –los caóticos setenta– a un universo marcado por el deterioro social y económico, el desengaño y la irrupción dentro del cuadro colorista previo de la vulgaridad como destino.
Los setenta supusieron el ocaso definitivo de la etapa de desarrollo material más duradera desde la Segunda Guerra Mundial. La economía descarrilaba, el sistema financiero instaurado en el Hotel Mount Washington de Bretton Woods agonizaba y la inflación, ese caballo del Armagedón, reinaba. El ascensor social bajaba para todos, en vez de ascender. El mundo era una puerta cerrada. La música disco consagraba la cultura hortera mientras el punk vomitaba, primero en Reino Unido, más tarde en América, el nihilismo de las nuevas generaciones con toda la rabia súbita que permitían tres burdos acordes de guitarra.
“El sueño ha terminado”, cantaba John Lennon a comienzos del decenio en God, una salmodia donde renegaba de todo –especialmente del mito de The Beatles– salvo de sí mismo (y de Yoko Ono). La canción de Lennon, asesinado una década después, es una furiosa afirmación del ego (como refugio) ante la decepción general de todas las utopías religiosas y comunales. La vida ya no era hermosa, sino una estafa. Aún así, “queridos amigos, tendréis que seguir adelante. Ésta es la realidad”. Sin sueños, sin ilusiones, sin apoyaros más en los demás. Que lo sepa todo el mundo: “Dios sólo es el concepto con el que medimos nuestro dolor”. No hay más.
En Estados Unidos, la cuna del liberalismo, se abrazaba el individualismo superlativo y se generalizó un culto al placebo que, a falta de efectos terapéuticos saludables, servía para atenuar el hastío generaciomal. Del amor carnal, en su variante naturalista, se pasó al obsceno y rentable comercio pornográfico. Las ciudades de la Gran América se poblaron de neones que prometían la satisfacción inmediata y constante de los instintos más primarios. Los distritos céntricos de las metrópolis de Estados Unidos se deterioraban. Los yonkis poblaban las esquinas y los callejones. El Tercer Mundo crecía en el interior del Primero, igual que un alien. El vergonzante síndrome de Vietnam continuaba agarrado al imaginario colectivo –la guerra asiática terminó, con la derrota norteamericana, a mediados de los setenta– y el terrorismo irrumpía en un panorama internacional marcado por la crisis del petróleo. No es extraño que la música gospel se pusiera de moda: hasta Dylan, que había renegado años antes del compromiso inherente a la moderna tradición folk en favor de la música eléctrica, renacía como nuevo cristiano evangélico, anunciaba desde los escenarios que el Apocalipsis estaba cerca e instaba a la conversión general antes de que Él retornara otra vez a la Tierra.
De todo este magma cultural, desordenado y apasionante, trata Los años del desmadre (Anagrama), una galería de piezas periodísticas firmadas por un Tom Wolfe en estado de gracia donde, desde una perspectiva lateral, huyendo voluntariamente del relato artificial de los grandes acontecimientos históricos, el periodista de Richmond fija para siempre el cuadro sociológico de su tiempo, anota sus contradicciones y nos arroja (a la cara) una serie de equivalencias (no exactas, pero sí muy aproximadas) sobre aquellos años capitales en los que se incubaron prácticas sociales que en nuestros días siguen vigentes y se han instalado sólidamente en el paradigma cultural.
El relato de Wolfe es, como corresponde a su célebre estilo impertinente, agudísimo y brillante. Su maestría para retratar la realidad de forma indirecta –sin necesidad de un abordaje directo, pero sin renunciar a una mirada certera– es asombrosa. En sus crónicas de los setenta aparecen seres ¿imaginarios? tan reales como el intelectual fracasado que llega antes de tiempo a todos sitios –y por tanto no logra triunfar en el caprichoso mercado de las tendencias–, el escritor –“¡son tan sensibles los escritores norteamericanos!”– que prefiere llevar al detalle la contabilidad de su patrimonio personal antes que escribir, y un largo sinfín de máscaras sociales, frivolidades con piernas y personajes de una ralea tan hipócrita como para decir una cosa, hacer otra y predicar otra distinta. El friso humano es divertidísimo. Wolfe nos cuenta a través de él lo absurdo de la vida real, sucediéndose en capítulos, con una ironía letal que no deja títere con cabeza.
Los años del desmadre, Tom Wolfe / ANAGRAMA
El bisonte blanco del nuevo periodismo –que en realidad nunca lo fue, sólo lo parecía– ilustra sus relatos con dibujos (deformantes) de su propia autoría y muestra el teatro cotidiano del absurdo en todo su esplendor: “La humanidad se dividía entre los elegidos y los que no lo eran, pero la naturaleza de tal elección permanecía inexplicada”, escribe en “El deporte más auténtico: Torneo con Sam & Charlie”, una sátira sobre la vida en un portaaviones americano en Vietnam, donde el clasismo es la coartada (ridícula) para ocultar el miedo a morir. Wolfe no tiene piedad con ninguno de sus personajes. Y esta actitud es justamente lo que más nos gusta de su obra. Su cuadro sobre la América de los setenta es extraordinario, sincero y ácido. Y también escandaloso para estos tiempos tan políticamente correctos en los que algunos aspiran a sepultar la verdad con toneladas de buenas intenciones, igual que los villancicos.
Y, sin embargo, su visión sobre este tiempo no ha perdido vigencia y es prodigiosamente exacta. Entonces y ahora: “No sólo no quería [cambiar el mundo o enriquecer el tesoro de los conocimientos humanos] sino que le resultaba más elegante apoyar causas exóticas, imposibles. La indignación moral era lo primero; eso y un cierto tipo de consumo”, escribe con sorna sobre el cinismo de los salvaconciencias en un pasaje de “El espíritu de la época (y algunas de sus ansias)”. Especialmente talentoso es también su retrato de la élite intelectual –véase “La década del Yo y el Tercer Gran Despertar”–, que define a partir de su obsesión enfermiza por disfrazar sus miserias, o el desmontaje burlesco de las ideologías religiosas, como la Cienciología, que entonces, igual que hoy, ofrecían certezas (falsas) a cambio de la identidad (y el dinero) de sus adeptos.
Las crónicas de Wolfe están pobladas por estas almas perdidas y sin refugio, por los filibusteros que comercializaban con la desgracia ajena, por los sonados en busca del karma y las feministas enfermas de sí mismas, sobre las que escribe: “Entre muchas el deseo consciente no es ser un espíritu libre en vez de una esclava del hogar, sino algo así como Hablemos de mi Yo. El gran e inesperado dividendo del movimiento feminista es elevar un status común –mujer, madre de familia– a la categoría de drama. El mero hecho de la existencia como mujer…como Yo….se convierte en algo sobre lo que el mundo entero analiza, busca las vueltas y extrae conclusiones”.
Antes de que algunos se lancen al cuello del periodista virginiano conviene saber que Wolfe aplica por igual su máquina irónica a hombres y mujeres, a ricos y pobres, a creyentes y agnósticos. Es su forma de independencia. Quien no es capaz de aceptar la parodia de su propia ideología no es una alma beatífica, sino un espíritu totalitario. Y en este comportamiento el factor sexual resulta irrelevante: la cuestión es espiritual. El universo tiene la forma de una inmensa caricatura. Tomarse demasiado en serio no es estar comprometido con una causa noble. Es ser ciego ante una realidad que nunca se ha regido por las buenas intenciones, sino por la condición humana. La única vacuna ante esta estupidez intelectual, si se permite el oxímoron expresivo, es la receta que nos regala Wolfe: “Cuando surja una moda tan miserable como la Plebeyez Exquisita…¡Poneos alerta! ¡Haced funcionar la mollera!”. O como dijeron los clásicos: “Atrévete a pensar (por ti mismo)”.